Ética a Nicómaco
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Libro tercero
De los
morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco y por esto llamados nicomaquios
Por cuanto en el precedente libro se ha
probado ser la virtud acto voluntario y consistir en la elección y aceptación
de nuestra voluntad, para que mejor se entienda esto, trata en el tercero de
los actos de nuestra voluntad cuáles se hayan de decir libres y cuáles
forzados, y si lo que se hace por temor es voluntario, o no, y en qué consiste
la potestad del libre albedrío. Tras desto comienza de tratar, en particular,
de cada género de virtud, y echa mano primero de las más estimadas, que es de
la fortaleza o valerosidad; y tras della trata de la templanza, con las cosas
que a ambas virtudes son anexas. En el primer capítulo propone la utilidad
desta disputa. Después divide los actos forzosos en dos especies: unos que se
hacen por violencia y otros por ignorancia; y propone sus diferencias. Disputa
asimismo si las cosas que por temor de algunos males se hacen son voluntarias o
forzosas, y prueba la acción dellas ser voluntaria, pues el principio dellas es
la aceptación de nuestra voluntad; aunque si libre estuviese no las escogería,
y por esto concluye ser acciones mezcladas de elección y violencia, y no ser
del todo violentas. Porque si lo fuesen, no ternían alabanza ni reprehensión.
Capítulo
primero
Pues la virtud consiste en los afectos y en
las obras, y las alabanzas y reprehensiones consisten asimismo en cosas
voluntarias, y en las forzosas el perdón, y aun algunas veces duelo y
compasión, por ventura que a los que tratan de cosa de virtud les es necesario
definir cuáles cosas son forzosas y cuáles voluntarias. Esles asimismo útil a
los legisladores para tasar las honras y castigos. Aquellas cosas, pues,
parecen ser forzosas, que por violencia se hacen o por ignorancia. Violento es
aquello cuyo principio procede de fuera, de tal suerte que no pone de suyo cosa
alguna el que lo hace ni el que lo padece, como si el viento llevase algo a
alguna parte, o los hombres que son señores dello. Mas las cosas que se hacen
por temor de algunos males mayores, o por causa de algún bien, como si un
tirano le mandase a uno que hiciese alguna cosa fea, teniéndole en rehenes sus
padres y sus hijos, de tal suerte que si lo hace se librarán, y si no lo hace
morirán, hay disputa si son cosas voluntarias o forzosas. En las cuales
acontece lo mismo que en las tormentas y borrascas de la mar, cuando se alivian
en ellas los navíos. Porque allí ninguno de su voluntad echa al hondo su
hacienda, pero hácenlo todos los que buen seso tienen, por salvar su vida y las
de los que van con ellos. Son, pues, los hechos semejantes mezclados, aunque
más parecen voluntarios, porque cuando se hacen, consisten en nuestra mano y
elección. Pero el fin de la obra consiste en la ocasión, y hase de decir así lo
voluntario como lo forzoso cuando se hace. Y hacelo voluntariamente, pues las
partes que son instrumento de aquel movimiento y su principio en las tales
acciones, están en el mismo que lo hace, y cuando en el que lo hace está el
principio del hacerlo, también está en mano del mismo el hacerlo o dejarlo de
hacer. De manera que las tales obras son voluntarias. Aunque generalmente
hablando, por ventura son forzosas, pues ninguno por sí mismo aceptaría el
hacer ninguna cosa como aquellas. Aunque en hechos semejantes algunas veces son
alabados los que alguna cosa torpe o triste sufren, por causa de algunos
grandes bienes, y si lo contrario hacen son reprehendidos. Porque sufrir cosas
muy feas, si no es por razón de algún grande o mediano bien, es, cierto, hecho
de ruines. Pero en algunos hechos déstos no alabamos a los que los hacen, antes
nos dolemos dellos, cuando por causa desto hace uno lo que no debría, y lo que
a la natura humana excede, y lo que, en fin, ninguno sufriría. Porque cosas hay
a que los hombres no han de ser forzados, antes han de morir sufriendo los más
graves tormentos del mundo. Porque en aquel Almeon de Eurípides son dignas de
risa las cosas que dice que le habían forzado, a matar a su madre. Es, cierto,
algunas veces cosa dificultosa juzgar cuál se ha de escoger antes que cual, y
cuál antes que cual habemos de sufrir, y más dificultoso el sufrirlo después
que se entiende. Porque por la mayor parte acontece que lo que nos parece
hacedero sea cosa triste y pesada, y a lo que nos fuerzan cosa fea y afrentosa.
De do procede que los que se dejan o no se dejan vencer, son vituperados o
alabados. ¿Qué cosas, pues, habemos de confesar ser violentas? ¿Generalmente no
diremos que lo son aquellas cuya causa viene de fuera, y el que las hace no pone
nada de su casa? Pero las cosas que de suyo son forzosas y violentas, pero en
comparación de otras son más de escoger, y cuyo principio está en mano de quien
las hace, ¿no diremos que de suyo cierto son forzosas y que en respecto de
otras son voluntarias? Aunque más parecen cierto voluntarias, porque los tales
hechos consisten en cosas particulares, las cuales son voluntarias. No es,
pues, fácil cosa determinar cuál cosa primero que cuál habemos de aceptar,
porque en esto hay en las cosas particulares muy gran diversidad. Mas si alguno
quiere decir que las cosas apacibles y buenas son forzosas, pues estando fuera
del alma nos competen, estará obligado a confesar que por la misma razón todas
las cosas son forzosas, porque todos los que algo hacen, lo hacen por alguno
destos fines. Y los que por fuerza y contra su voluntad lo hacen, entristécense
de aquello; mas los que obran lo malo, por razón de su dulzura, hácenlo con
contentamiento. Es cosa, pues, de risa dar la culpa a las cosas de defuera, y
no a sí mismo, de que así tan fácilmente se deje cazar de cosas semejantes de
las cosas buenas por sí mismo y de las deshonestas por su suavidad. Aquello,
pues, parece ser forzoso, cuyo principio y origen está defuera, no poniendo de
suyo nada el que es forzado. Pero de las cosas que por ignorancia se hacen, no
son todas voluntarias, mas aquellas en que el haberlas hecho da tristeza y
causa arrepentimiento, son forzosas. Pero el que hace por ignorancia alguna
cosa y de haberla hecho no se duele, no diremos que la hizo voluntariamente,
pues no lo sabía, mas tampoco diremos que la hizo forzosamente, pues no le pesa
dello. De manera que de lo que por ignorancia se hace, lo que causa
arrepentimiento forzoso parece, mas el que no se arrepintió, pues es diferente
déste, es no voluntario; porque, pues es diferente, mejor es que tenga su
nombre proprio. Pero parece cosa diferente el hacer una cosa por ignorancia del
hacerla ignorantemente. Porque el borracho o el colérico no parece que por
ignorancia hacen lo que hacen, sino por alguna otra causa de las ya tratadas;
pero tampoco lo hacen a sabiendas, sino ignorantemente. Cualquier malo, pues,
ignora lo que hacer debe y de lo que le conviene guardarse, y por semejante
error se hacen injustos y perversos. No se debe, pues, decir forzoso, si uno no
entiende lo que le conviene, porque la ignorancia en la elección o aceptación
no es causa de lo que es forzoso, sino de la perversidad y tacañería; ni
tampoco la ignorancia universal (que también se vitupera), sino la que acontece
en una cosa particular, en la cual y acerca de la cual se ha de emplear nuestro
oficio. Porque en tales el que lo hace, más es digno de misericordia y de
perdón, pues el que tal cosa ignora, la hace contra su voluntad y forzosamente.
No es, pues, cosa por ventura la peor de todas tratar de todo esto, qué cosas
son y qué, tan grandes, y quién, y qué, y acerca de qué, y en qué lo hace, y
aun algunas veces con qué como con instrumento, y por qué, como por salvar la
vida, y cómo, si despacio o con prisa y fervor. Todas, pues, estas cosas el que
algún juicio tiene no las ignora, cuanto más el que las hace. Porque, ¿cómo ha
de tener ignorancia de sí mismo? Pero puede acaecer que uno ignore lo que hace.
Como los que oran suelen decir, o que se les escapó algo de la lengua, o que no
sabían que aquello era cosa que se había de callar, como le aconteció a Esquilo
en las ceremonias de Ceres, o que queriéndolo mostrar se le cayó o soltó, como
el que suelta una ballesta. Alguno también habrá que a su proprio hijo lo tome
por otro y piense que es su enemigo, como le acaeció a Merope; otro que le
parezca que la lanza tiene la punta roma teniéndola aguda, o que la piedra es
tosca; otro que hiriendo a uno, por curarle, lo mate; otro que quiriendo hacer
de sí demostración, hiera, como acaece a los que luchan con las puntas de los
dedos. Habiendo, pues, lugar de ignorancia en todas las cosas desta suerte en
que haya obras, el que algo desto hizo no entendiéndolo, forzosamente parece
haberlo hecho, y señaladamente en las más principales obras, cuales parecen ser
aquellas en las cuales consiste la obra y el fin della. Pero aunque lo que por
semejante ignorancia se haga, se diga ser forzoso conviene con todo eso que la
obra le dé pena y se arrepienta de habella hecho. Si lo forzoso, pues, es lo
que por violencia o ignorancia se hace, aquello se entenderá ser voluntario,
cuyo principio y origen consiste en el mismo que lo hace, y que entiende
particularmente las cosas, en que las tales obras consisten y se emplean.
Porque no es por ventura bien decir que lo que por enojo o por codicia se hace,
es forzoso y violento. Porque cuanto a lo primero, ninguno de los otros
animales se puede decir, que obra de su voluntad, ni menos los mochachos, si no
esto, ¿cómo diremos que obran? Pues ni tampoco se puede bien decir que lo que
por codicia o por enojo hacemos, lo hacemos de nuestra voluntad. ¿Diremos,
pues, que lo bueno hacemos de nuestro grado y voluntad, y lo malo por fuerza y
contra voluntad? ¿O es hablar de gracia y sin fundamento decir esto, siendo una
misma la causa? Cosa, pues, por ventura parece fuera de razón decir que las
cosas que se han de desear son violentas y forzosas, y vemos que por algunas
cosas conviene que nos enojemos, y que algunas cosas deseemos, como la salud y
la doctrina. Asimismo parece que las cosas forzosas nos son tristes y pesadas,
pero las que apetecemos sonnos suaves y aplacibles. Finalmente, ¿qué diferencia
hay entre ser forzosas las cosas que se yerran por deliberación o las que se
yerran por enojo, pues ambas a dos maneras de cosas son de aborrecer? Y pues
las pasiones y afectos que son fuera de razón no menos parece que hayan de ser
humanos que los otros, y las obras del hombre también proceden de enojo y de
codicia, cosa, pues, es fuera, de razón decir que tales cosas sean violentas y
forzosas.
Ya que en el primer capítulo ha declarado cuál
obra se ha de llamar forzosa y cuál voluntaria, y ha mostrado cuál manera de
ignorancia hace la obra forzosa y cuál viciosa, y asimismo ha probado que lo
que se hace por turbación de ánimo, no se puede llamar verdaderamente forzoso,
en el capítulo II, por cuanto la virtud, como ya está dicho, consiste en
elección y libre aceptación de nuestra voluntad, trata de la elección, que es
lo que vulgarmente llamamos libre albedrío, y prueba ser éste proprio del
hombre, y que no es todo uno ser voluntario y proceder de libre albedrío. Ítem
que no es todo uno voluntad y elección.
Capítulo II
Ya que habemos determinado cuál cosa se ha de
decir voluntaria y cuál forzosa, síguese el tratar de la elección o aceptación,
porque más proprio oficio parece que es de la virtud juzgar de las costumbres,
que no de las obras. La elección, pues, cosa clara es que consiste en las cosas
voluntarias, pero no es lo mismo que ellas; antes lo voluntario es cosa más
general. Porque los niños y los demás animales participan de las acciones
voluntarias, pero no de la elección. Y las cosas que repentinamente hacemos y
sin deliberación, bien decimos que son voluntarias, mas no decimos que proceden
de elección. Los que dicen que la elección es codicia, o que es enojo, o querer
a cierta opinión, no me parece que lo aciertan. Porque la elección no es cosa
común a los hombres y a los animales que carecen de razón, y eslo la codicia y
el enojo, y el disoluto hace sus obras con codicia, mas no con elección, y el
templado, al contrario, obra con elección, mas no cierto con codicia. Y la
codicia es contraria a la elección, mas una codicia a otra no es contraria. A
más desto la codicia consiste en lo suave y en lo triste, pero la elección ni
en lo triste ni en lo suave. Pero .menos es la elección enojo, porque lo que
con enojo se hace, en ninguna manera parece ser hecho por elección. Mas ni
tampoco es querer, aunque le parece mucho. Porque la elección no consiste en
cosas imposibles, y si se entendiese que une, las elige, nos parecería que está
fuera de juicio. Pero la voluntad bien puede desear cosas imposibles, como si
desease ser inmortal. Asimismo la voluntad bien se puede emplear en las cosas
que el mismo hombre no las hace, como si yo quiero que algún representante gane
la joya, o algún luchador; pero tales cosas ninguno las elige, sino las cosas
que entiende él mismo haberlas de hacer. Finalmente, la voluntad enderézase al
fin más particularmente, pero la elección consiste en las cosas que pertenecen
para el fin. Como el tener salud querémoslo, más las cosas con que conservemos
la salud, escogémoslas. También el vivir prósperamente querémoslo y lo decimos
así que lo queremos, mas no cuadra bien decir que lo escogemos. En fin, generalmente
hablando, la elección parece que consiste en las cosas que están en nuestra
mano. Tampoco es opinión la elección, porque la opinión en todas las cosas
parece que se halla, y no menos en las cosas perpetuas y en las imposibles, que
en las que están en nuestra mano. Y la opinión divídese en verdadera y falsa, y
no en buena y mala, mas la elección más se distingue con estotras diferencias.
Ninguno, pues, creo dirá ni creerá ser todo uno opinión y elección. Mas ni
tampoco es la elección particular especie de opinión. Porque por razón de
elegir lo bueno o lo malo somos tales o tales, mas por creerlo no lo somos.
También la lección consiste en escoger una cosa o huir della, o en cosa como
ésta, mas la opinión en el entender qué cosa es, o a quién le cumple, o de qué
manera. Mas en el tomar o dejar no consiste tanto nuestra opinión. Asimismo la
elección es alabada por ser hecha en lo que más conviene, o por ser bien hecha,
más la opinión por: ser verdadera. Por la misma razón escogemos aquellas cosas
que sabemos ser mejores, pero pensamos ser así lo que de cierto no sabemos.
Parece también que no son todos unos los que eligen las cosas mejores y los que
las creen ser tales, sino que algunos hay que juzgan bien dellas, y por su
vicio eligen lo que no les cumple. Ni importa disputar si la opinión precede a
la elección o si se sigue, porque aquí no consideramos eso, sino si es lo mismo
elección que opinión particular. ¿Qué diremos, pues, que es, o qué tal es, pues
ninguna cosa de las ya tratadas es? Cosa voluntaria ya se vee que, es, pero no
toda cosa voluntaria es eligible, sino aquella que está primero consultada.
Porque la elección con razón se hace y con entendimiento, lo cual el nombre que
en griego tiene nos lo significa, porque prohereton quiere decir: cosa
que es a otra preferida.
Estas materias morales van unas de otras
dependiendo. Porque de la felicidad dependió el inquirir la virtud. De ser la
virtud hábito voluntario, dependió el inquerir qué cosas son voluntarias y qué
forzosas. Del ser las cosas voluntarias, las que consisten en nuestra
aceptación o elección, salió el tratar de la elección. Del decir que no toda
cosa voluntaria tiene elección, sí no es primero consultada, nace agora el
tratar de la consulta. Trata, pues, en este tercer capítulo Aristóteles de la
consulta de nuestro entendimiento, y declara cuáles cosas vienen en consulta y
cuáles hombres son aptos para consulta, y cómo la consulta es de cosas que
pueden acaecer de varias maneras. Ítem que las consultas no son de los fines,
sino de los medios, y cómo el verdadero consultar es inquirir primero el fin, y
después buscar los medios para alcanzarlo; asimismo como sean de contraria
manera la consulta y la ejecución; porque lo que en la consulta es lo primero,
es en la ejecución lo postrero; y lo que allá lo postrero, en ésta lo primero,
como se vee en el que edifica.
Capítulo III
Es de considerar si hay consulta en todas las
cosas, y si se puede toda cosa consultar, o si hay algunas cosas que no admiten
consulta. Aquello, pues, se ha de decir que cae en consulta, no lo que consulta
un necio, ni lo que un furioso, sino lo que consultaría un hombre de juicio y
entendimiento. Primeramente, pues, ninguno consulta de las cosas perpetuas,
como digamos del mundo, o de cómo ternán proporción en un cuadrado el diámetro
y el lado. Ni de las cosas que consisten en movimiento, y que siempre se hacen
de una misma manera, ora por necesidad, ora por naturaleza, ora por otra
cualquier causa como de los solsticios o términos del sol, o de sus salidas. Ni
tampoco de las cosas que en diversas partes acaecen de diversas maneras, como
de las sequedades o lluvias. Ni menos de las cosas que consisten en fortuna,
como del hallarse un tesoro. Pero ni aun de todas las cosas humanas, como agora
ningún lacedemonio consulta de qué manera los scitias gobernarían bien su
república. Porque ninguna cosa déstas está a nuestra disposición ni gobierno.
Consultamos, pues, o deliberamos de aquellas cosas que toca a nosotros el
haberlas de hacer, porque éstas son las que restan por decir. Porque la
naturaleza, y la necesidad, y la fortuna, y también el entendimiento, parecen
tener ser de causas, y todo lo que tiene ser mediante el hombre, y cada cual de
los hombres delibera de las cosas que a él toca el hacerlas y tratarlas. En las
sciencias, pues, que son manifiestas, y que ellas para sí mismas son bastantes,
no hay consulta; como en el escrebir de las letras (porque nunca disputarnos
cómo se han de escrebir las letras), sino en aquellas que de nuestra
deliberación dependen. Aunque no siempre destas cosas de una misma manera
consultamos, como de las cosas de la medicina, o del arte de hacer moneda, y
tanto más consultamos del arte de navegar que del arte de luchar, cuanto menos
cierta es aquélla que ésta; y de las demás de la misma suerte. Y en las artes
consultamos más que no en las sciencias; porque más dudamos en ellas que no en
éstas, y el consultar acaece en las cosas que por la mayor parte son así, pero
en alguna manera inciertas, y que, en fin, no hay en ellas cosa firme y cierta,
y tomamos consejeros en las cosas graves, no confiando de nuestros proprios
juicios como de no bastantes para entenderlo bien. Consultamos, pues, no de los
fines, sino de las cosas que para ellos se requieren. Porque nunca el médico
consulta si ha de sanar, ni el retórico si ha de persuadir, ni el gobernador de
la república si ha de poner buenas leyes, ni, en fin, otro ninguno jamás
consulta del fin, sino que, propuesto algún fin, consultan de qué manera y por
qué medios lo alcanzarán. Y si parece que se puede alcanzar por muchos medios,
deliberan por cuál medio más fácilmente y mejor se alcanzará, y si en un medio
se resuelven, deliberan cómo se alcanzará por éste. Finalmente, aquella
consulta, «¿por qué medio?» hasta tanto la. tratan, que lleguen a la primera
causa, la cual en la invención era la postrera. Porque el que consulta, parece
que inquiere y resuelve de la manera que está dicho, así como en la geometría
una descripción. Pero parece que no toda cuestión es consulta, como las
cuestiones matemáticas, mas toda consulta es cuestión, y lo que es lo último en
la resolución, es lo primero en la ejecución. Y si en la consulta topan con
alguna cosa imposible, no pasa adelante la consulta. Como si son menester
dineros, y de ninguna parte se pueden haber. Mas si pareciere posible haberse,
pónenlo por obra; llamo posible lo que podemos hacer nosotros, porque, lo que
con favor de amigos hacemos, en cierta manera, nosotros mismos lo hacemos; pues
el principio dello está en nuestra mano. Muchas veces consultamos de los
instrumentos, y otras veces del uso dellos. Y de la misma manera en todo lo
demás, unas veces se delibera por qué medio, otras de qué manera, y otras con
cuyo favor. En todo lo cual, como habemos dicho, el hombre parece ser el
principio de las obras, y la consulta es de lo que el hombre ha de hacer, y las
obras siempre se hacen por otro fin. De manera que nunca el fin se pone en
consulta, sino lo que conviene para alcanzar el fin. Tampoco se consultan las
cosas particulares, como si esto es pan o si está cocido o hecho como debe.
Porque estas cosas con el sentido se juzgan. Porque si siempre hubiésemos de
estar consultando, sería nunca acabar; lo que se consulta, pues, y lo que se
elige todo es una misma cosa; sino que lo que se elige ya es cosa determinada,
porque lo que en la consulta se determina que se haga, aquello es lo que se
escoge. Porque cuando uno reduce a si mismo el principio, y todo lo que
precedió, para en él deliberar cómo lo ha de hacer, porque esto fue lo que
escogió; véese esto claramente, por los antiguos gobiernos de república, que
Homero imitó en sus poesías, en las cuales introduce a los reyes que dan razón
al pueblo de las cosas en que se han determinado. Y, pues, lo que se elige es
cosa que cae en consulta y deliberación, y que entre las cosas que a nuestro
cargo y gobierno están, es digna de ser apetecida, la elección será un apetito
consultado en las cosas que tocan a nosotros. Porque por haber desta manera
juzgado en la consulta, sucede que apetecemos conforme a la consulta. Qué cosa
es, pues, elección, y en qué cosas la hay, y cómo consiste en lo que pertenece
para el fin, quede así sumariamente declarado.
Porque en lo pasado se ha dicho que la
elección no es voluntad, pues ya está tratado de la elección, trata brevemente
en el capítulo IV de la voluntad; llamamos voluntad en romance, no sólo la
potencia del querer, que en griego se llama thelema, sino el mismo
acto también del querer, que los griegos llaman bulesin, y en nuestra
lengua, por no tener tanta diferencia de vocablos, lo uno y lo otro, llamamos
de una misma manera. Declara, pues, cómo el querer o voluntad tira al fin, y
cómo todo lo que queremos lo queremos por razón de ser bueno, o a lo menos, por
parecernos a nosotros ser tal.
Capítulo IV
Que la voluntad o querer sea proprio del fin,
ya está dicho arriba. Pero hay algunos que tienen por opinión, que la voluntad
va enderezada siempre a lo que es bueno, y otros que no, sino a lo que ella le
parece bueno. Y los que dicen que a lo bueno, han de confesar de necesidad que
no es querido lo que quiere el que buena elección no ha hecho. Porque si
querido fuese, sería bueno, y era, si acaso así acaesció, malo. Mas los que
dicen que lo que se quiere es lo que se tiene por bueno, han de confesar, que
las cosas no son naturalmente amadas, sino que cada uno ama lo que bien le
parece, y a uno le parece bien una cosa y a otro otra; y aun acaece parecer
bien a unos lo uno y a otros lo contrario. Mas, en fin, no basta esto, sino que
habemos de decir que, en general y en realidad de verdad, aquello es de amar,
que es de su naturaleza bueno, pero que cada uno ama lo que le parece bien, y
que el bueno ama lo que es de veras bueno, y el malo lo que le da gusto. Como
acaece también en los cuerpos, en los cuales a los que bien dispuestos están y
salud tienen, les son sanas las cosas que son de suyo tales; mas a los
enfermizos las contrarias. De la misma manera lo amargo y lo dulce, lo caliente
y lo pesado, y todas las cosas desta misma manera. Porque el bueno de todas las
cosas juzga bien, y la verdad que en cada cosa hay, él la conoce, y en todo
género de hábito hay cosas buenas y también cosas aplacibles. Y en esto difiere
el bueno muy mucho de los demás: en que en todas las cosas entiende la verdad,
y es como una regla y medida dellas. Pero en el vulgo parece que el contento es
causa del error, porque el contento o regalo, no siendo bien, lo parece ser. De
suerte que eligen el contento o regalo como cosa buena, y huyen de la
pesadumbre y fatiga como de cosa mala.
En el capítulo V demuestra Aristóteles en qué
consiste la fuerza de la elección o libre albedrío, que es en tener facultad la
voluntad de amar una cosa o su contraria, y seguir la una o la otra. Porque
donde tal libertad no hay, no se dice haber libre albedrío. Como en el respirar
no se dice tener libre albedrío, porque no está en nuestra mano el dejar de
respirar. Pruébalo primero por razón, mostrando que no hay otra causa a quien
atribuir estas obras sino la voluntad del hombre, y después por autoridad de
los que hacen leyes, los cuales asignan premio para el bueno y castigo para el
malo, en lo cual dan a entender ser obras libres la bondad y la malicia.
Capítulo V
Consistiendo, pues, el fin en la voluntad, y
los medios que para él se requieren en la consulta y elección, las obras que
acerca destos medios se hacen, conforme a elección serán, y voluntarias, en la
cuales se emplea el ejercicio de las virtudes. Está asimismo en nuestra mano la
virtud y también el vicio. Porque en las cosas donde en nuestra mano está el
hacerlas, está también el dejarlas de hacer, y donde está el no, también el sí.
De manera que si el hacer algo, siendo bueno, está, en nuestra mano, también
estará en la misma el no hacerlo, siendo malo; y si el no hacer lo que es bueno
está en nuestra mano, el hacer lo que es malo también estará en la misma. Y si
en nuestra mano está el obrar bien y el obrar mal, y asimismo el dejarlo de
obrar (pues en esto consiste el ser los hombres buenos o malos), también estará
en nuestra mano ser buenos o malos. Y lo que algunos dicen que ninguno
voluntariamente es malo, ni contra su voluntad próspero y dichoso, en parte
parece falso y en parte verdadero. Porque verdad es que ninguno es dichoso o
bienaventurado contra su voluntad. Pero el vicio cosa voluntaria es, o habemos
de poner duda en lo que agora habemos dicho, y decir que el hombre no es el
principio ni el padre de sus proprias obras como lo es de sus proprios hijos.
Mas pues esto se vee claro ser verdad, y no tenemos otros principios a quien
reducir las tales obras sino aquellos que en nuestra mano están, las obras,
cuyos principios están en nuestra mano, también estarán en nuestra mano y serán
voluntarias. Parece que conforma con esto lo que particularmente en cada una
dellas cada uno juzga, y también lo que los legisladores han determinado, pues
castigan, y dan la pena que merecen, a los que hacen las cosas ruines, si ya no
las hacen por fuerza o por ignorancia, que no estuvo en su mano el remediarla;
y a los que se ejercitan en buenas obras, hónranlos, casi exhortando a éstos y
refrenando a aquéllos. Vemos, pues, que ninguno, exhorta a otro en las cosas
que, ni están en nuestra mano, ni dependen de nuestra voluntad; porque
superflua cosa sería persuadir a uno que no se caliente, o que no tenga dolor,
o que no esté hambriento, o cosa alguna déstas, porque, no obstante la
persuasión, lo padecerá. Y aun la misma ignorancia es castigada, si el mismo
ignorante es causa della; como en los borrachos, a los cuales les ordenaron el
castigo doblado. Porque el principio dello esta en su mano, pues pueden
abstenerse del vino y borrachez, la cual les es causa de su ignorancia.
Castigan asimismo a los que, de las leyes que están obligados a saber, ignoran
algo, si ya no es muy dificultoso de saber, y lo mismo es en todas las otras
cosas que parece que por descuido y negligencia se dejan de saber, pues esta en
su mano no ignorarlas, siendo señores del considerarlo y poner en saberlo
diligencia. Mas, por ventura, alguno es de tal calidad que no por no
considerarlo es tal, sino que ellos mismos se son a sí mismos la causa de ser
tales, viviendo disolutamente. Y de ser unos injustos o disolutos en la vida,
es la causa elevarse los unos a hacer agravios, y los otros al comer y beber
demasiado, y a cosas semejantes. Porque cada uno sale tal, cuales son las obras
en que se emplea y ejercita. Lo cual se vee claro en los que se ejercitan en
cualquier ejercicio de fuerzas corporales y en sus obras, en las cuales, con el
ejercicio, vienen a hacerse perfetos. Es pues, de hombre harto falto de sentido
no entender, que los hábitos proceden del ejercitarse en los particulares
ejercicios. Asimismo es cosa fuera de razón decir que el que agravia no quiere
agraviar, y que el que disolutamente vive no quiere ser disoluto. Y si el que
hace agravio lo hace entendiendo lo que hace, de su propia voluntad es injusto.
Mas el que una vez ya es injusto, aunque quiera, no se podrá abstener de hacer
agravio y ser justo; de la misma manera que el que ha caído enfermo, aunque
quiera, no puede estar sano, aunque sea verdad que de su voluntad haya caído
enfermo viviendo disolutamente y no dejándose regir por el consejo de los
médicos. Porque al principio estuvo en su mano el no enfermar, mas después que
fue negligente en conservar su salud, ya no está en su mano; como el que arroja
la piedra, ya no está, en su mano de detenerla; pero en su mano estuvo el
echarla y arrojarla. Porque el principio dello en él estuvo. De la misma manera
acontece al injusto y al disoluto: que al principio estuvo en su mano no ser
tales, y por esto voluntariamente lo son tales; pero después que ya lo son, no
está así en su mano dejarlo de ser. Ni solamente los vicios del alma son libres
y voluntarios, mas aun, en algunos, los del cuerpo, a quien solemos reprender.
Porque los que de su naturaleza son feos, ninguno los reprende, sino los que lo
son por flojedad y descuido. Y lo mismo es en la flaqueza, debilitación de
miembros y ceguedad. Porque del que naturalmente es ciego, o por enfermedad, o
por algún golpe de desgracia, ninguno hay que se burle: antes se duelen de su
infortunio todos. Mas al que por beber mucho, o por otra alguna disolución,
viniese a cegar, todos, con muy justa razón, lo reprenderían. De manera que de
las faltas o vicios, aquéllos son dignos de reprensión, que, acaecen por nuestra
propria culpa; mas los que no suceden por culpa nuestra, no merecen ser
reprendidos. Lo cual, si así es, también en las demás cosas los vicios que
merecen reprensión estarán en nuestra mano. Y si alguno hobiere que diga que
todos apetecen aquello que les parece ser bueno, y que ninguno es señor de su
aparencia o imaginación, sino que a cada uno le parece tal el fin cual cada uno
es, decirle hemos que pues cada uno es a sí mismo causa de sus hábitos en
alguna manera, también en alguna manera será él mismo causa de su aparencia. Y
si ninguno es a sí mismo causa de obrar mal, sino que lo hace por no entender
el fin, pretendiendo que con estas cosas podrá alcanzar el sumo bien, y que el
deseo del fin no es cosa fácil de quitar, sino que lo ha de tener como vista,
con que juzgue bien y escoja el bien que en realidad de verdad lo sea, y que
aquél es de su natural bien inclinado, que de su natural alcanzó esto
perfectamente y cual conviene (porque aquello que es lo mejor y lo más perfeto,
y que de otrie no se puede recebir ni menos aprender, halo de tener cada uno
tal cual le cupo por su suerte), y que el alcanzar esto bien y perfetamente es
la perfeta y verdaderamente buena inclinación: si alguno, en fin, hay que diga
que todo esto es así, querría me dijese por qué más razón la virtud ha de ser
voluntaria que no el vicio. Porque lo uno y lo otro tiene el fin de la misma
manera, naturalmente, o de cualquier otra manera, puesto lo uno en lo bueno y
el otro en lo malo; y todo lo demás que hacen, a este fin lo encaminan, de
cualquiera manera que lo hagan. Ora pues el fin naturalmente no se les
represente a cada uno tal, sino que sea algo que el en sí mismo tenga, ora sea
el fin natural, y por hacer voluntariamente lo que al fin pertenece sea uno
virtuoso, siempre la virtud será voluntaria, y por la misma razón lo será el
vicio. Porque de la misma manera cuadra al malo tener facultad por sí mismo
para las obras, que para conseguir su fin. Y pues si las virtudes, como se
dice, son voluntarias (pues nosotros mismos somos, en alguna manera, causa de
nuestros hábitos, y por ser tales nos proponemos tal fin), también serán los
vicios voluntarios. Porque todo es de una misma manera. Habemos, pues, tratado
hasta agora así, en general, de las virtudes, y propuesto su género casi como
por ejemplos, diciendo que eran medianías y que eran hábitos, y de dónde
procedían, y cómo se empleaban en los mismos ejercicios de donde procedían, y
por sí mismas, y cómo consistían en nuestro libre albedrío, y cómo eran
voluntarias, y cómo habían de ser tales cuales la recta y buena razón
determinase. Aunque no son de la misma manera voluntarias las obras que los
hábitos, porque de las obras, dende el principio hasta el fin, somos señores,
entendiendo las cosas en particular y por menudo; mas de los hábitos no, sino
al principio. Aunque el acrecentamiento de las particulares cosas no se echa de
ver sensiblemente, de la misma manera que en las enfermedades. Mas porque
estuvo en nuestra mano hacerlas desta manera o de la otra, por eso se dicen ser
voluntarias. Tornándolas, pues, a tomar de propósito, tratemos en particular de
cada una, qué cosa es, y qué tal y de qué manera, y juntamente se entenderán
cuántas son. Y sea la primera de que tratemos la valerosidad o fortaleza.
Todo lo que hasta agora Aristóteles de las
virtudes ha tratado y propuesto, ha sido en común, como él mismo, en el epílogo
que al fin del precedente capítulo ha hecho, lo ha mostrado. Pero porque las
cosas así en común dichas y tratadas no dan entera certidumbre, si mas en
particular no se declaran, agora en todo lo que resta de las Éticas o Morales,
trata de cada virtud en particular lo que conviene entender della. Y
primeramente echa mano de la más generosa y más importante de las virtudes, que
es de la fortaleza de ánimo; llámole las más generosa, porque todos los que en
el mundo son de veras generosos han comenzado por aquí, haciendo grandes
hazañas en cosas de la guerra por la honra y libertad de su patria; de lo cual
muchas naciones, pero señaladamente la española nación, puede dar ejemplos muy
ilustres. Pues habiendo venido casi al cabo, como un enfermo ya de los médicos
desconfiado, con el divino favor y sin ayuda de extranjeras naciones, no sólo
tornó a cobrar su perdida tierra, pero ha extendido su poder hasta las más
remotas partes del Oriente y del Poniente, descubriendo nuevas tierras y
naciones, de que quedaran atónitos todos los pasados si hoy día fueran vivos.
Declara, pues, cuál es la verdadera fortaleza de ánimo, y cuál no es fortaleza,
sino atrevida necedad.
Capítulo VI
Que la fortaleza de ánimo, pues, sea una
medianía entre los temores y los atrevimientos, ya está dicho en lo pasado
(porque allí se mostró ya claramente). Tememos, pues, las cosas espantosas, las
cuales, hablando así generalmente y en común, son cosas malas. Por lo cual,
definiendo el temor, dicen desta manera: que es una aprensión del mal venidero.
De manera que todas las cosas malas nos ponen temor: como son la infamia, la
pobreza, la enfermedad, la falta de amigos, la muerte. Mas no en todas estas
cosas parece que se emplea el hombre valeroso. Porque algunas cosas hay que las
conviene temer, y el hacerlo así es honesto y el no hacerlo es afrenta, como la
infamia. La cual el que la teme es hombre bien inclinado y de vergüenza, y el
que no la teme es desvergonzado. Aunque a éste, algunos, como por metáfora, lo
llaman valiente, porque tiene algo en que parece al hombre valeroso, pues
también el hombre valeroso es ajeno de temor. Mas la pobreza ni la enfermedad
no son cosas tanto de temer ni, generalmente hablando, todas aquellas cosas
que, ni proceden de vicio, ni están en nuestra mano. Mas ni tampoco por no
temer estas cosas se puede decir un hombre valeroso, aunque también a éste, por
alguna manera de semejanza, lo llamamos valeroso. Porque bien hay algunos que
en las cosas de la guerra y sus peligros son cobardes, y con todo eso son
liberales y en cosa del gastar su dinero francos y animosos. Ni tampoco se
puede decir uno cobarde por temer no le hagan alguna injuria y fuerza en hijos
o en mujer, o que no le tengan envidia, y cosas desta manera. Ni menos será
valeroso el que habiéndole de azotar muestra grande ánimo. ¿En qué cosas
temerosas, pues, se muestra un hombre valeroso sino en las mayores?; pues
ninguno hay que más aguarde que él las cosas terribles. La cosa más terrible de
todas es la muerte, porque es el remate de todo, y parece que para el muerto no
hay ya más bien alguno ni más mal. Parece, pues, que ni aun en todo género de
muerte se muestra el hombre valeroso, como en el morir en la mar, o de enfermedad.
¿En cuál, pues?: en el más honroso, cual es el morir en la batalla, pues se
muere en el mayor y más honroso peligro. Lo cual se muestra claro por las
honras que a los tales les hacen las ciudades, y asimismo los reyes y monarcas.
De manera que, propriamente hablando, aquél se dirá hombre valeroso, que en la
honrosa muerte y en las cosas que a ella le son cercanas no se muestra
temeroso, cuales son las cosas de la guerra. Aunque, con todo eso, el hombre
valeroso, así en la mar como en las enfermedades, no mostrará cobardía. Aunque
como lo son los marineros. Porque los valerosos ya tienen la esperanza de su
salvación perdida y les pesa de morir de aquella manera, pero los marineros,
por la experiencia que de las cosa de la mar tienen, están con esperanza de
salvarse. A más desto, donde hay esperanza de valerse de sus fuerzas o donde es
honrosa la muerte, anímanse más las gentes; de las cuales dos cosas, ni la una
ni la otra se halla en el morir de tales géneros de muerte.
En este, capítulo parece haber negado este
filósofo la inmortalidad del alma, pues dice que no hay bien ni mal después de
la muerte, y así ha de ser corregido con la regla de la verdad cristiana.
En el séptimo capítulo declara las diferencias
que hay entre los hechos del hombre valeroso y los del cobarde, y los del
atrevido. Y muestra cómo el valeroso ha de encaminar siempre sus hechos a fin
honesto, y que las cosas peligrosas se aguardan por el fin. Del cual el que
falta o excede, ya pierde el nombre de valeroso, y cobra el de cobarde o
atrevido.
Capítulo VII
Pero no a todos son unas mismas cosas
temerosas y terribles, sino que decimos que hay cosas que exceden a las humanas
fuerzas, las cuales las teme cualquier hombre de juicio. Mas las cosas que al
hombre tocan, difieren en la cantidad y en el ser más o menos. Y de la misma
manera las cosas de osadía. El hombre, pues, valeroso en cuanto hombre, no se
espanta, pero teme las tales cosas como conviene y como le dicta la razón, y
esto por causa de lo bueno, porque éste es el fin de la virtud. Y estas cosas
puede acontecer que se teman más y menos, y también que, lo que no es de temer,
se tema como si fuese cosa de temer. En las cuales cosas acontece errar unas
veces porque se teme lo que no conviene, otras porque no como conviene, y otras
porque no cuando conviene, y otras cosas desta manera. Y de la misma manera
habemos de juzgar de cosas de osadía. Aquel, pues, que aguarda y que teme lo
que conviene, y por lo que conviene, y como conviene, y de la misma manera osa
cuando conviene, aquel tal se dice hombre valeroso. Porque el valeroso sufre y
obra conforme a su honra, y conforme a lo que la buena razón le dicta y
aconseja; y el fin de toda obra es alcanzar el hábito; y la valerosidad y
fortaleza de ánimo del hombre valeroso es el bien, y por la misma razón el fin;
porque cada cosa se define por el fin; y el valeroso, por causa del bien, sufre
y hace lo que toca a su valor. Pero de los que exceden, el que excede en no
temer no tiene nombre (y ya habemos dicho en lo pasado, que muchas cosas hay
que no tienen proprio vocablo), mas puédese decir hombre loco y sin sentido, y
tonto, el que ninguna cosa teme: ni el terremoto, ni las crecidas de las aguas,
como dicen que lo hacen los franceses. Mas el que en las cosas de temer excede
en el osar, dícese atrevido o arriscado. Parece, pues, el arriscado hombre
fanfarrón, y que quiere mostrarse valeroso; porque de la misma manera que el
valeroso se ha en las cosas de temer, desta misma quiere mostrarse el atrevido;
de manera que lo imita en lo que puede. Y así hay muchos dellos juntamente
arriscados y cobardes. Porque en semejantes cosas son atrevidos, y las cosas
temerosas no las osan aguardar. Y el que en el temer excede llámase cobarde,
porque le es anexo el temer lo que no conviene, y como no conviene, y todas las
demás cosas deste género. Falta, pues, el cobarde en el osar, pero más se
muestra exceder en las cosas de molestia. Es, pues, el cobarde un desesperado,
porque todas las cosas teme; en lo cual es al revés el valeroso, porque el
osar, de buena esperanza procede. De manera que así el cobarde como el
atrevido, y también el valeroso, todos se emplean en unas mismas cosas; pero
hanse en ellas de diferente manera, porque aquéllos o exceden o faltan; pero el
valeroso trátase con medianía y como conviene. Y los atrevidos son
demasiadamente anticipados, y que antes del peligro ya muestran querer estar en
él, y cuando están en él retíranse. Mas los valerosos en el hacer son fuertes,
y antes dél moderados y quietos. Es, pues, la valerosidad o fortaleza (como
está dicho) una medianía en las cosas de osadía, y de temor en las cosas que
están dichas, las cuales escoge y sufre por ser cosa honesta el hacerlo y
afrentosa el dejarlo de hacer. Pero el matarse uno a sí mismo, por salir de
necesidad y pobreza, o por amores, o por otra cualquier cosa triste, no es
hecho de hombre valeroso, sino antes de cobarde. Porque es gran flaqueza de
ánimo el huir las cosas de trabajo y muerte, no por ser cosa honrosa el morir,
sino por huir del mal. Es pues, la fortaleza de ánimo tal cual aquí la habemos
dibujado.
Cosa es averiguada lo que Aristóteles dice en
el principio de las Reprensiones de los sofistas, que unas cosas hay
que de suyo son tales, y otras que, no siéndolo, quieren parecer ser tales.
Como la mujer que de suyo no es hermosa, y con afeites quiere parecerlo. Y como
el alatón, que no siendo oro, parece serlo, y como algunos hombres, que siendo
bofos y de mal hábito de cuerpo, parece que están gordos. Y no sólo es esto
verdad en las cosas exteriores, pero aun en las del ánimo; porque la malicia y
astucia quiere imitar a la prudencia, y la crueldad a la justicia y otras cosas
desta manera. Enseña, pues, Aristóteles en este octavo capítulo cómo
discerniremos la verdadera fortaleza de ánimo de la que, no siendo, quiere parecerlo,
y muestra no haberse de decir fuerte el que por temor es fuerte; como los que
en la guerra temen de desamparar la orden militar por el castigo, o los que lo
son por vergüenza, o los que con saña o cólera hacen cosas peligrosas. Todos
éstos y los que desta manera fueren, no son fuerte, ni valerosos, porque no
obran por elección ni lo hacen por fin honesto.
Capítulo VIII
Hay también cinco maneras de obras que se
dicen tener nombre de fortaleza. La primera de las cuales es la fortaleza o
valerosidad civil, la cual las parece más que otra ninguna a la verdadera
fortaleza. Porque los ciudadanos parece que aguardan los peligros por las penas
estatuidas por las leyes, y por las afrentas y honras. Por lo cual aquella
nación se señala sobre todas las otras en fortaleza, donde los cobardes en
ningún precio ni honra son tenidos, y los valerosos son muy estimados. Tales
nos los pinta Homero en su poesía, como a Diómedes y a Héctor. Porque dice
Héctor así:
|
Porque haciendo eso, el mismo Polidamas
|
|
Verná por me afrentar luego el primero.
|
Y Diómedes, en el mismo Homero, desta manera:
|
Héctor, que es el mejor de los Troyanos,
|
|
Dirá, si eso yo hago, que a las naves
|
|
Huigo por escaparme de sus manos.
|
Es, pues, esta manera de fortaleza en esto muy
semejante a la primera de que se ha tratado: en que procede de virtud; pues
procede de vergüenza y de apetito o deseo de la honra, que es uno de los
bienes, y del aborrecimiento de la afrenta, que es cosa vergonzosa. Contaría
también entre éstos alguno a los que son forzados por los capitanes a ser
fuertes. Mas éstos tanto peores son que aquéllos, cuanto no lo hacen de
vergüenza, sino de temor, y quiriendo evitar, no la afrenta, sino el daño.
Porque los fuerzan a hacerlo los que tienen el gobierno, como en Homero,
Héctor:
|
Al que ir de la batalla huyendo viere,
|
|
Mostrando al enemigo cobardía,
|
|
A los buitres y perros, si lo hiciere,
|
|
Daré a comer sus carnes este día.
|
Lo mismo hacen los que tienen el gobierno o
oficio militar, hiriéndoles si se apartan de la orden; y los que delante de
alguna cava, o algunos otros lugares semejantes, ordenan algún escuadrón;
porque todos hacen, en fin, fuerza. Y el que ha de ser valeroso, no lo ha de
ser por fuerza, sino porque el serlo es ilustre cosa. Pero parece que la
experiencia de las particulares cosas es una manera de fortaleza. Por lo cual
tuvo Sócrates por opinión que la fortaleza consistía en sciencia. Porque en
otras cosas otros son tales, y en las cosas de la guerra los soldados, pues hay
muchas cosas que comúnmente tocan a la guerra, en las cuales éstos más
particularmente están ejercitados; y porque los otros no entienden qué tales
son, por esto ellos parecen valerosos. A mas desto, por la destreza que ya
tienen, pueden mejor acometer y defenderse, y guardarse, y herir; como saben
mejor servirse de las armas, y las tienen más aventajadas para acometer y para
defenderse. Pelean, pues, con los otros como armados con desarmados, y como
esgrimidores con gente que no sabe de esgrima; pues en semejantes contiendas no
los más valerosos son más aptos para pelear, sino los más ejercitados y los más
sueltos de cuerpo. Hácense, pues, cobardes los soldados cuando el peligro es
excesivo y se veen ser inferiores en número y en bagaje, y ellos son los primeros
al huir. Mas la gente de la tierra muestra rostro y muere allí, como le acaeció
a Hermeo en el pueblo Corone a de Beocia. Porque la gente de la tierra,
teniéndolo por afrenta el huir, quieren más morir que con tal vergüenza
salvarse. Pero los soldados, al principio, cuando pretenden que son más
poderosos, acometen; mas después, entendiendo lo que pasa, huyen, temiendo más
la muerte que la vergüenza. Mas el hombre valeroso no es desta manera. Otros
hay que la cólera la atribuyen a la fortaleza, porque los airados y coléricos
parece que son valientes, como las fieras, que se arremeten contra los que las
han herido, y esto porque los hombres valerosos también son, en alguna manera,
coléricos. Porque la cólera es una cosa arriscada para los peligros. Por lo cual
dice Homero:
|
Dio riendas a la cólera y esfuerzo
|
|
Y despertó la ira adormecida.
|
Y en otra parte:
|
La furia reventó por las narices,
|
|
La sangre se encendió con saña ardiente.
|
Porque todo esto parece que quiere dar a
entender el ímpetu y movimiento de la cólera. Los valerosos, pues, hacen las
cosas por causa de lo honesto, y en el hacerlas acompáñales la cólera; pero las
fieras hácenlo por el dolor, pues lo hacen o porque las han herido, o porque
temen no las hieran. Pues vemos que estando en los bosques y espesuras no salen
afuera. No son, pues, valerosas porque salgan al peligro movidas del dolor y de
la cólera, ni advertiendo el peligro en que se ponen. Porque desa manera
también serían los asnos, cuando están hambrientos, valerosos, pues no los
pueden echar del pasto por muchos palos que les den. Y aun los adúlteros, por
satisfacer a su mal deseo, se arriscan a hacer muchas cosas peligrosas. No son,
pues, cosas valerosas las que por dolor o cólera se mueven al peligro. Mas
aquella fortaleza que, juntamente con la cólera, hace elección, y considera el
fin porque lo hace, aquélla parece ser la más natural de todas. Y los hombres,
cuando están airados, sienten pena, y cuando se vengan, quedan muy contentos.
Lo cual, los que lo hacen, hanse de llamar bregueros o cuistioneros, mas no
cierto valerosos: porque no obran por causa de lo honesto, ni como les dicta la
razón, sino como les incita la pasión. Casi lo mismo tienen los que por alguna
esperanza son valientes; mas no por tener buena esperanza son los hombres
valerosos. Porque los tales, por estar vezados a vencer a muchos y muchas
veces, son osados en los peligros. Mas en esto parecen semejantes los unos y
los otros a los valerosos, que los unos y los otros son osados. Pero los valerosos
sonlo por las razones que están dichas; mas los otros, por presumir que son más
poderosos, y que no les verná de allí mal ninguno, ni trabajo. Lo cual también
acaece a los borrachos. Porque también éstos son gente confiada. Mas cuando el
negocio no les sale como confiaban, luego huyen. Mas el oficio proprio del
hombre valeroso era aguardar las cosas que al hombre le son y parecen
espantosas, por ser el hacerlo cosa honesta, y vergonzosa el dejarlo de hacer.
Por lo cual más valeroso hecho parece mostrarse uno animoso y quieto en los
peligros que repentinamente se ofrecen, que no en los que ya estaban entendidos
porque tanto más aquello procede de hábito, cuanto menos en ellos estaba
apercebido. Porque las cosas manifiestas puede escogerlas uno por la consideración
y uso de razón; mas las repentinas por el hábito. Los ignorantes también
parecen valientes, y parecen mucho a los confiados, aunque en esto son peores,
que no tienen ningún punto de honra, como los otros. Y así, los confiados,
aguardan por algún espacio de tiempo; pero los que se han engañado, si saben o
sospechan ser otra cosa, luego huyen. Como les aconteció a los argivos cuando
dieron en manos de los lacedemonios creyendo ser los sicionios. Dicho, pues,
habemos cuáles son los verdaderamente valerosos, y cuáles, no siéndolo, quieren
parecerlo.
En el capítulo nono hace comparación entre el
osar y el temer, y muestra ser más propria materia suya 1as cosas de temor, que
las de osadía.
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Capítulo IX
Consiste, pues, la fortaleza en osadías y
temores pero no en ambas cosas de una misma manera, sino que, principalmente en
las cosas de temer. Porque el que en estas cosas no se altera, sino que muestra
el rostro que conviene, más valeroso es que no el que lo hace en las cosas de
osadía. Porque por aguardar las cosas tristes, como está dicho, se dicen ser
los hombres valerosos. Y por esto la fortaleza es cosa penosa, y con mucha
razón es alabada. Porque más dificultosa cosa es esperar las cosas tristes, que
abstenerse de las aplacibles. Pero con todo esto, el fin de la fortaleza parece
dulce, sino que lo escurecen las cosas que le estan a la redonda, como les
acontece a los que se combaten en las fiestas; porque a los combatientes el fin
porque se combaten dulce les parece, que es la corona y premios que les dan;
pero el recebir los golpes, dolorosa y triste cosa les es, pues son de carne, a
la cual le son pesados todos los trabajos. Y porque los trabajos son muchos y
el premio por que se toman poco, parece que no contienen en sí ninguna
suavidad. Y si lo mismo es en lo que toca a la virtud de la fortaleza, la
muerte y las heridas cosa triste le serán, y contra su voluntad las recebirá;
pero aguárdalas por ser cosa honesta el esperarlas, o porque el no hacerlo es
cosa vergonzosa. Y cuanto más adornado estuviere de virtudes y más dichoso
fuere, tanto más se entristecerá por la muerte. Porque éste tal vez era más
digno de vivir, y éste sabe bien de cuán grandes bienes se aparta por la muerte.
Esto, pues, es cosa triste; mas con todo eso no es menos valeroso; antes, por
ventura, mas, pues en la guerra precia más lo honesto que no a ellos. Ni aun en
ningún otro género de virtudes se alcanza el obrarlas con gusto y contento,
hasta que se alcanza el fin en ellas. Pero bien puede ser que los que son tales
no sean los mejores soldados de todos, sino otros que no son tan valerosos, y
que otro bien ninguno no tengan sino éste. Porque estos tales son gente
arriscada para todo peligro, y por bien pequeño provecho ponen sus vidas en
peligro. Hasta aquí, pues, habemos tratado de la fortaleza, cuya propriedad
fácilmente se puede entender como por ejemplo, por lo que está dicho.
No poca falta le hizo al filósofo, para el
tratar bien esta materia de la fortaleza, el no entender las cosas del siglo
venidero, y de la inmortal vida, que por la luz de la fe los cristianos tenemos
entendida. Porque si esto él entendiera, no dijera un tan grave error como
arriba dijo: que después de la muerte no había bien ni mal alguno, ni ahora lo
acrecentara diciendo que el hombre valeroso muere triste, entendiendo los
bienes que deja; porque no los deja, antes los cobra por la muerte muy mayores;
y así vemos que aquellos valerosos mártires iban a la muerte, no tristes, como
este filósofo dice, sino como quien va a bodas, certificados por la fe de los
bienes que por medio de aquella fortaleza de ánimo habían de alcanzar. Y así
parece que en esto de la inmortalidad del alma y del premio de los buenos y
castigo de los malos, este filósofo anduvo vacilando como hombre, y nunca dijo
abiertamente su parecer. Más a la clara habló en esto su maestro Platón, y más
conforme a la verdad cristiana, que en los libros de República confesó
infierno y purgatorio, y cielo y premios eternos, aunque no tan claramente como
nuestra religión cristiana nos lo enseña con doctrina celestial. Esto he
querido añadir aquí, porque cuando el cristiano lector topare con cosas
semejantes, lo atribuya a que no tenían aquéllos luz de Evangelios, y que su
dotrina era, en fin, de hombres, y dé gracias al Señor, que esta cristiana
filosofía así le quiso revelar: que entienda más desto un simple cristiano
catequizado o instruido en la fe, que todos juntos los filósofos del mundo.
Capítulo X
De la
templanza y disolución
Declarada ya la materia de la fortaleza o
valerosidad de ánimo, viene a tratar del segundo género de virtud, que es de la
templanza, la cual es una manera de virtud muy importante para la quietud del
mundo, pues los más de los males acaecen por falta della, apeteciendo muchos un
contento y no pudiéndolo gozar todos, y moviendo, sobre quién lo gozará,
grandes alborotos. Demuestra no consistir la templanza en todo género de
contentamientos, sino en los corporales y que por el sentido se perciben.
Después de haber tratado de la fortaleza, vengamos a tratar de la templanza;
porque entendido está ser estas virtudes de aquellas partes que no usan de
razón. Ya, pues, dijimos arriba que la templanza es medianía entre los
placeres; porque menos, y no de la misma manera, consiste en las cosas de
tristeza. En los mismos placeres parece que consiste también la disolución.
Pero en cuáles placeres consistan, agora lo determinaremos. Dividamos, pues,
los placeres desta manera, que digamos que unos dellos son espirituales y otros
corporales, como el deseo de honra, o doctrina, porque cada uno déstos se
huelga con aquello a que es aficionado, sin recebir dello el cuerpo ninguna
alteración ni sentimiento, sino el entendimiento solamente. Los que en
semejantes placeres se emplean, ni se dicen templados, ni tampoco disolutos, y
lo mismo es en los demás pasatiempos y placeres que no son sensuales. Porque a
los que son amigos de fábulas y de contar cuentos, y que de lo primero que a
las manos les viene parlan todo el día, solémosles llamar vanos y parleros, mas
no cierto disolutos. Ni tampoco a los que por causa de algunos intereses o
amigos se entristecen. De manera que la templanza consiste en los placeres
corporales, mas no en todos ellos. Porque los que, se huelgan con las cosas de
la vista, como con los colores y figuras, y con la pintura, ni se dicen
templados, ni tampoco disolutos, aunque parezca que se huelgan con ellos como
conviene, o más o menos de lo que conviene. Y lo mismo acontece en las cosas
del oído: porque a los que demasiadamente se huelgan con cantares o con
representaciones, ninguno los llama disolutos, ni tampoco templados a los que
se tratan en ello como deben; ni menos en lo que toca a los olores, sino
accidentariamente; porque a los que se deleitan con los olores de las manzanas
o de las rosas, o de los sahumerios, no los llamamos disolutos, sino a los que
son amigos de almizcles y de olores de viandas. Porque 1os disolutos huélganse
con olores semejantes, porque les traen a la memoria lo que ellos codician.
Otros hay que, cuando tienen hambre, se agradan mucho de los olores de las
buenas viandas, lo cual es proprio de hombres disolutos en comer; porque de
ellos es proprio desear cosas semejantes; lo cual no vemos que acaezca en los
demás animales, que con estos sentidos se deleiten, si no es accidentariamente.
Porque ni aun los perros no se deleitan con oler las liebres, sino con
comerlas, aunque el olor les dio el sentimiento dellas; ni menos el león se
deleita con el bramido del buey, sino con comerlo. Pero dónde está sintiolo por
el bramido, y por eso parece que se deleita con la voz. Y lo mismo es cuando
vee un ciervo algún corzo: que no se deleita de verlos, sino de que terná con
qué matar su hambre. Consiste, pues, la templanza, y asimismo la disolución, en
aquellos deleites de que son también participantes los otros animales. Por lo
cual parecen cosas serviles y bestiales; éstas son el tacto y también el gusto,
aunque parece que del gusto poco o ninguna cosa se sirven. Porque el juzgar del
gusto es proprio de los labrios, como lo vemos en los que gustan los vinos o
guisan las viandas; de lo cual poco o no nada se huelgan los disolutos, si no
han de gozar dello; lo cual consiste todo en el tacto, así en las viandas como
en las bebidas, y también en lo que toca a los deleites de la carne. Por lo
cual dice de un gran comedor, llamado Filoxeno Frigio, que deseaba tener el
cuello más largo que una grulla, dando a entender que se deleitaba mucho con el
tacto, el cual es el más universal de todos los sentidos y en quien consiste la
disolución. Y así, con razón, parece ser de los sentidos el más digno de ser
vituperado, pues lo tenemos, no en cuanto somos hombres, sino en cuanto somos
animales. De manera que holgarse mucho con cosas semejantes y quererlas mucho, es
cosa bestial. Porque los más ahidalgados deleites del tacto, como son los que
consisten en los ejercicios de la lucha y en los baños, no entran en esta,
cuenta. Porque el deleite y tacto del disoluto no consiste en todo, el cuerpo,
sino en ciertas partes dél.
Capítulo XI
De la
diferencia de los deseos
En el capítulo onceno va distinguiendo los
deleites, y mostrando cómo dellos hay que consisten en cosas naturales, y
dellos en cosas vanas, y dellos en cosas necesarias para el vivir, y dellos en
cosas que los hombres se han buscado sin forzarles necesidad ninguna. Y muestra
pecarse más en lo vano que no en lo necesario.
Mas entre los deseos, unos parece que hay
comunes, y otros proprios y casi como sobrepuestos. Como el deseo del
mantenimiento, que es natural, porque cada uno lo desea cuando dél tiene
necesidad, ora sea seco, ora húmedo, y aun algunas veces el uno y el otro, y
aun la cama (dice Homero) la apetece el gentil mozo y de floridos años. Pero
tales o tales mantenimientos, ni todos los desean, ni los mismos. Por lo cual
parece que depende de nuestra voluntad, aunque la naturaleza tiene también
alguna parte en ello. Porque unas cosas son aplacibles a unos y otras a otros,
y algunas cosas particulares agradan más a unos, que las que a otros agradan comúnmente.
En los deseos, pues, naturales, pocos son los que pecan, y por la mayor parte
en una cosa, que es en la demasía. Porque el comer uno todo cuanto le pongan
delante, y beber hasta reventar, es exceder la tasa que la naturaleza puso,
pues el natural apetito es henchir lo que hay necesidad. Y así, éstos se llaman
comúnmente hinchevientres, como gentes que los cargan más de lo que sería
menester. Esta es una condición de hombres serviles y de poca calidad. Pero en
los particulares deleites muchos pecan, y de muy diversas maneras. Porque de
los que a cosas particulares se dicen ser aficionados, pecan los que se
deleitan en lo que no deben, o más de lo que deben, o como la vulgar gente se
deleita, o no como debrían, o no con lo que debrían; pero los disolutos en toda
cosa exceden, pues se deleitan con algunas cosas con que no debrían, pues son
cosas de aborrecer. Y aunque se permita deleitarse con algunas dellas,
deléitanse más de lo que debrían, y como se deleitaría la gente vulgar y de
poca estofa. Bien entendido, pues, esta, que la disolución es exceso en las
cosas del deleite, y cosa digna de reprensión. Mas en lo que toca a las cosas
de molestia, no es como en lo de la fortaleza; porque no se dice uno templado
por sufrirlas, ni disoluto por no hacerlo, sino que se dice uno disoluto por
entristecerse más de lo que debría por no alcanzar lo que apetece, la cual
tristeza el mismo deleite se la causa; y templado se dice por no entristecerse
por carecer y abstenerse del deleite. El disoluto, pues, todas las cosas
deleitosas apetece, o, a lo menos, las que mas deleitosas son; y de tal manera
es esclavo de sus proprios deseos, que precia y escoge aquéllos más que todo el
resto de las otras cosas; y por esto, como las desea, entristécese si no las
alcanza, porque el deseo siempre anda en compañía de la tristeza. Aunque parece
cosa ajena de razón entristecerse por el deleite. Pero faltos en el deleite y
que se alegren con él menos de lo que conviene, no se hallan ansí, porque no
consiente la naturaleza humana una tan grande tontedad, pues vemos que aun los
demás animales disciernen los mantenimientos, y de unos se agradan y otros
aborrecen; y pues si alguno hay que ninguna cosa le sea deleitosa, ni de unas
cosas a otras haga diferencia, parece que este tal está lejos de ser hombre. De
manera, que este tal no tiene nombre, porque tal cosa no se halla. Pero el
templado, en esta cosas trátase con medianía, porque ni se deleita con las
cosas con que se deleita mucho el disoluto, antes abomina dellas, ni en alguna
manera se huelga con lo que no debe, ni con ninguna cosa demasiadamente; ni por
carecer dello se entristece, ni desea sino moderadamente, ni se deleita con
ninguna cosa más de lo que debe, ni cuando no debe, ni, generalmente hablando,
con ninguna cosa déstas. Antes apetece las cosas que importan para la salud y
para conservar el buen hábito del cuerpo, si son cosas deleitosas, y esto
moderadamente y como debe, y las demás cosas aplacibles, que no sean
perjudiciales a éstas, ni menos estraguen la honestidad ni la hacienda. Porque
el que disoluto es, más quiere sus deleites que toda la honra; mas el templado
no es desta manera, sino como la buena razón le enseña que ha de ser.
Capítulo XII
Cómo la
disolución es cosa más voluntaria que la cobardía
En este último capítulo compara dos vicios de
las dos virtudes, de que hasta agora ha tratado, el uno por exceso, que es la
disolución, y el otro por defecto, que es la cobardía, de los cuales dos vicios
la disolución es exceso de la temperancia, y la cobardía defecto de la
fortaleza. Prueba, pues, la disolución tanto ser más digna de reprensión que no
la cobardía, cuanto es más voluntaria y más puesta en nuestra libertad de
albedrío. Porque la cobardía parece nacer de una escaseza o poquedad de ánimo,
y la disolución de la misma voluntad.
La disolución, cosa más voluntaria parece que
no la cobardía: pues ésta nace del deleite, y aquélla de la tristeza, de las
cuales dos cosas el deleite es cosa de amar, y la tristeza de aborrecer. Y la
tristeza disipa y destruye la naturaleza del que la tiene, mas el deleite
ninguna cosa de esas hace, antes procede más de nuestra elección, y por esto es
digno de mayor reprensión; pues en semejantes cosas es más fácil cosa
acostumbrarnos. Porque muchas cosas hay en la vida desta condición, en las
cuales el acostumbrarse es cosa que está lejos de peligro, lo cual en las cosas
de espanto es al revés. Aunque parece que la cobardía así en común tomada, no
es de la misma manera voluntaria, que si en las cosas particulares la
consideramos. Porque ella en sí carece de tristeza, mas las cosas particulares
dan tanta pena, que fuerzan muchas veces a arrojar las armas, y a hacer otras
cosas afrentosas, y por esto parece que son cosas violentas. Pero en el
disoluto es al revés: que las cosas particulares le son voluntarias, como a
hombre que desea y apetece; mas así en común no tanto, porque ninguno apetece
así en común ser disoluto. Y el nombre de la disolución atribuímoslo a los
hierros (esto es en griego conforme al nombre acolastos) de los niños,
porque se parece mucho lo uno destos a lo otro. Aunque para nuestra presente
disputa no hace al caso inquirir cuál tomó de cuál el nombre; pero cosa cierta
es que lo tomó lo postrero de lo primero, y no parece que se hace mal la
traslación de lo uno para lo otro. Porque todo lo que cosas torpes apetece y en
esto crece mucho, ha de ser castigado, cuales son el apetito y el niño más que
otra cosa alguna, porque también los niños viven conforme al apetito, y en
ellos se vee más el apetito del deleite. De manera que si no está obediente a
la parte que señorea y se subjeta a ella, crece sin término, porque es
insaciable el apetito del deleite; y el no bien discreto de dondequiera lo
apetece. Y el ejercitarse en satisfacer al apetito hace crecer las obras de su
mismo jaez, las cuales si vienen a cobrar fuerza y arraigarse, cierran la
puerta del todo a la razón. Por tanto, conviene que estos tales deleites sean
moderados y pocos, y que a la razón en ninguna manera sean contrarios. A lo que
desta manera es, llamámosle obediente y corregido. Porque así como el niño ha
de vivir conforme al mandamiento de su ayo, de la misma manera en el hombre la
parte apetitiva ha de regirse como le dicta la razón. Por lo cual, conviene que
en el varón templado la parte del apetito concuerde con la razón: porque la una
y la otra han de tener por blanco lo honesto, y el varón templado desea lo que
conviene y como conviene y cuando conviene, porque así lo manda también el uso
de razón. Esto, pues, es la suma de lo que habemos tratado de la virtud de la
templanza.