domingo, 10 de marzo de 2013

Ética a Nicómaco. Libro tercero


Ética a Nicómaco

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Libro tercero

De los morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco y por esto llamados nicomaquios

Por cuanto en el precedente libro se ha probado ser la virtud acto voluntario y consistir en la elección y aceptación de nuestra voluntad, para que mejor se entienda esto, trata en el tercero de los actos de nuestra voluntad cuáles se hayan de decir libres y cuáles forzados, y si lo que se hace por temor es voluntario, o no, y en qué consiste la potestad del libre albedrío. Tras desto comienza de tratar, en particular, de cada género de virtud, y echa mano primero de las más estimadas, que es de la fortaleza o valerosidad; y tras della trata de la templanza, con las cosas que a ambas virtudes son anexas. En el primer capítulo propone la utilidad desta disputa. Después divide los actos forzosos en dos especies: unos que se hacen por violencia y otros por ignorancia; y propone sus diferencias. Disputa asimismo si las cosas que por temor de algunos males se hacen son voluntarias o forzosas, y prueba la acción dellas ser voluntaria, pues el principio dellas es la aceptación de nuestra voluntad; aunque si libre estuviese no las escogería, y por esto concluye ser acciones mezcladas de elección y violencia, y no ser del todo violentas. Porque si lo fuesen, no ternían alabanza ni reprehensión.



Capítulo primero

Pues la virtud consiste en los afectos y en las obras, y las alabanzas y reprehensiones consisten asimismo en cosas voluntarias, y en las forzosas el perdón, y aun algunas veces duelo y compasión, por ventura que a los que tratan de cosa de virtud les es necesario definir cuáles cosas son forzosas y cuáles voluntarias. Esles asimismo útil a los legisladores para tasar las honras y castigos. Aquellas cosas, pues, parecen ser forzosas, que por violencia se hacen o por ignorancia. Violento es aquello cuyo principio procede de fuera, de tal suerte que no pone de suyo cosa alguna el que lo hace ni el que lo padece, como si el viento llevase algo a alguna parte, o los hombres que son señores dello. Mas las cosas que se hacen por temor de algunos males mayores, o por causa de algún bien, como si un tirano le mandase a uno que hiciese alguna cosa fea, teniéndole en rehenes sus padres y sus hijos, de tal suerte que si lo hace se librarán, y si no lo hace morirán, hay disputa si son cosas voluntarias o forzosas. En las cuales acontece lo mismo que en las tormentas y borrascas de la mar, cuando se alivian en ellas los navíos. Porque allí ninguno de su voluntad echa al hondo su hacienda, pero hácenlo todos los que buen seso tienen, por salvar su vida y las de los que van con ellos. Son, pues, los hechos semejantes mezclados, aunque más parecen voluntarios, porque cuando se hacen, consisten en nuestra mano y elección. Pero el fin de la obra consiste en la ocasión, y hase de decir así lo voluntario como lo forzoso cuando se hace. Y hacelo voluntariamente, pues las partes que son instrumento de aquel movimiento y su principio en las tales acciones, están en el mismo que lo hace, y cuando en el que lo hace está el principio del hacerlo, también está en mano del mismo el hacerlo o dejarlo de hacer. De manera que las tales obras son voluntarias. Aunque generalmente hablando, por ventura son forzosas, pues ninguno por sí mismo aceptaría el hacer ninguna cosa como aquellas. Aunque en hechos semejantes algunas veces son alabados los que alguna cosa torpe o triste sufren, por causa de algunos grandes bienes, y si lo contrario hacen son reprehendidos. Porque sufrir cosas muy feas, si no es por razón de algún grande o mediano bien, es, cierto, hecho de ruines. Pero en algunos hechos déstos no alabamos a los que los hacen, antes nos dolemos dellos, cuando por causa desto hace uno lo que no debría, y lo que a la natura humana excede, y lo que, en fin, ninguno sufriría. Porque cosas hay a que los hombres no han de ser forzados, antes han de morir sufriendo los más graves tormentos del mundo. Porque en aquel Almeon de Eurípides son dignas de risa las cosas que dice que le habían forzado, a matar a su madre. Es, cierto, algunas veces cosa dificultosa juzgar cuál se ha de escoger antes que cual, y cuál antes que cual habemos de sufrir, y más dificultoso el sufrirlo después que se entiende. Porque por la mayor parte acontece que lo que nos parece hacedero sea cosa triste y pesada, y a lo que nos fuerzan cosa fea y afrentosa. De do procede que los que se dejan o no se dejan vencer, son vituperados o alabados. ¿Qué cosas, pues, habemos de confesar ser violentas? ¿Generalmente no diremos que lo son aquellas cuya causa viene de fuera, y el que las hace no pone nada de su casa? Pero las cosas que de suyo son forzosas y violentas, pero en comparación de otras son más de escoger, y cuyo principio está en mano de quien las hace, ¿no diremos que de suyo cierto son forzosas y que en respecto de otras son voluntarias? Aunque más parecen cierto voluntarias, porque los tales hechos consisten en cosas particulares, las cuales son voluntarias. No es, pues, fácil cosa determinar cuál cosa primero que cuál habemos de aceptar, porque en esto hay en las cosas particulares muy gran diversidad. Mas si alguno quiere decir que las cosas apacibles y buenas son forzosas, pues estando fuera del alma nos competen, estará obligado a confesar que por la misma razón todas las cosas son forzosas, porque todos los que algo hacen, lo hacen por alguno destos fines. Y los que por fuerza y contra su voluntad lo hacen, entristécense de aquello; mas los que obran lo malo, por razón de su dulzura, hácenlo con contentamiento. Es cosa, pues, de risa dar la culpa a las cosas de defuera, y no a sí mismo, de que así tan fácilmente se deje cazar de cosas semejantes de las cosas buenas por sí mismo y de las deshonestas por su suavidad. Aquello, pues, parece ser forzoso, cuyo principio y origen está defuera, no poniendo de suyo nada el que es forzado. Pero de las cosas que por ignorancia se hacen, no son todas voluntarias, mas aquellas en que el haberlas hecho da tristeza y causa arrepentimiento, son forzosas. Pero el que hace por ignorancia alguna cosa y de haberla hecho no se duele, no diremos que la hizo voluntariamente, pues no lo sabía, mas tampoco diremos que la hizo forzosamente, pues no le pesa dello. De manera que de lo que por ignorancia se hace, lo que causa arrepentimiento forzoso parece, mas el que no se arrepintió, pues es diferente déste, es no voluntario; porque, pues es diferente, mejor es que tenga su nombre proprio. Pero parece cosa diferente el hacer una cosa por ignorancia del hacerla ignorantemente. Porque el borracho o el colérico no parece que por ignorancia hacen lo que hacen, sino por alguna otra causa de las ya tratadas; pero tampoco lo hacen a sabiendas, sino ignorantemente. Cualquier malo, pues, ignora lo que hacer debe y de lo que le conviene guardarse, y por semejante error se hacen injustos y perversos. No se debe, pues, decir forzoso, si uno no entiende lo que le conviene, porque la ignorancia en la elección o aceptación no es causa de lo que es forzoso, sino de la perversidad y tacañería; ni tampoco la ignorancia universal (que también se vitupera), sino la que acontece en una cosa particular, en la cual y acerca de la cual se ha de emplear nuestro oficio. Porque en tales el que lo hace, más es digno de misericordia y de perdón, pues el que tal cosa ignora, la hace contra su voluntad y forzosamente. No es, pues, cosa por ventura la peor de todas tratar de todo esto, qué cosas son y qué, tan grandes, y quién, y qué, y acerca de qué, y en qué lo hace, y aun algunas veces con qué como con instrumento, y por qué, como por salvar la vida, y cómo, si despacio o con prisa y fervor. Todas, pues, estas cosas el que algún juicio tiene no las ignora, cuanto más el que las hace. Porque, ¿cómo ha de tener ignorancia de sí mismo? Pero puede acaecer que uno ignore lo que hace. Como los que oran suelen decir, o que se les escapó algo de la lengua, o que no sabían que aquello era cosa que se había de callar, como le aconteció a Esquilo en las ceremonias de Ceres, o que queriéndolo mostrar se le cayó o soltó, como el que suelta una ballesta. Alguno también habrá que a su proprio hijo lo tome por otro y piense que es su enemigo, como le acaeció a Merope; otro que le parezca que la lanza tiene la punta roma teniéndola aguda, o que la piedra es tosca; otro que hiriendo a uno, por curarle, lo mate; otro que quiriendo hacer de sí demostración, hiera, como acaece a los que luchan con las puntas de los dedos. Habiendo, pues, lugar de ignorancia en todas las cosas desta suerte en que haya obras, el que algo desto hizo no entendiéndolo, forzosamente parece haberlo hecho, y señaladamente en las más principales obras, cuales parecen ser aquellas en las cuales consiste la obra y el fin della. Pero aunque lo que por semejante ignorancia se haga, se diga ser forzoso conviene con todo eso que la obra le dé pena y se arrepienta de habella hecho. Si lo forzoso, pues, es lo que por violencia o ignorancia se hace, aquello se entenderá ser voluntario, cuyo principio y origen consiste en el mismo que lo hace, y que entiende particularmente las cosas, en que las tales obras consisten y se emplean. Porque no es por ventura bien decir que lo que por enojo o por codicia se hace, es forzoso y violento. Porque cuanto a lo primero, ninguno de los otros animales se puede decir, que obra de su voluntad, ni menos los mochachos, si no esto, ¿cómo diremos que obran? Pues ni tampoco se puede bien decir que lo que por codicia o por enojo hacemos, lo hacemos de nuestra voluntad. ¿Diremos, pues, que lo bueno hacemos de nuestro grado y voluntad, y lo malo por fuerza y contra voluntad? ¿O es hablar de gracia y sin fundamento decir esto, siendo una misma la causa? Cosa, pues, por ventura parece fuera de razón decir que las cosas que se han de desear son violentas y forzosas, y vemos que por algunas cosas conviene que nos enojemos, y que algunas cosas deseemos, como la salud y la doctrina. Asimismo parece que las cosas forzosas nos son tristes y pesadas, pero las que apetecemos sonnos suaves y aplacibles. Finalmente, ¿qué diferencia hay entre ser forzosas las cosas que se yerran por deliberación o las que se yerran por enojo, pues ambas a dos maneras de cosas son de aborrecer? Y pues las pasiones y afectos que son fuera de razón no menos parece que hayan de ser humanos que los otros, y las obras del hombre también proceden de enojo y de codicia, cosa, pues, es fuera, de razón decir que tales cosas sean violentas y forzosas.

Ya que en el primer capítulo ha declarado cuál obra se ha de llamar forzosa y cuál voluntaria, y ha mostrado cuál manera de ignorancia hace la obra forzosa y cuál viciosa, y asimismo ha probado que lo que se hace por turbación de ánimo, no se puede llamar verdaderamente forzoso, en el capítulo II, por cuanto la virtud, como ya está dicho, consiste en elección y libre aceptación de nuestra voluntad, trata de la elección, que es lo que vulgarmente llamamos libre albedrío, y prueba ser éste proprio del hombre, y que no es todo uno ser voluntario y proceder de libre albedrío. Ítem que no es todo uno voluntad y elección.



Capítulo II

Ya que habemos determinado cuál cosa se ha de decir voluntaria y cuál forzosa, síguese el tratar de la elección o aceptación, porque más proprio oficio parece que es de la virtud juzgar de las costumbres, que no de las obras. La elección, pues, cosa clara es que consiste en las cosas voluntarias, pero no es lo mismo que ellas; antes lo voluntario es cosa más general. Porque los niños y los demás animales participan de las acciones voluntarias, pero no de la elección. Y las cosas que repentinamente hacemos y sin deliberación, bien decimos que son voluntarias, mas no decimos que proceden de elección. Los que dicen que la elección es codicia, o que es enojo, o querer a cierta opinión, no me parece que lo aciertan. Porque la elección no es cosa común a los hombres y a los animales que carecen de razón, y eslo la codicia y el enojo, y el disoluto hace sus obras con codicia, mas no con elección, y el templado, al contrario, obra con elección, mas no cierto con codicia. Y la codicia es contraria a la elección, mas una codicia a otra no es contraria. A más desto la codicia consiste en lo suave y en lo triste, pero la elección ni en lo triste ni en lo suave. Pero .menos es la elección enojo, porque lo que con enojo se hace, en ninguna manera parece ser hecho por elección. Mas ni tampoco es querer, aunque le parece mucho. Porque la elección no consiste en cosas imposibles, y si se entendiese que une, las elige, nos parecería que está fuera de juicio. Pero la voluntad bien puede desear cosas imposibles, como si desease ser inmortal. Asimismo la voluntad bien se puede emplear en las cosas que el mismo hombre no las hace, como si yo quiero que algún representante gane la joya, o algún luchador; pero tales cosas ninguno las elige, sino las cosas que entiende él mismo haberlas de hacer. Finalmente, la voluntad enderézase al fin más particularmente, pero la elección consiste en las cosas que pertenecen para el fin. Como el tener salud querémoslo, más las cosas con que conservemos la salud, escogémoslas. También el vivir prósperamente querémoslo y lo decimos así que lo queremos, mas no cuadra bien decir que lo escogemos. En fin, generalmente hablando, la elección parece que consiste en las cosas que están en nuestra mano. Tampoco es opinión la elección, porque la opinión en todas las cosas parece que se halla, y no menos en las cosas perpetuas y en las imposibles, que en las que están en nuestra mano. Y la opinión divídese en verdadera y falsa, y no en buena y mala, mas la elección más se distingue con estotras diferencias. Ninguno, pues, creo dirá ni creerá ser todo uno opinión y elección. Mas ni tampoco es la elección particular especie de opinión. Porque por razón de elegir lo bueno o lo malo somos tales o tales, mas por creerlo no lo somos. También la lección consiste en escoger una cosa o huir della, o en cosa como ésta, mas la opinión en el entender qué cosa es, o a quién le cumple, o de qué manera. Mas en el tomar o dejar no consiste tanto nuestra opinión. Asimismo la elección es alabada por ser hecha en lo que más conviene, o por ser bien hecha, más la opinión por: ser verdadera. Por la misma razón escogemos aquellas cosas que sabemos ser mejores, pero pensamos ser así lo que de cierto no sabemos. Parece también que no son todos unos los que eligen las cosas mejores y los que las creen ser tales, sino que algunos hay que juzgan bien dellas, y por su vicio eligen lo que no les cumple. Ni importa disputar si la opinión precede a la elección o si se sigue, porque aquí no consideramos eso, sino si es lo mismo elección que opinión particular. ¿Qué diremos, pues, que es, o qué tal es, pues ninguna cosa de las ya tratadas es? Cosa voluntaria ya se vee que, es, pero no toda cosa voluntaria es eligible, sino aquella que está primero consultada. Porque la elección con razón se hace y con entendimiento, lo cual el nombre que en griego tiene nos lo significa, porque prohereton quiere decir: cosa que es a otra preferida.

Estas materias morales van unas de otras dependiendo. Porque de la felicidad dependió el inquirir la virtud. De ser la virtud hábito voluntario, dependió el inquerir qué cosas son voluntarias y qué forzosas. Del ser las cosas voluntarias, las que consisten en nuestra aceptación o elección, salió el tratar de la elección. Del decir que no toda cosa voluntaria tiene elección, sí no es primero consultada, nace agora el tratar de la consulta. Trata, pues, en este tercer capítulo Aristóteles de la consulta de nuestro entendimiento, y declara cuáles cosas vienen en consulta y cuáles hombres son aptos para consulta, y cómo la consulta es de cosas que pueden acaecer de varias maneras. Ítem que las consultas no son de los fines, sino de los medios, y cómo el verdadero consultar es inquirir primero el fin, y después buscar los medios para alcanzarlo; asimismo como sean de contraria manera la consulta y la ejecución; porque lo que en la consulta es lo primero, es en la ejecución lo postrero; y lo que allá lo postrero, en ésta lo primero, como se vee en el que edifica.



Capítulo III

Es de considerar si hay consulta en todas las cosas, y si se puede toda cosa consultar, o si hay algunas cosas que no admiten consulta. Aquello, pues, se ha de decir que cae en consulta, no lo que consulta un necio, ni lo que un furioso, sino lo que consultaría un hombre de juicio y entendimiento. Primeramente, pues, ninguno consulta de las cosas perpetuas, como digamos del mundo, o de cómo ternán proporción en un cuadrado el diámetro y el lado. Ni de las cosas que consisten en movimiento, y que siempre se hacen de una misma manera, ora por necesidad, ora por naturaleza, ora por otra cualquier causa como de los solsticios o términos del sol, o de sus salidas. Ni tampoco de las cosas que en diversas partes acaecen de diversas maneras, como de las sequedades o lluvias. Ni menos de las cosas que consisten en fortuna, como del hallarse un tesoro. Pero ni aun de todas las cosas humanas, como agora ningún lacedemonio consulta de qué manera los scitias gobernarían bien su república. Porque ninguna cosa déstas está a nuestra disposición ni gobierno. Consultamos, pues, o deliberamos de aquellas cosas que toca a nosotros el haberlas de hacer, porque éstas son las que restan por decir. Porque la naturaleza, y la necesidad, y la fortuna, y también el entendimiento, parecen tener ser de causas, y todo lo que tiene ser mediante el hombre, y cada cual de los hombres delibera de las cosas que a él toca el hacerlas y tratarlas. En las sciencias, pues, que son manifiestas, y que ellas para sí mismas son bastantes, no hay consulta; como en el escrebir de las letras (porque nunca disputarnos cómo se han de escrebir las letras), sino en aquellas que de nuestra deliberación dependen. Aunque no siempre destas cosas de una misma manera consultamos, como de las cosas de la medicina, o del arte de hacer moneda, y tanto más consultamos del arte de navegar que del arte de luchar, cuanto menos cierta es aquélla que ésta; y de las demás de la misma suerte. Y en las artes consultamos más que no en las sciencias; porque más dudamos en ellas que no en éstas, y el consultar acaece en las cosas que por la mayor parte son así, pero en alguna manera inciertas, y que, en fin, no hay en ellas cosa firme y cierta, y tomamos consejeros en las cosas graves, no confiando de nuestros proprios juicios como de no bastantes para entenderlo bien. Consultamos, pues, no de los fines, sino de las cosas que para ellos se requieren. Porque nunca el médico consulta si ha de sanar, ni el retórico si ha de persuadir, ni el gobernador de la república si ha de poner buenas leyes, ni, en fin, otro ninguno jamás consulta del fin, sino que, propuesto algún fin, consultan de qué manera y por qué medios lo alcanzarán. Y si parece que se puede alcanzar por muchos medios, deliberan por cuál medio más fácilmente y mejor se alcanzará, y si en un medio se resuelven, deliberan cómo se alcanzará por éste. Finalmente, aquella consulta, «¿por qué medio?» hasta tanto la. tratan, que lleguen a la primera causa, la cual en la invención era la postrera. Porque el que consulta, parece que inquiere y resuelve de la manera que está dicho, así como en la geometría una descripción. Pero parece que no toda cuestión es consulta, como las cuestiones matemáticas, mas toda consulta es cuestión, y lo que es lo último en la resolución, es lo primero en la ejecución. Y si en la consulta topan con alguna cosa imposible, no pasa adelante la consulta. Como si son menester dineros, y de ninguna parte se pueden haber. Mas si pareciere posible haberse, pónenlo por obra; llamo posible lo que podemos hacer nosotros, porque, lo que con favor de amigos hacemos, en cierta manera, nosotros mismos lo hacemos; pues el principio dello está en nuestra mano. Muchas veces consultamos de los instrumentos, y otras veces del uso dellos. Y de la misma manera en todo lo demás, unas veces se delibera por qué medio, otras de qué manera, y otras con cuyo favor. En todo lo cual, como habemos dicho, el hombre parece ser el principio de las obras, y la consulta es de lo que el hombre ha de hacer, y las obras siempre se hacen por otro fin. De manera que nunca el fin se pone en consulta, sino lo que conviene para alcanzar el fin. Tampoco se consultan las cosas particulares, como si esto es pan o si está cocido o hecho como debe. Porque estas cosas con el sentido se juzgan. Porque si siempre hubiésemos de estar consultando, sería nunca acabar; lo que se consulta, pues, y lo que se elige todo es una misma cosa; sino que lo que se elige ya es cosa determinada, porque lo que en la consulta se determina que se haga, aquello es lo que se escoge. Porque cuando uno reduce a si mismo el principio, y todo lo que precedió, para en él deliberar cómo lo ha de hacer, porque esto fue lo que escogió; véese esto claramente, por los antiguos gobiernos de república, que Homero imitó en sus poesías, en las cuales introduce a los reyes que dan razón al pueblo de las cosas en que se han determinado. Y, pues, lo que se elige es cosa que cae en consulta y deliberación, y que entre las cosas que a nuestro cargo y gobierno están, es digna de ser apetecida, la elección será un apetito consultado en las cosas que tocan a nosotros. Porque por haber desta manera juzgado en la consulta, sucede que apetecemos conforme a la consulta. Qué cosa es, pues, elección, y en qué cosas la hay, y cómo consiste en lo que pertenece para el fin, quede así sumariamente declarado.

Porque en lo pasado se ha dicho que la elección no es voluntad, pues ya está tratado de la elección, trata brevemente en el capítulo IV de la voluntad; llamamos voluntad en romance, no sólo la potencia del querer, que en griego se llama thelema, sino el mismo acto también del querer, que los griegos llaman bulesin, y en nuestra lengua, por no tener tanta diferencia de vocablos, lo uno y lo otro, llamamos de una misma manera. Declara, pues, cómo el querer o voluntad tira al fin, y cómo todo lo que queremos lo queremos por razón de ser bueno, o a lo menos, por parecernos a nosotros ser tal.



Capítulo IV

Que la voluntad o querer sea proprio del fin, ya está dicho arriba. Pero hay algunos que tienen por opinión, que la voluntad va enderezada siempre a lo que es bueno, y otros que no, sino a lo que ella le parece bueno. Y los que dicen que a lo bueno, han de confesar de necesidad que no es querido lo que quiere el que buena elección no ha hecho. Porque si querido fuese, sería bueno, y era, si acaso así acaesció, malo. Mas los que dicen que lo que se quiere es lo que se tiene por bueno, han de confesar, que las cosas no son naturalmente amadas, sino que cada uno ama lo que bien le parece, y a uno le parece bien una cosa y a otro otra; y aun acaece parecer bien a unos lo uno y a otros lo contrario. Mas, en fin, no basta esto, sino que habemos de decir que, en general y en realidad de verdad, aquello es de amar, que es de su naturaleza bueno, pero que cada uno ama lo que le parece bien, y que el bueno ama lo que es de veras bueno, y el malo lo que le da gusto. Como acaece también en los cuerpos, en los cuales a los que bien dispuestos están y salud tienen, les son sanas las cosas que son de suyo tales; mas a los enfermizos las contrarias. De la misma manera lo amargo y lo dulce, lo caliente y lo pesado, y todas las cosas desta misma manera. Porque el bueno de todas las cosas juzga bien, y la verdad que en cada cosa hay, él la conoce, y en todo género de hábito hay cosas buenas y también cosas aplacibles. Y en esto difiere el bueno muy mucho de los demás: en que en todas las cosas entiende la verdad, y es como una regla y medida dellas. Pero en el vulgo parece que el contento es causa del error, porque el contento o regalo, no siendo bien, lo parece ser. De suerte que eligen el contento o regalo como cosa buena, y huyen de la pesadumbre y fatiga como de cosa mala.

En el capítulo V demuestra Aristóteles en qué consiste la fuerza de la elección o libre albedrío, que es en tener facultad la voluntad de amar una cosa o su contraria, y seguir la una o la otra. Porque donde tal libertad no hay, no se dice haber libre albedrío. Como en el respirar no se dice tener libre albedrío, porque no está en nuestra mano el dejar de respirar. Pruébalo primero por razón, mostrando que no hay otra causa a quien atribuir estas obras sino la voluntad del hombre, y después por autoridad de los que hacen leyes, los cuales asignan premio para el bueno y castigo para el malo, en lo cual dan a entender ser obras libres la bondad y la malicia.




Capítulo V
Consistiendo, pues, el fin en la voluntad, y los medios que para él se requieren en la consulta y elección, las obras que acerca destos medios se hacen, conforme a elección serán, y voluntarias, en la cuales se emplea el ejercicio de las virtudes. Está asimismo en nuestra mano la virtud y también el vicio. Porque en las cosas donde en nuestra mano está el hacerlas, está también el dejarlas de hacer, y donde está el no, también el sí. De manera que si el hacer algo, siendo bueno, está, en nuestra mano, también estará en la misma el no hacerlo, siendo malo; y si el no hacer lo que es bueno está en nuestra mano, el hacer lo que es malo también estará en la misma. Y si en nuestra mano está el obrar bien y el obrar mal, y asimismo el dejarlo de obrar (pues en esto consiste el ser los hombres buenos o malos), también estará en nuestra mano ser buenos o malos. Y lo que algunos dicen que ninguno voluntariamente es malo, ni contra su voluntad próspero y dichoso, en parte parece falso y en parte verdadero. Porque verdad es que ninguno es dichoso o bienaventurado contra su voluntad. Pero el vicio cosa voluntaria es, o habemos de poner duda en lo que agora habemos dicho, y decir que el hombre no es el principio ni el padre de sus proprias obras como lo es de sus proprios hijos. Mas pues esto se vee claro ser verdad, y no tenemos otros principios a quien reducir las tales obras sino aquellos que en nuestra mano están, las obras, cuyos principios están en nuestra mano, también estarán en nuestra mano y serán voluntarias. Parece que conforma con esto lo que particularmente en cada una dellas cada uno juzga, y también lo que los legisladores han determinado, pues castigan, y dan la pena que merecen, a los que hacen las cosas ruines, si ya no las hacen por fuerza o por ignorancia, que no estuvo en su mano el remediarla; y a los que se ejercitan en buenas obras, hónranlos, casi exhortando a éstos y refrenando a aquéllos. Vemos, pues, que ninguno, exhorta a otro en las cosas que, ni están en nuestra mano, ni dependen de nuestra voluntad; porque superflua cosa sería persuadir a uno que no se caliente, o que no tenga dolor, o que no esté hambriento, o cosa alguna déstas, porque, no obstante la persuasión, lo padecerá. Y aun la misma ignorancia es castigada, si el mismo ignorante es causa della; como en los borrachos, a los cuales les ordenaron el castigo doblado. Porque el principio dello esta en su mano, pues pueden abstenerse del vino y borrachez, la cual les es causa de su ignorancia. Castigan asimismo a los que, de las leyes que están obligados a saber, ignoran algo, si ya no es muy dificultoso de saber, y lo mismo es en todas las otras cosas que parece que por descuido y negligencia se dejan de saber, pues esta en su mano no ignorarlas, siendo señores del considerarlo y poner en saberlo diligencia. Mas, por ventura, alguno es de tal calidad que no por no considerarlo es tal, sino que ellos mismos se son a sí mismos la causa de ser tales, viviendo disolutamente. Y de ser unos injustos o disolutos en la vida, es la causa elevarse los unos a hacer agravios, y los otros al comer y beber demasiado, y a cosas semejantes. Porque cada uno sale tal, cuales son las obras en que se emplea y ejercita. Lo cual se vee claro en los que se ejercitan en cualquier ejercicio de fuerzas corporales y en sus obras, en las cuales, con el ejercicio, vienen a hacerse perfetos. Es pues, de hombre harto falto de sentido no entender, que los hábitos proceden del ejercitarse en los particulares ejercicios. Asimismo es cosa fuera de razón decir que el que agravia no quiere agraviar, y que el que disolutamente vive no quiere ser disoluto. Y si el que hace agravio lo hace entendiendo lo que hace, de su propia voluntad es injusto. Mas el que una vez ya es injusto, aunque quiera, no se podrá abstener de hacer agravio y ser justo; de la misma manera que el que ha caído enfermo, aunque quiera, no puede estar sano, aunque sea verdad que de su voluntad haya caído enfermo viviendo disolutamente y no dejándose regir por el consejo de los médicos. Porque al principio estuvo en su mano el no enfermar, mas después que fue negligente en conservar su salud, ya no está en su mano; como el que arroja la piedra, ya no está, en su mano de detenerla; pero en su mano estuvo el echarla y arrojarla. Porque el principio dello en él estuvo. De la misma manera acontece al injusto y al disoluto: que al principio estuvo en su mano no ser tales, y por esto voluntariamente lo son tales; pero después que ya lo son, no está así en su mano dejarlo de ser. Ni solamente los vicios del alma son libres y voluntarios, mas aun, en algunos, los del cuerpo, a quien solemos reprender. Porque los que de su naturaleza son feos, ninguno los reprende, sino los que lo son por flojedad y descuido. Y lo mismo es en la flaqueza, debilitación de miembros y ceguedad. Porque del que naturalmente es ciego, o por enfermedad, o por algún golpe de desgracia, ninguno hay que se burle: antes se duelen de su infortunio todos. Mas al que por beber mucho, o por otra alguna disolución, viniese a cegar, todos, con muy justa razón, lo reprenderían. De manera que de las faltas o vicios, aquéllos son dignos de reprensión, que, acaecen por nuestra propria culpa; mas los que no suceden por culpa nuestra, no merecen ser reprendidos. Lo cual, si así es, también en las demás cosas los vicios que merecen reprensión estarán en nuestra mano. Y si alguno hobiere que diga que todos apetecen aquello que les parece ser bueno, y que ninguno es señor de su aparencia o imaginación, sino que a cada uno le parece tal el fin cual cada uno es, decirle hemos que pues cada uno es a sí mismo causa de sus hábitos en alguna manera, también en alguna manera será él mismo causa de su aparencia. Y si ninguno es a sí mismo causa de obrar mal, sino que lo hace por no entender el fin, pretendiendo que con estas cosas podrá alcanzar el sumo bien, y que el deseo del fin no es cosa fácil de quitar, sino que lo ha de tener como vista, con que juzgue bien y escoja el bien que en realidad de verdad lo sea, y que aquél es de su natural bien inclinado, que de su natural alcanzó esto perfectamente y cual conviene (porque aquello que es lo mejor y lo más perfeto, y que de otrie no se puede recebir ni menos aprender, halo de tener cada uno tal cual le cupo por su suerte), y que el alcanzar esto bien y perfetamente es la perfeta y verdaderamente buena inclinación: si alguno, en fin, hay que diga que todo esto es así, querría me dijese por qué más razón la virtud ha de ser voluntaria que no el vicio. Porque lo uno y lo otro tiene el fin de la misma manera, naturalmente, o de cualquier otra manera, puesto lo uno en lo bueno y el otro en lo malo; y todo lo demás que hacen, a este fin lo encaminan, de cualquiera manera que lo hagan. Ora pues el fin naturalmente no se les represente a cada uno tal, sino que sea algo que el en sí mismo tenga, ora sea el fin natural, y por hacer voluntariamente lo que al fin pertenece sea uno virtuoso, siempre la virtud será voluntaria, y por la misma razón lo será el vicio. Porque de la misma manera cuadra al malo tener facultad por sí mismo para las obras, que para conseguir su fin. Y pues si las virtudes, como se dice, son voluntarias (pues nosotros mismos somos, en alguna manera, causa de nuestros hábitos, y por ser tales nos proponemos tal fin), también serán los vicios voluntarios. Porque todo es de una misma manera. Habemos, pues, tratado hasta agora así, en general, de las virtudes, y propuesto su género casi como por ejemplos, diciendo que eran medianías y que eran hábitos, y de dónde procedían, y cómo se empleaban en los mismos ejercicios de donde procedían, y por sí mismas, y cómo consistían en nuestro libre albedrío, y cómo eran voluntarias, y cómo habían de ser tales cuales la recta y buena razón determinase. Aunque no son de la misma manera voluntarias las obras que los hábitos, porque de las obras, dende el principio hasta el fin, somos señores, entendiendo las cosas en particular y por menudo; mas de los hábitos no, sino al principio. Aunque el acrecentamiento de las particulares cosas no se echa de ver sensiblemente, de la misma manera que en las enfermedades. Mas porque estuvo en nuestra mano hacerlas desta manera o de la otra, por eso se dicen ser voluntarias. Tornándolas, pues, a tomar de propósito, tratemos en particular de cada una, qué cosa es, y qué tal y de qué manera, y juntamente se entenderán cuántas son. Y sea la primera de que tratemos la valerosidad o fortaleza.

Todo lo que hasta agora Aristóteles de las virtudes ha tratado y propuesto, ha sido en común, como él mismo, en el epílogo que al fin del precedente capítulo ha hecho, lo ha mostrado. Pero porque las cosas así en común dichas y tratadas no dan entera certidumbre, si mas en particular no se declaran, agora en todo lo que resta de las Éticas o Morales, trata de cada virtud en particular lo que conviene entender della. Y primeramente echa mano de la más generosa y más importante de las virtudes, que es de la fortaleza de ánimo; llámole las más generosa, porque todos los que en el mundo son de veras generosos han comenzado por aquí, haciendo grandes hazañas en cosas de la guerra por la honra y libertad de su patria; de lo cual muchas naciones, pero señaladamente la española nación, puede dar ejemplos muy ilustres. Pues habiendo venido casi al cabo, como un enfermo ya de los médicos desconfiado, con el divino favor y sin ayuda de extranjeras naciones, no sólo tornó a cobrar su perdida tierra, pero ha extendido su poder hasta las más remotas partes del Oriente y del Poniente, descubriendo nuevas tierras y naciones, de que quedaran atónitos todos los pasados si hoy día fueran vivos. Declara, pues, cuál es la verdadera fortaleza de ánimo, y cuál no es fortaleza, sino atrevida necedad.



Capítulo VI

Que la fortaleza de ánimo, pues, sea una medianía entre los temores y los atrevimientos, ya está dicho en lo pasado (porque allí se mostró ya claramente). Tememos, pues, las cosas espantosas, las cuales, hablando así generalmente y en común, son cosas malas. Por lo cual, definiendo el temor, dicen desta manera: que es una aprensión del mal venidero. De manera que todas las cosas malas nos ponen temor: como son la infamia, la pobreza, la enfermedad, la falta de amigos, la muerte. Mas no en todas estas cosas parece que se emplea el hombre valeroso. Porque algunas cosas hay que las conviene temer, y el hacerlo así es honesto y el no hacerlo es afrenta, como la infamia. La cual el que la teme es hombre bien inclinado y de vergüenza, y el que no la teme es desvergonzado. Aunque a éste, algunos, como por metáfora, lo llaman valiente, porque tiene algo en que parece al hombre valeroso, pues también el hombre valeroso es ajeno de temor. Mas la pobreza ni la enfermedad no son cosas tanto de temer ni, generalmente hablando, todas aquellas cosas que, ni proceden de vicio, ni están en nuestra mano. Mas ni tampoco por no temer estas cosas se puede decir un hombre valeroso, aunque también a éste, por alguna manera de semejanza, lo llamamos valeroso. Porque bien hay algunos que en las cosas de la guerra y sus peligros son cobardes, y con todo eso son liberales y en cosa del gastar su dinero francos y animosos. Ni tampoco se puede decir uno cobarde por temer no le hagan alguna injuria y fuerza en hijos o en mujer, o que no le tengan envidia, y cosas desta manera. Ni menos será valeroso el que habiéndole de azotar muestra grande ánimo. ¿En qué cosas temerosas, pues, se muestra un hombre valeroso sino en las mayores?; pues ninguno hay que más aguarde que él las cosas terribles. La cosa más terrible de todas es la muerte, porque es el remate de todo, y parece que para el muerto no hay ya más bien alguno ni más mal. Parece, pues, que ni aun en todo género de muerte se muestra el hombre valeroso, como en el morir en la mar, o de enfermedad. ¿En cuál, pues?: en el más honroso, cual es el morir en la batalla, pues se muere en el mayor y más honroso peligro. Lo cual se muestra claro por las honras que a los tales les hacen las ciudades, y asimismo los reyes y monarcas. De manera que, propriamente hablando, aquél se dirá hombre valeroso, que en la honrosa muerte y en las cosas que a ella le son cercanas no se muestra temeroso, cuales son las cosas de la guerra. Aunque, con todo eso, el hombre valeroso, así en la mar como en las enfermedades, no mostrará cobardía. Aunque como lo son los marineros. Porque los valerosos ya tienen la esperanza de su salvación perdida y les pesa de morir de aquella manera, pero los marineros, por la experiencia que de las cosa de la mar tienen, están con esperanza de salvarse. A más desto, donde hay esperanza de valerse de sus fuerzas o donde es honrosa la muerte, anímanse más las gentes; de las cuales dos cosas, ni la una ni la otra se halla en el morir de tales géneros de muerte.

En este, capítulo parece haber negado este filósofo la inmortalidad del alma, pues dice que no hay bien ni mal después de la muerte, y así ha de ser corregido con la regla de la verdad cristiana.

En el séptimo capítulo declara las diferencias que hay entre los hechos del hombre valeroso y los del cobarde, y los del atrevido. Y muestra cómo el valeroso ha de encaminar siempre sus hechos a fin honesto, y que las cosas peligrosas se aguardan por el fin. Del cual el que falta o excede, ya pierde el nombre de valeroso, y cobra el de cobarde o atrevido.




Capítulo VII

Pero no a todos son unas mismas cosas temerosas y terribles, sino que decimos que hay cosas que exceden a las humanas fuerzas, las cuales las teme cualquier hombre de juicio. Mas las cosas que al hombre tocan, difieren en la cantidad y en el ser más o menos. Y de la misma manera las cosas de osadía. El hombre, pues, valeroso en cuanto hombre, no se espanta, pero teme las tales cosas como conviene y como le dicta la razón, y esto por causa de lo bueno, porque éste es el fin de la virtud. Y estas cosas puede acontecer que se teman más y menos, y también que, lo que no es de temer, se tema como si fuese cosa de temer. En las cuales cosas acontece errar unas veces porque se teme lo que no conviene, otras porque no como conviene, y otras porque no cuando conviene, y otras cosas desta manera. Y de la misma manera habemos de juzgar de cosas de osadía. Aquel, pues, que aguarda y que teme lo que conviene, y por lo que conviene, y como conviene, y de la misma manera osa cuando conviene, aquel tal se dice hombre valeroso. Porque el valeroso sufre y obra conforme a su honra, y conforme a lo que la buena razón le dicta y aconseja; y el fin de toda obra es alcanzar el hábito; y la valerosidad y fortaleza de ánimo del hombre valeroso es el bien, y por la misma razón el fin; porque cada cosa se define por el fin; y el valeroso, por causa del bien, sufre y hace lo que toca a su valor. Pero de los que exceden, el que excede en no temer no tiene nombre (y ya habemos dicho en lo pasado, que muchas cosas hay que no tienen proprio vocablo), mas puédese decir hombre loco y sin sentido, y tonto, el que ninguna cosa teme: ni el terremoto, ni las crecidas de las aguas, como dicen que lo hacen los franceses. Mas el que en las cosas de temer excede en el osar, dícese atrevido o arriscado. Parece, pues, el arriscado hombre fanfarrón, y que quiere mostrarse valeroso; porque de la misma manera que el valeroso se ha en las cosas de temer, desta misma quiere mostrarse el atrevido; de manera que lo imita en lo que puede. Y así hay muchos dellos juntamente arriscados y cobardes. Porque en semejantes cosas son atrevidos, y las cosas temerosas no las osan aguardar. Y el que en el temer excede llámase cobarde, porque le es anexo el temer lo que no conviene, y como no conviene, y todas las demás cosas deste género. Falta, pues, el cobarde en el osar, pero más se muestra exceder en las cosas de molestia. Es, pues, el cobarde un desesperado, porque todas las cosas teme; en lo cual es al revés el valeroso, porque el osar, de buena esperanza procede. De manera que así el cobarde como el atrevido, y también el valeroso, todos se emplean en unas mismas cosas; pero hanse en ellas de diferente manera, porque aquéllos o exceden o faltan; pero el valeroso trátase con medianía y como conviene. Y los atrevidos son demasiadamente anticipados, y que antes del peligro ya muestran querer estar en él, y cuando están en él retíranse. Mas los valerosos en el hacer son fuertes, y antes dél moderados y quietos. Es, pues, la valerosidad o fortaleza (como está dicho) una medianía en las cosas de osadía, y de temor en las cosas que están dichas, las cuales escoge y sufre por ser cosa honesta el hacerlo y afrentosa el dejarlo de hacer. Pero el matarse uno a sí mismo, por salir de necesidad y pobreza, o por amores, o por otra cualquier cosa triste, no es hecho de hombre valeroso, sino antes de cobarde. Porque es gran flaqueza de ánimo el huir las cosas de trabajo y muerte, no por ser cosa honrosa el morir, sino por huir del mal. Es pues, la fortaleza de ánimo tal cual aquí la habemos dibujado.

Cosa es averiguada lo que Aristóteles dice en el principio de las Reprensiones de los sofistas, que unas cosas hay que de suyo son tales, y otras que, no siéndolo, quieren parecer ser tales. Como la mujer que de suyo no es hermosa, y con afeites quiere parecerlo. Y como el alatón, que no siendo oro, parece serlo, y como algunos hombres, que siendo bofos y de mal hábito de cuerpo, parece que están gordos. Y no sólo es esto verdad en las cosas exteriores, pero aun en las del ánimo; porque la malicia y astucia quiere imitar a la prudencia, y la crueldad a la justicia y otras cosas desta manera. Enseña, pues, Aristóteles en este octavo capítulo cómo discerniremos la verdadera fortaleza de ánimo de la que, no siendo, quiere parecerlo, y muestra no haberse de decir fuerte el que por temor es fuerte; como los que en la guerra temen de desamparar la orden militar por el castigo, o los que lo son por vergüenza, o los que con saña o cólera hacen cosas peligrosas. Todos éstos y los que desta manera fueren, no son fuerte, ni valerosos, porque no obran por elección ni lo hacen por fin honesto.




Capítulo VIII

Hay también cinco maneras de obras que se dicen tener nombre de fortaleza. La primera de las cuales es la fortaleza o valerosidad civil, la cual las parece más que otra ninguna a la verdadera fortaleza. Porque los ciudadanos parece que aguardan los peligros por las penas estatuidas por las leyes, y por las afrentas y honras. Por lo cual aquella nación se señala sobre todas las otras en fortaleza, donde los cobardes en ningún precio ni honra son tenidos, y los valerosos son muy estimados. Tales nos los pinta Homero en su poesía, como a Diómedes y a Héctor. Porque dice Héctor así:

Porque haciendo eso, el mismo Polidamas

Verná por me afrentar luego el primero.

Y Diómedes, en el mismo Homero, desta manera:

Héctor, que es el mejor de los Troyanos,

Dirá, si eso yo hago, que a las naves

Huigo por escaparme de sus manos.

Es, pues, esta manera de fortaleza en esto muy semejante a la primera de que se ha tratado: en que procede de virtud; pues procede de vergüenza y de apetito o deseo de la honra, que es uno de los bienes, y del aborrecimiento de la afrenta, que es cosa vergonzosa. Contaría también entre éstos alguno a los que son forzados por los capitanes a ser fuertes. Mas éstos tanto peores son que aquéllos, cuanto no lo hacen de vergüenza, sino de temor, y quiriendo evitar, no la afrenta, sino el daño. Porque los fuerzan a hacerlo los que tienen el gobierno, como en Homero, Héctor:

Al que ir de la batalla huyendo viere,

Mostrando al enemigo cobardía,

A los buitres y perros, si lo hiciere,

Daré a comer sus carnes este día.

Lo mismo hacen los que tienen el gobierno o oficio militar, hiriéndoles si se apartan de la orden; y los que delante de alguna cava, o algunos otros lugares semejantes, ordenan algún escuadrón; porque todos hacen, en fin, fuerza. Y el que ha de ser valeroso, no lo ha de ser por fuerza, sino porque el serlo es ilustre cosa. Pero parece que la experiencia de las particulares cosas es una manera de fortaleza. Por lo cual tuvo Sócrates por opinión que la fortaleza consistía en sciencia. Porque en otras cosas otros son tales, y en las cosas de la guerra los soldados, pues hay muchas cosas que comúnmente tocan a la guerra, en las cuales éstos más particularmente están ejercitados; y porque los otros no entienden qué tales son, por esto ellos parecen valerosos. A mas desto, por la destreza que ya tienen, pueden mejor acometer y defenderse, y guardarse, y herir; como saben mejor servirse de las armas, y las tienen más aventajadas para acometer y para defenderse. Pelean, pues, con los otros como armados con desarmados, y como esgrimidores con gente que no sabe de esgrima; pues en semejantes contiendas no los más valerosos son más aptos para pelear, sino los más ejercitados y los más sueltos de cuerpo. Hácense, pues, cobardes los soldados cuando el peligro es excesivo y se veen ser inferiores en número y en bagaje, y ellos son los primeros al huir. Mas la gente de la tierra muestra rostro y muere allí, como le acaeció a Hermeo en el pueblo Corone a de Beocia. Porque la gente de la tierra, teniéndolo por afrenta el huir, quieren más morir que con tal vergüenza salvarse. Pero los soldados, al principio, cuando pretenden que son más poderosos, acometen; mas después, entendiendo lo que pasa, huyen, temiendo más la muerte que la vergüenza. Mas el hombre valeroso no es desta manera. Otros hay que la cólera la atribuyen a la fortaleza, porque los airados y coléricos parece que son valientes, como las fieras, que se arremeten contra los que las han herido, y esto porque los hombres valerosos también son, en alguna manera, coléricos. Porque la cólera es una cosa arriscada para los peligros. Por lo cual dice Homero:

Dio riendas a la cólera y esfuerzo

Y despertó la ira adormecida.

Y en otra parte:

La furia reventó por las narices,

La sangre se encendió con saña ardiente.

Porque todo esto parece que quiere dar a entender el ímpetu y movimiento de la cólera. Los valerosos, pues, hacen las cosas por causa de lo honesto, y en el hacerlas acompáñales la cólera; pero las fieras hácenlo por el dolor, pues lo hacen o porque las han herido, o porque temen no las hieran. Pues vemos que estando en los bosques y espesuras no salen afuera. No son, pues, valerosas porque salgan al peligro movidas del dolor y de la cólera, ni advertiendo el peligro en que se ponen. Porque desa manera también serían los asnos, cuando están hambrientos, valerosos, pues no los pueden echar del pasto por muchos palos que les den. Y aun los adúlteros, por satisfacer a su mal deseo, se arriscan a hacer muchas cosas peligrosas. No son, pues, cosas valerosas las que por dolor o cólera se mueven al peligro. Mas aquella fortaleza que, juntamente con la cólera, hace elección, y considera el fin porque lo hace, aquélla parece ser la más natural de todas. Y los hombres, cuando están airados, sienten pena, y cuando se vengan, quedan muy contentos. Lo cual, los que lo hacen, hanse de llamar bregueros o cuistioneros, mas no cierto valerosos: porque no obran por causa de lo honesto, ni como les dicta la razón, sino como les incita la pasión. Casi lo mismo tienen los que por alguna esperanza son valientes; mas no por tener buena esperanza son los hombres valerosos. Porque los tales, por estar vezados a vencer a muchos y muchas veces, son osados en los peligros. Mas en esto parecen semejantes los unos y los otros a los valerosos, que los unos y los otros son osados. Pero los valerosos sonlo por las razones que están dichas; mas los otros, por presumir que son más poderosos, y que no les verná de allí mal ninguno, ni trabajo. Lo cual también acaece a los borrachos. Porque también éstos son gente confiada. Mas cuando el negocio no les sale como confiaban, luego huyen. Mas el oficio proprio del hombre valeroso era aguardar las cosas que al hombre le son y parecen espantosas, por ser el hacerlo cosa honesta, y vergonzosa el dejarlo de hacer. Por lo cual más valeroso hecho parece mostrarse uno animoso y quieto en los peligros que repentinamente se ofrecen, que no en los que ya estaban entendidos porque tanto más aquello procede de hábito, cuanto menos en ellos estaba apercebido. Porque las cosas manifiestas puede escogerlas uno por la consideración y uso de razón; mas las repentinas por el hábito. Los ignorantes también parecen valientes, y parecen mucho a los confiados, aunque en esto son peores, que no tienen ningún punto de honra, como los otros. Y así, los confiados, aguardan por algún espacio de tiempo; pero los que se han engañado, si saben o sospechan ser otra cosa, luego huyen. Como les aconteció a los argivos cuando dieron en manos de los lacedemonios creyendo ser los sicionios. Dicho, pues, habemos cuáles son los verdaderamente valerosos, y cuáles, no siéndolo, quieren parecerlo.

En el capítulo nono hace comparación entre el osar y el temer, y muestra ser más propria materia suya 1as cosas de temor, que las de osadía.




Capítulo IX

Consiste, pues, la fortaleza en osadías y temores pero no en ambas cosas de una misma manera, sino que, principalmente en las cosas de temer. Porque el que en estas cosas no se altera, sino que muestra el rostro que conviene, más valeroso es que no el que lo hace en las cosas de osadía. Porque por aguardar las cosas tristes, como está dicho, se dicen ser los hombres valerosos. Y por esto la fortaleza es cosa penosa, y con mucha razón es alabada. Porque más dificultosa cosa es esperar las cosas tristes, que abstenerse de las aplacibles. Pero con todo esto, el fin de la fortaleza parece dulce, sino que lo escurecen las cosas que le estan a la redonda, como les acontece a los que se combaten en las fiestas; porque a los combatientes el fin porque se combaten dulce les parece, que es la corona y premios que les dan; pero el recebir los golpes, dolorosa y triste cosa les es, pues son de carne, a la cual le son pesados todos los trabajos. Y porque los trabajos son muchos y el premio por que se toman poco, parece que no contienen en sí ninguna suavidad. Y si lo mismo es en lo que toca a la virtud de la fortaleza, la muerte y las heridas cosa triste le serán, y contra su voluntad las recebirá; pero aguárdalas por ser cosa honesta el esperarlas, o porque el no hacerlo es cosa vergonzosa. Y cuanto más adornado estuviere de virtudes y más dichoso fuere, tanto más se entristecerá por la muerte. Porque éste tal vez era más digno de vivir, y éste sabe bien de cuán grandes bienes se aparta por la muerte. Esto, pues, es cosa triste; mas con todo eso no es menos valeroso; antes, por ventura, mas, pues en la guerra precia más lo honesto que no a ellos. Ni aun en ningún otro género de virtudes se alcanza el obrarlas con gusto y contento, hasta que se alcanza el fin en ellas. Pero bien puede ser que los que son tales no sean los mejores soldados de todos, sino otros que no son tan valerosos, y que otro bien ninguno no tengan sino éste. Porque estos tales son gente arriscada para todo peligro, y por bien pequeño provecho ponen sus vidas en peligro. Hasta aquí, pues, habemos tratado de la fortaleza, cuya propriedad fácilmente se puede entender como por ejemplo, por lo que está dicho.

No poca falta le hizo al filósofo, para el tratar bien esta materia de la fortaleza, el no entender las cosas del siglo venidero, y de la inmortal vida, que por la luz de la fe los cristianos tenemos entendida. Porque si esto él entendiera, no dijera un tan grave error como arriba dijo: que después de la muerte no había bien ni mal alguno, ni ahora lo acrecentara diciendo que el hombre valeroso muere triste, entendiendo los bienes que deja; porque no los deja, antes los cobra por la muerte muy mayores; y así vemos que aquellos valerosos mártires iban a la muerte, no tristes, como este filósofo dice, sino como quien va a bodas, certificados por la fe de los bienes que por medio de aquella fortaleza de ánimo habían de alcanzar. Y así parece que en esto de la inmortalidad del alma y del premio de los buenos y castigo de los malos, este filósofo anduvo vacilando como hombre, y nunca dijo abiertamente su parecer. Más a la clara habló en esto su maestro Platón, y más conforme a la verdad cristiana, que en los libros de República confesó infierno y purgatorio, y cielo y premios eternos, aunque no tan claramente como nuestra religión cristiana nos lo enseña con doctrina celestial. Esto he querido añadir aquí, porque cuando el cristiano lector topare con cosas semejantes, lo atribuya a que no tenían aquéllos luz de Evangelios, y que su dotrina era, en fin, de hombres, y dé gracias al Señor, que esta cristiana filosofía así le quiso revelar: que entienda más desto un simple cristiano catequizado o instruido en la fe, que todos juntos los filósofos del mundo.




Capítulo X
De la templanza y disolución

Declarada ya la materia de la fortaleza o valerosidad de ánimo, viene a tratar del segundo género de virtud, que es de la templanza, la cual es una manera de virtud muy importante para la quietud del mundo, pues los más de los males acaecen por falta della, apeteciendo muchos un contento y no pudiéndolo gozar todos, y moviendo, sobre quién lo gozará, grandes alborotos. Demuestra no consistir la templanza en todo género de contentamientos, sino en los corporales y que por el sentido se perciben. Después de haber tratado de la fortaleza, vengamos a tratar de la templanza; porque entendido está ser estas virtudes de aquellas partes que no usan de razón. Ya, pues, dijimos arriba que la templanza es medianía entre los placeres; porque menos, y no de la misma manera, consiste en las cosas de tristeza. En los mismos placeres parece que consiste también la disolución. Pero en cuáles placeres consistan, agora lo determinaremos. Dividamos, pues, los placeres desta manera, que digamos que unos dellos son espirituales y otros corporales, como el deseo de honra, o doctrina, porque cada uno déstos se huelga con aquello a que es aficionado, sin recebir dello el cuerpo ninguna alteración ni sentimiento, sino el entendimiento solamente. Los que en semejantes placeres se emplean, ni se dicen templados, ni tampoco disolutos, y lo mismo es en los demás pasatiempos y placeres que no son sensuales. Porque a los que son amigos de fábulas y de contar cuentos, y que de lo primero que a las manos les viene parlan todo el día, solémosles llamar vanos y parleros, mas no cierto disolutos. Ni tampoco a los que por causa de algunos intereses o amigos se entristecen. De manera que la templanza consiste en los placeres corporales, mas no en todos ellos. Porque los que, se huelgan con las cosas de la vista, como con los colores y figuras, y con la pintura, ni se dicen templados, ni tampoco disolutos, aunque parezca que se huelgan con ellos como conviene, o más o menos de lo que conviene. Y lo mismo acontece en las cosas del oído: porque a los que demasiadamente se huelgan con cantares o con representaciones, ninguno los llama disolutos, ni tampoco templados a los que se tratan en ello como deben; ni menos en lo que toca a los olores, sino accidentariamente; porque a los que se deleitan con los olores de las manzanas o de las rosas, o de los sahumerios, no los llamamos disolutos, sino a los que son amigos de almizcles y de olores de viandas. Porque 1os disolutos huélganse con olores semejantes, porque les traen a la memoria lo que ellos codician. Otros hay que, cuando tienen hambre, se agradan mucho de los olores de las buenas viandas, lo cual es proprio de hombres disolutos en comer; porque de ellos es proprio desear cosas semejantes; lo cual no vemos que acaezca en los demás animales, que con estos sentidos se deleiten, si no es accidentariamente. Porque ni aun los perros no se deleitan con oler las liebres, sino con comerlas, aunque el olor les dio el sentimiento dellas; ni menos el león se deleita con el bramido del buey, sino con comerlo. Pero dónde está sintiolo por el bramido, y por eso parece que se deleita con la voz. Y lo mismo es cuando vee un ciervo algún corzo: que no se deleita de verlos, sino de que terná con qué matar su hambre. Consiste, pues, la templanza, y asimismo la disolución, en aquellos deleites de que son también participantes los otros animales. Por lo cual parecen cosas serviles y bestiales; éstas son el tacto y también el gusto, aunque parece que del gusto poco o ninguna cosa se sirven. Porque el juzgar del gusto es proprio de los labrios, como lo vemos en los que gustan los vinos o guisan las viandas; de lo cual poco o no nada se huelgan los disolutos, si no han de gozar dello; lo cual consiste todo en el tacto, así en las viandas como en las bebidas, y también en lo que toca a los deleites de la carne. Por lo cual dice de un gran comedor, llamado Filoxeno Frigio, que deseaba tener el cuello más largo que una grulla, dando a entender que se deleitaba mucho con el tacto, el cual es el más universal de todos los sentidos y en quien consiste la disolución. Y así, con razón, parece ser de los sentidos el más digno de ser vituperado, pues lo tenemos, no en cuanto somos hombres, sino en cuanto somos animales. De manera que holgarse mucho con cosas semejantes y quererlas mucho, es cosa bestial. Porque los más ahidalgados deleites del tacto, como son los que consisten en los ejercicios de la lucha y en los baños, no entran en esta, cuenta. Porque el deleite y tacto del disoluto no consiste en todo, el cuerpo, sino en ciertas partes dél.




Capítulo XI
De la diferencia de los deseos

En el capítulo onceno va distinguiendo los deleites, y mostrando cómo dellos hay que consisten en cosas naturales, y dellos en cosas vanas, y dellos en cosas necesarias para el vivir, y dellos en cosas que los hombres se han buscado sin forzarles necesidad ninguna. Y muestra pecarse más en lo vano que no en lo necesario.

Mas entre los deseos, unos parece que hay comunes, y otros proprios y casi como sobrepuestos. Como el deseo del mantenimiento, que es natural, porque cada uno lo desea cuando dél tiene necesidad, ora sea seco, ora húmedo, y aun algunas veces el uno y el otro, y aun la cama (dice Homero) la apetece el gentil mozo y de floridos años. Pero tales o tales mantenimientos, ni todos los desean, ni los mismos. Por lo cual parece que depende de nuestra voluntad, aunque la naturaleza tiene también alguna parte en ello. Porque unas cosas son aplacibles a unos y otras a otros, y algunas cosas particulares agradan más a unos, que las que a otros agradan comúnmente. En los deseos, pues, naturales, pocos son los que pecan, y por la mayor parte en una cosa, que es en la demasía. Porque el comer uno todo cuanto le pongan delante, y beber hasta reventar, es exceder la tasa que la naturaleza puso, pues el natural apetito es henchir lo que hay necesidad. Y así, éstos se llaman comúnmente hinchevientres, como gentes que los cargan más de lo que sería menester. Esta es una condición de hombres serviles y de poca calidad. Pero en los particulares deleites muchos pecan, y de muy diversas maneras. Porque de los que a cosas particulares se dicen ser aficionados, pecan los que se deleitan en lo que no deben, o más de lo que deben, o como la vulgar gente se deleita, o no como debrían, o no con lo que debrían; pero los disolutos en toda cosa exceden, pues se deleitan con algunas cosas con que no debrían, pues son cosas de aborrecer. Y aunque se permita deleitarse con algunas dellas, deléitanse más de lo que debrían, y como se deleitaría la gente vulgar y de poca estofa. Bien entendido, pues, esta, que la disolución es exceso en las cosas del deleite, y cosa digna de reprensión. Mas en lo que toca a las cosas de molestia, no es como en lo de la fortaleza; porque no se dice uno templado por sufrirlas, ni disoluto por no hacerlo, sino que se dice uno disoluto por entristecerse más de lo que debría por no alcanzar lo que apetece, la cual tristeza el mismo deleite se la causa; y templado se dice por no entristecerse por carecer y abstenerse del deleite. El disoluto, pues, todas las cosas deleitosas apetece, o, a lo menos, las que mas deleitosas son; y de tal manera es esclavo de sus proprios deseos, que precia y escoge aquéllos más que todo el resto de las otras cosas; y por esto, como las desea, entristécese si no las alcanza, porque el deseo siempre anda en compañía de la tristeza. Aunque parece cosa ajena de razón entristecerse por el deleite. Pero faltos en el deleite y que se alegren con él menos de lo que conviene, no se hallan ansí, porque no consiente la naturaleza humana una tan grande tontedad, pues vemos que aun los demás animales disciernen los mantenimientos, y de unos se agradan y otros aborrecen; y pues si alguno hay que ninguna cosa le sea deleitosa, ni de unas cosas a otras haga diferencia, parece que este tal está lejos de ser hombre. De manera, que este tal no tiene nombre, porque tal cosa no se halla. Pero el templado, en esta cosas trátase con medianía, porque ni se deleita con las cosas con que se deleita mucho el disoluto, antes abomina dellas, ni en alguna manera se huelga con lo que no debe, ni con ninguna cosa demasiadamente; ni por carecer dello se entristece, ni desea sino moderadamente, ni se deleita con ninguna cosa más de lo que debe, ni cuando no debe, ni, generalmente hablando, con ninguna cosa déstas. Antes apetece las cosas que importan para la salud y para conservar el buen hábito del cuerpo, si son cosas deleitosas, y esto moderadamente y como debe, y las demás cosas aplacibles, que no sean perjudiciales a éstas, ni menos estraguen la honestidad ni la hacienda. Porque el que disoluto es, más quiere sus deleites que toda la honra; mas el templado no es desta manera, sino como la buena razón le enseña que ha de ser.




Capítulo XII
Cómo la disolución es cosa más voluntaria que la cobardía

En este último capítulo compara dos vicios de las dos virtudes, de que hasta agora ha tratado, el uno por exceso, que es la disolución, y el otro por defecto, que es la cobardía, de los cuales dos vicios la disolución es exceso de la temperancia, y la cobardía defecto de la fortaleza. Prueba, pues, la disolución tanto ser más digna de reprensión que no la cobardía, cuanto es más voluntaria y más puesta en nuestra libertad de albedrío. Porque la cobardía parece nacer de una escaseza o poquedad de ánimo, y la disolución de la misma voluntad.

La disolución, cosa más voluntaria parece que no la cobardía: pues ésta nace del deleite, y aquélla de la tristeza, de las cuales dos cosas el deleite es cosa de amar, y la tristeza de aborrecer. Y la tristeza disipa y destruye la naturaleza del que la tiene, mas el deleite ninguna cosa de esas hace, antes procede más de nuestra elección, y por esto es digno de mayor reprensión; pues en semejantes cosas es más fácil cosa acostumbrarnos. Porque muchas cosas hay en la vida desta condición, en las cuales el acostumbrarse es cosa que está lejos de peligro, lo cual en las cosas de espanto es al revés. Aunque parece que la cobardía así en común tomada, no es de la misma manera voluntaria, que si en las cosas particulares la consideramos. Porque ella en sí carece de tristeza, mas las cosas particulares dan tanta pena, que fuerzan muchas veces a arrojar las armas, y a hacer otras cosas afrentosas, y por esto parece que son cosas violentas. Pero en el disoluto es al revés: que las cosas particulares le son voluntarias, como a hombre que desea y apetece; mas así en común no tanto, porque ninguno apetece así en común ser disoluto. Y el nombre de la disolución atribuímoslo a los hierros (esto es en griego conforme al nombre acolastos) de los niños, porque se parece mucho lo uno destos a lo otro. Aunque para nuestra presente disputa no hace al caso inquirir cuál tomó de cuál el nombre; pero cosa cierta es que lo tomó lo postrero de lo primero, y no parece que se hace mal la traslación de lo uno para lo otro. Porque todo lo que cosas torpes apetece y en esto crece mucho, ha de ser castigado, cuales son el apetito y el niño más que otra cosa alguna, porque también los niños viven conforme al apetito, y en ellos se vee más el apetito del deleite. De manera que si no está obediente a la parte que señorea y se subjeta a ella, crece sin término, porque es insaciable el apetito del deleite; y el no bien discreto de dondequiera lo apetece. Y el ejercitarse en satisfacer al apetito hace crecer las obras de su mismo jaez, las cuales si vienen a cobrar fuerza y arraigarse, cierran la puerta del todo a la razón. Por tanto, conviene que estos tales deleites sean moderados y pocos, y que a la razón en ninguna manera sean contrarios. A lo que desta manera es, llamámosle obediente y corregido. Porque así como el niño ha de vivir conforme al mandamiento de su ayo, de la misma manera en el hombre la parte apetitiva ha de regirse como le dicta la razón. Por lo cual, conviene que en el varón templado la parte del apetito concuerde con la razón: porque la una y la otra han de tener por blanco lo honesto, y el varón templado desea lo que conviene y como conviene y cuando conviene, porque así lo manda también el uso de razón. Esto, pues, es la suma de lo que habemos tratado de la virtud de la templanza.