sábado, 9 de marzo de 2013

Sigmund Freud. ....degradación de la vida amorosa (1912).


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Sigmund Freud. Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa. (Contribuciones a la psicología del amor, II) (1912).

«Über die allgemeinste Erniedrigung des Liebeslebens
(Beiträge zur Psychologie des Liebeslebens, II)»

Nota introductoria:

El examen de las dos corrientes sexuales en la primera sección del presente artículo es, de hecho, un complemento de Tres ensayos de teoría sexual (1905d), en cuya edición de 1915 se incluyó un breve resumen de él (AE, 7, págs. 181-2). El análisis de la impotencia psíquica, que ocupa la sección 2, es el principal aporte de Freud a ese tema. La última sección es una de su larga serie de elucidaciones sobre el antagonismo entre cultura y vida pulsional, de las que se hallará otro ejemplo en las Cinco conferencias sobre psicoanálisis (1910a), y una exposición más completa en «La moral sexual "cultural" y la nerviosidad moderna» (1908d) y en su libro, muy posterior, El malestar en la cultura (1930a). James Strachey

1.      (Examen de las dos corrientes sexuales)


Si quien ejerce el psicoanálisis se pregunta cuál es la afección por la que se le solicita asistencia más a menudo, deberá responder que, prescindiendo de la angustia en sus múltiples formas, es la impotencia psíquica. Esta extraña perturbación aqueja a hombres de naturaleza intensamente libidinosa, y se exterioriza en el hecho de que los órganos ejecutivos de la sexualidad rehúsan el cumplimiento del acto sexual, aunque tanto antes como después se demuestren intactos y capaces de operar, y aunque exista una intensa propensión psíquica a la ejecución del acto. El propio enfermo obtiene una primera orientación para entender su estado al hacer la experiencia de que esa denegación sólo surge cuando lo ensaya con ciertas personas, mientras que nunca le sucede con otras. Sabe entonces que la inhibición de su potencia viril parte de una propiedad del objeto sexual, y muchas veces informa haber sentido en su interior un impedimento, una voluntad contraria que consigue perturbar el propósito conciente. Pero no puede colegir en qué consistiría ese impedimento interior, ni la propiedad del objeto sexual de la que sería el efecto. Si ha vivenciado repetidamente esa denegación juzgará, siguiendo un consabido enlace falaz[1], que fue el recuerdo de la primera vez, perturbador como representación angustiante, el que provocó las repeticiones; y en cuanto a esa primera vez, la reconducirá a una impresión «casual».

Varios autores han emprendido y publicado ya estudios psicoanalíticos sobre la impotencia psíquica. (ver nota[2]) Todo analista está en condiciones de corroborar por su propia experiencia médica los esclarecimientos ofrecidos en ellos. En efecto, se trata del influjo inhibitorio de ciertos complejos psíquicos que se sustraen al conocimiento del individuo. Como el contenido más universal de este material patógeno, se destaca la fijación incestuosa no superada a la madre y hermanas. Además, debe tenerse en cuenta la influencia de impresiones penosas accidentales que se anudan al quehacer sexual infantil, así como los factores que de una manera general reducen la libido susceptible de ser dirigida al objeto sexual femenino. (ver nota[3])

Si por medio del psicoanálisis se someten a estudio profundo casos de impotencia psíquica declarada, se obtiene la siguiente información sobre los procesos psicosexuales eficaces. El fundamento de la afección es también aquí -como, probablemente, en todas las perturbaciones neuróticas- una inhibición en la historia del desarrollo de la libido hasta su plasmación definitiva y merecedora de llamarse normal. En este caso no confluyen una en la otra dos corrientes cuya reunión es lo único que asegura una conducta amorosa plenamente normal; dos corrientes que podemos distinguir entre ellas como la tierna y la sensual.

Corriente tierna

De esas dos corrientes, la tierna es la más antigua. Proviene de la primera infancia, se ha formado sobre la base de los intereses de la pulsión de autoconservación y se dirige a las personas que integran la familia y a las que tienen a su cargo la crianza del niño. Desde el comienzo ha recibido aportes de las pulsiones sexuales, acogiendo componentes de interés erótico que ya en la infancia fueron más o menos nítidos, y que un posterior psicoanálisis descubre en todos los casos en el neurótico. Corresponde a la elección infantil primaria de objeto. De ella inferimos que las pulsiones sexuales hallan sus primeros objetos apuntalándose en las estimaciones {Schátzung} de las pulsiones yoicas, del mismo modo como las primeras satisfacciones sexuales se experimentan apuntaladas en las funciones corporales necesarias para la conservación de la vida. (ver nota[4]) La «ternura» de los padres y personas a cargo de la crianza, que rara vez desmiente su carácter erótico («el niño es un juguete erótico»), contribuye en mucho a acrecentar los aportes del erotismo a las investiduras de las pulsiones yoicas en el niño y a conferirles un grado que no podrá menos que entrar en cuenta en el desarrollo posterior, tanto más si ayudan algunas otras circunstancias.

Corriente sensual

Estas fijaciones tiernas del niño continúan a lo largo de la infancia, tomando consigo cada vez más de un erotismo que, por esa vía, es desviado de sus metas sexuales. Ahora bien, en la pubertad se añade la poderosa corriente «sensual», que ya no ignora sus metas. Al parecer, nunca deja de transitar por aquellos tempranos caminos y de investir, ahora con montos libidinales más intensos, los objetos de la elección infantil primaria. Pero como tropieza ahí con los obstáculos de la barrera del incesto, levantada entretanto, exteriorizará el afán de hallar lo más pronto posible el paso desde esos objetos, inapropiados, en la realidad, hacia otros objetos, ajenos, con los que pueda cumplirse una real vida sexual. Es cierto que estos últimos se escogen siempre según el arquetipo (la imago[5]) de los infantiles, pero con el tiempo atraerán hacía sí la ternura que estaba encadenada a los primeros. El varón dejará a su padre y a su madre -según el precepto bíblico[6]- y se allegará a su mujer; así quedan conjugadas ternura y sensualidad. Los grados máximos de enamoramiento sensual conllevarán la máxima estimación psíquica (la sobrestimación {Uberschätzung} normal del objeto sexual de parte del varón).

Fracaso

Dos factores contribuirán decisivamente al fracaso de este progreso en el curso de desarrollo de la libido. En primer lugar, la medida de frustración {denegación) real que contraríe la nueva elección de objeto y la desvalorice para el individuo. En efecto, no tiene ningún sentido volcarse a la elección de objeto si uno no puede elegir absolutamente nada o no tiene perspectivas de poder elegir algo conveniente. En segundo lugar, la medida de la atracción que sean capaces de exteriorizar los objetos infantiles que han de abandonarse, y que es proporcional a la investidura erótica que les cupo todavía en la niñez. Si estos dos factores son lo bastante fuertes, entra en acción el mecanismo universal de la formación de neurosis.

Formación de neurosis.

La libido se extraña de la realidad, es acogida por la actividad de la fantasía (introversión), refuerza las imágenes de los primeros objetos sexuales, se fija a estos. Ahora bien, el impedimento del incesto constriñe a la libido volcada a esos objetos a permanecer en lo inconciente. Y a su vez contribuyen a reforzar esta fijación los actos onanistas, el quehacer de la corriente sensual que ahora es súbdita de lo inconciente. En nada modifica esta situación el hecho de que ahora se consume en la fantasía el progreso que fracasó en la realidad: que en las situaciones fantaseadas que llevan a la satisfacción onanista los objetos sexuales originarios sean sustituidos por objetos ajenos. Esas fantasías devienen susceptibles de conciencia en virtud de esa sustitución, pero en la colocación real de la libido no se consuma progreso alguno. De esta manera, puede ocurrir que toda la sensualidad de un joven esté ligada en lo inconciente[7] a objetos incestuosos o, como también podemos decir, fijada a fantasías inconscientes incestuosas. El resultado es entonces una impotencia absoluta, tal vez asegurada además por el efectivo debilitamiento, adquirido al mismo tiempo, de los órganos que ejecutan el acto sexual.

Impotencia psíquica propiamente dicha

Para que se produzca la impotencia psíquica propiamente dicha se requieren condiciones más benignas. La corriente sensual no puede haber sufrido en todo su monto el destino de tener que desaparecer, oculta tras la corriente tierna; es preciso que se haya conservado intensa o desinhibida en grado suficiente para conseguir en parte su salida hacia la realidad. Sin embargo, el quehacer sexual de esas personas permite discernir, por los más nítidos indicios, que no están respaldadas por la íntegra fuerza pulsional psíquica. Ese quehacer es caprichoso, es perturbado con facilidad, a menudo incorrecto en la ejecución, dispensa un goce escaso. Pero, sobre todo, se ve precisado a esquivar la corriente tierna. Por tanto, se ha producido una limitación en la elección de objeto. La corriente sensual que ha permanecido activa sólo busca objetos que no recuerden a las personas incestuosas prohibidas; si de cierta persona dimana una impresión que pudiera llevar a su elevada estima psíquica, no desemboca en una excitación de la sensualidad, sino en una ternura ineficaz en lo erótico. La vida amorosa de estos seres permanece escindida en las dos orientaciones que el arte ha personificado como amor celestial y terreno (o animal). Cuando aman no anhelan, y cuando anhelan no pueden amar. Buscan objetos a los que no necesitan amar, a fin de mantener alejada su sensualidad de los objetos amados; y luego, si un rasgo a menudo nimio del objeto elegido para evitar el incesto recuerda al objeto que debía evitarse, sobreviene, de acuerdo con las leyes de la «sensibilidad de complejo[8]» y del «retorno de lo reprimido», esa extraña denegación que es la impotencia psíquica.

Defensa: degradación del objeto sexual.

Para protegerse de esa perturbación, el principal recurso de que se vale el hombre que se encuentra en esa escisión amorosa consiste en la degradación psíquica del objeto sexual, al par que la sobrestimación que normalmente recae sobre el objeto sexual es reservada para el objeto incestuoso y sus subrogaciones. Tan pronto se cumple la condición de la degradación, la sensualidad puede exteriorizarse con libertad, desarrollar operaciones sexuales sustantivas y elevado placer. Hay además otro nexo que contribuye a ese resultado. Personas en quienes la corriente tierna y la sensual no han confluido cabalmente una en la otra casi siempre tienen una vida amorosa poco refinada; en ellas se han conservado metas sexuales perversas cuyo incumplimiento es sentido como una sensible pérdida de placer, pero cuyo cumplimiento sólo aparece como posible en el objeto sexual degradado, menospreciado.

Ahora se vuelven comprensibles en sus motivos las fantasías de muchachos que rebajan a la madre a la condición de mujer fácil, mencionadas en la primera de estas «Contribuciones[9]». No son sino unos empeños por tender un puente, al menos en la fantasía, sobre el abismo que separa a esas dos corrientes de la vida amorosa, ganando a la madre como objeto para la sensualidad por la vía de su degradación.

2.      (El análisis de la impotencia psíquica)



Hasta aquí nos hemos ocupado de una indagación médico-psicológica de la impotencia psíquica, no justificada por el título de este ensayo. Sin embargo, se demostrará que necesitábamos de esta introducción para obtener un camino de abordaje de nuestro tema específico.

Hemos reducido la impotencia psíquica al desencuentro de la corriente tierna y la sensual en la vida amorosa, explicando a su vez esta inhibición del desarrollo mediante los influjos de las intensas fijaciones infantiles y la posterior frustración en la realidad, barrera del incesto mediante. A esta doctrina cabe hacerle sobre todo una objeción: nos proporciona demasiado, nos explica por qué ciertas personas padecen de impotencia psíquica, pero deja subsistir el enigma de que otras puedan escapar a ese padecimiento. Puesto que todos los factores considerados (la intensa fijación infantil, la barrera del incesto y la frustración en los años del desarrollo que siguen a la pubertad) pueden reconocerse presentes en la gran mayoría de los hombres cultos, estaría justificada la expectativa de que la impotencia psíquica fuese una afección universal de la cultura y no la enfermedad de algunos individuos.

Parece tentador escapar a esta conclusión remitiéndose al factor cuantitativo de la causación de la enfermedad, a ese «más» o «menos» en la contribución de los diversos factores, del que depende que se produzca o no un resultado patológico reconocible. Pero si bien yo consideraría correcta esa respuesta, no tengo el propósito de eludir la mencionada conclusión. Por el contrario, sustentaré la tesis de que la impotencia psíquica está mucho más difundida de lo que se cree, y que cierta medida de esa conducta caracteriza de hecho la vida amorosa del hombre de cultura.

Si se toma el concepto de la impotencia psíquica en un sentido más lato, sin limitarlo al fracaso de la acción del coito no obstante el previo propósito de obtener placer y la posesión de un aparato genital intacto, se nos presentan en primer lugar todos esos hombres a quienes se designa como «psicanestésicos»: la acción misma no se les deniega, pero la consuman sin una particular ganancia de placer -hechos estos más frecuentes de lo que se creería. La indagación psicoanalítica de estos casos descubre los mismos factores etiológicos que hemos hallado en la impotencia psíquica en el sentido estricto, sin que podamos explicar al comienzo las diferencias sintomáticas. Y de los hombres anestésicos, una analogía fácil de justificar nos lleva al enorme número de mujeres frígidas cuya conducta amorosa de hecho no puede describirse o comprenderse mejor que equiparándola con la impotencia psíquica del varón, más estrepitosa. (ver nota[10])

Pero si no consideramos una ampliación del concepto de la impotencia psíquica, sino las gradaciones de su sintomatología, no podemos desconocer la intelección de que la conducta amorosa del hombre en el mundo cultural de nuestros días presenta universalmente el tipo de la impotencia psíquica. La corriente tierna y la sensual se encuentran fusionadas entre sí en las menos de las personas cultas; casi siempre el hombre se siente limitado en su quehacer sexual por el respeto a la mujer, y sólo desarrolla su potencia plena cuando está frente a un objeto sexual degradado, lo que de nuevo tiene por fundamento, entre otros, la circunstancia de que en sus metas sexuales entran componentes perversos que no osa satisfacer en la mujer respetada. Sólo le es deparado un pleno goce sexual si puede entregarse a la satisfacción sin miramientos, cosa que no se atreve a hacer, por ejemplo, con su educada esposa. A ello se debe su necesidad de un objeto sexual degradado, de una mujer inferior éticamente a quien no se vea precisado a atribuirle reparos estéticos, que no lo conozca en sus otras relaciones de vida ni pueda enjuiciarlo. A una mujer así consagra de preferencia su fuerza sexual, aunque su ternura pertenezca por entero a una de superior condición. Es posible que la inclinación, tan a menudo observada, de los hombres de las clases sociales elevadas a elegir una mujer de inferior extracción como amante duradera, o aun como esposa, no sea más que la consecuencia de aquella necesidad de un objeto sexual degradado, con el cual psicológicamente se enlaza la posibilidad de la satisfacción plena.

No vacilo en responsabilizar también por esta conducta tan frecuente de los hombres de cultura en su vida amorosa a los dos factores eficaces en la impotencia psíquica genuina: la intensa fijación incestuosa de la infancia y la frustración real de la adolescencia. Suena poco alentador y, por añadidura, paradójico, pero es preciso decir que quien haya de ser realmente libre, y, de ese modo, también feliz en su vida amorosa, tiene que haber superado el respeto a la mujer y admitido la representación del incesto con su madre o hermana. Quien se someta a un serio autoexamen respecto de este requisito hallará dentro de sí, sin duda alguna, que en el fondo juzga el acto sexual como algo degradante, que mancha y ensucia no sólo en lo corporal. Y sólo podrá buscar la génesis de esta valoración -que por cierto no confesará de buena gana- en aquella época de su juventud en que su corriente sensual ya se había desarrollado con fuerza, pero tenía prohibido satisfacerse en el objeto ajeno casi tanto como en el incestuoso.

En nuestro mundo cultural, las mujeres se encuentran bajo un parecido efecto posterior de su educación y, además, bajo el efecto de contragolpe de la conducta de los hombres. Desde luego, para ellas es tan desfavorable que el varón no las aborde con toda su potencia como que a la inicial sobrestimación del enamoramiento suceda, tras la posesión, el menosprecio. En la mujer se nota apenas una necesidad de degradar el objeto sexual; esto tiene que ver sin duda con el hecho de que, por regla general, no se produce en ella nada semejante a la sobrestimación sexual característica del varón. Ahora bien, la prolongada coartación de lo sexual y la reclusión de la sensualidad a la fantasía tienen para ella otra consecuencia de peso. A menudo le sucede, en efecto, no poder desatar más el enlace del quehacer sensual con la prohibición, y así se muestra psíquicamente impotente, es decir, frígida, cuando al fin se le permite ese quehacer. A ello se debe, en muchas mujeres, su afán de mantener por un tiempo en secreto aun relaciones permitidas y, en otras, su capacidad para sentir normalmente tan pronto se restablece la condición de lo prohibido en un amorío secreto; infieles al marido, están en condiciones de guardar al amante una fidelidad de segundo orden. (ver nota[11])

Opino que esa condición de lo prohibido es equiparable, en la vida amorosa femenina, a la necesidad de degradación del objeto sexual en el varón. Ambas son consecuencias del prolongado diferimiento entre madurez genésica y quehacer sexual, que la educación exige por razones culturales. Y ambas buscan cancelar la impotencia psíquica que resulta del desencuentro entre mociones tiernas y sensuales. Si el resultado de idénticas causas se muestra tan diverso en la mujer y en el varón, acaso se debe a otra diferencia entre la conducta de uno y otro sexo. La mujer de cultura no suele trasgredir la prohibición del quehacer sexual durante ese lapso de espera, y así adquiere el íntimo enlace entre prohibición y sexualidad. El varón la infringe en la mayoría de los casos bajo la condición de la degradación del objeto, y por eso retoma esta última en su posterior vida amorosa.

En vista de los afanes de reforma sexual, tan vivos en la cultura de hoy, no es superfluo recordar que la investigación psicoanalítica, como cualquier labor científica, es ajena a toda tendencia. Sólo pretende descubrir nexos reconduciendo lo manifiesto a lo oculto. Luego, no le parecerá mal que los reformadores se sirvan de sus averiguaciones para remplazar lo dañino por lo más ventajoso. Sin embargo, no puede predecir si instituciones diversas no traerán por consecuencia otros sacrificios, acaso más graves.

3 (antagonismo entre cultura y vida pulsional,)


El hecho de que el enfrenamiento cultural de la vida amorosa conlleve la más generalizada degradación de los objetos sexuales puede movernos a apartar nuestra mirada de los objetos para dirigirla a las pulsiones mismas. El perjuicio que se infiere frustrando al principio el goce sexual se exterioriza en que su ulterior permiso dentro del matrimonio ya no produce una satisfacción plena. Pero tampoco lleva a mejor resultado la libertad sexual irrestricta desde el comienzo. Es fácil comprobar que el valor psíquico de la necesidad de amor se hunde tan pronto como se le vuelve holgado satisfacerse. Hace falta un obstáculo para pulsionar a la libido hacia lo alto, y donde las resistencias naturales a la satisfacción no bastaron, los hombres de todos los tiempos interpusieron unas resistencias convencionales al goce del amor. Esto es válido tanto para los individuos corno para los pueblos. En épocas en que la satisfacción amorosa no tropezaba con ninguna dificultad, por ejemplo durante la decadencia de la cultura antigua, el amor perdió todo valor, la vida se volvió vacía e hicieron falta intensas formaciones reactivas para restablecer los valores afectivos indispensables. En esta conexión puede aseverarse que la corriente ascética del cristianismo procuró al amor unas valoraciones psíquicas que la Antigüedad pagana no podía prestarle. Alcanzó su máxima significatividad en el ascetismo de los monjes, cuya vida era ocupada casi exclusivamente por la lucha contra la tentación libidinosa.

Desde luego, uno se inclina al comienzo por reconducir esas dificultades a unas propiedades universales de nuestras pulsiones orgánicas. Y en efecto, es en general cierto que la significatividad psíquica de una pulsión aumenta cuando es frustrada. Hágase pasar hambre, por igual, a un grupo compuesto por los individuos más diversos entre sí. A medida que crezca la imperiosa necesidad de alimentarse se borrarán todas las diferencias individuales y emergerán, en su lugar, las uniformes exteriorizaciones de esa única y no saciada pulsión. Pero, ¿es también cierto que el valor psíquico de toda pulsión disminuye hasta ese punto cuando se satisface? Considérese, por ejemplo, la relación del bebedor con el vino. ¿No es verdad que le ofrece una pareja satisfacción tóxica que la poesía ha comparado harto a menudo con la erótica y que también para la concepción científica es comparable a esta? ¿Y se ha sabido de algún bebedor que se viera constreñido a variar de continuo su bebida porque al ser siempre la misma pronto le resultaba insípida? Al contrario; el hábito estrecha cada vez más el lazo entre el hombre y el tipo de vino que bebe. ¿Se tiene noticia en el bebedor de alguna necesidad a irse a un país donde el vino sea más caro, o esté prohibido su goce, a fin de elevar por la interposición de tales obstáculos una satisfacción en descenso? Nada de eso. Prestemos oídos a las manifestaciones de nuestros grandes alcohólicos, Bocklin[12] por ejemplo, acerca de su relación con el vino: suenan a la más pura armonía, el arquetipo de un matrimonio dichoso. ¿Por qué es tan diversa la relación del amante con su objeto sexual?

Creo que, por extraño que suene, habría que ocuparse de la posibilidad de que haya algo en la naturaleza de la pulsión sexual misma desfavorable al logro de la satisfacción plena. De la prolongada y difícil historia de desarrollo de esta pulsión se destacan enseguida dos factores a los que se podría responsabilizar de esa dificultad. En primer lugar, a consecuencia de la acometida de la elección de objeto en dos tiempos separados por la interposición de la barrera del incesto, el objeto definitivo de la pulsión sexual ya no es nunca el originario, sino sólo un subrogado de este. Ahora bien, he aquí lo que nos ha enseñado el psicoanálisis: toda vez que el objeto originario de una moción de deseo se ha perdido por obra de una represión, suele ser subrogado por una serie interminable de objetos sustitutivos, de los cuales, empero, ninguno satisface plenamente. Acaso esto nos explique la falta de permanencia en la elección de objeto, el «hambre de estímulo[13]» que tan a menudo caracteriza la vida amorosa de los adultos.

En segundo lugar, sabemos que la pulsión sexual se descompone al principio en una gran serie de componentes -más bien proviene de ellos-, no todos los cuales pueden ser acogidos en su conformación ulterior, sino que deben ser sofocados antes o recibir otro empleo. Sobre todo los elementos pulsionales coprófilos demuestran ser incompatibles con nuestra cultura estética, probablemente desde que al adoptar la marcha erecta apartamos de la tierra nuestro órgano olfatorio[14]; lo mismo vale para buena parte de las impulsiones sádicas que pertenecen a la vida amorosa. Pero todos esos procesos de desarrollo sólo atañen a los estratos superiores de la compleja estructura. Los procesos fundamentales que brindan la excitación amorosa no han cambiado. Lo excrementicio forma con lo sexual una urdimbre demasiado íntima e inseparable, la posición de los genitales -inter urinas et faeces- sigue siendo el factor decisivo e inmutable. Podría decirse aquí, parodiando un famoso dicho del gran Napoleón: «La anatomía es el destino[15]». Los genitales mismos no han acompañado el desarrollo hacia la belleza de las formas del cuerpo humano; conservan un carácter animal, y en el fondo lo es tanto el amor hoy como lo fue en todo tiempo. Las pulsiones amorosas son difíciles de educar, y su educación consigue ora demasiado, ora demasiado poco. Lo que la cultura pretende hacer con ellas no parece asequible sin seria aminoración del placer, y la pervivencia de las mociones no aplicadas se expresa en el quehacer sexual como insatisfacción.

Por todo ello, acaso habría que admitir la idea de que en modo alguno es posible avenir las exigencias de la sexualidad con los requerimientos de la cultura, y serían inevitables la renuncia y el padecimiento, así como, en un lejano futuro, el peligro de extinción del género humano a consecuencia de su desarrollo cultural. Es verdad que esta sombría prognosis descansa en una única conjetura: la insatisfacción cultural sería la necesaria consecuencia de ciertas particularidades que la pulsión sexual ha cobrado bajo la presión de la cultura. Ahora bien, esa misma ineptitud de la pulsión sexual para procurar una satisfacción plena tan pronto es sometida a los primeros reclamos de la cultura pasa a ser la fuente de los más grandiosos logros culturales, que son llevados a cabo por medio de una sublimación cada vez más vasta de sus componentes pulsionales. En efecto, ¿qué motivo tendrían los seres humanos para dar otros usos a sus fuerzas pulsionales sexuales si de cualquier distribución de ellas obtuvieran una satisfacción placentera total? Nunca se librarían de ese placer y no producirían ningún progreso ulterior. Parecería, pues, que la insalvable diferencia entre los requerimientos de ambas pulsiones -las sexuales y las egoístas- habilitara para logros cada vez más elevados, es verdad que bajo una permanente amenaza (a la que en el presente sucumben los más débiles) en la forma de la neurosis.

La ciencia no persigue el propósito de aterrorizar ni el de consolar. Pero de buena gana concedo que unas conclusiones de tan vastos alcances como las expuestas deberían edificarse sobre una base más amplia, y que otras orientaciones del desarrollo de la humanidad acaso puedan corregir el resultado que aquí hemos considerado aisladamente.

[resaltados y algunos títulos nuestros] 

[fuente amorrortu editores





NOTAS



[1] Aparente referencia al «enlace falso» mencionado en Estudios sobre la histeria (1895d), AE, 2, pág. 87n.),
[2] Steiner, 1907; Stekel, 1908; Ferenczi, 1908. [Freud había escrito un prólogo para el libro de Stekel (Freud, 19081) y posteriormente escribió uno para un libro de Steiner (1913) sobre el mismo tema (Freud, 1913e).
[3] Stekel, 1908. págs. 191 y sigs.
[4] La elección de objeto según el tipo del apuntalamiento (o «anaclítica») fue elucidada con mayor amplitud en «Introducción del narcisismo» (1914c).
[5] Acerca del uso del término «imago», véase una nota mía al pie en «El problema económico del masoquismo» (1924c), AE, 19, pág. 173, n. 23.
[6] {«Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se allegará a su mujer, y serán una sola carne» (Génesis, 2:24).}
[7] En las ediciones anteriores a 1924 aparecía aquí la poco común palabra «Unbewusstsein», «inconciencia».
[8] Expresión tomada de los experimentos de Jung sobre asociación de palabras (Jung, 1906 [vol. 2, 19091), y que Freud vuelve a utilizar en el historial clínico del «Hombre de las Ratas» (19Cr9d), AE, 10, págs. 164-5.
[9] «Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre» (1910b)
[10] Me muestro a la vez muy dispuesto a admitir que el complicado tema de la frigidez en la mujer puede también ser abordado desde otro ángulo. La cuestión es detenidamente examinada en «El tabú de la virginidad» (1918a)
[11] Cf. «El tabú de la virginidad» (1918a)
[12] Floerke, 1902, pág. 16.
[13] «Reizhunger», término que habrían acuñado Hoche y Bloch; d. Tres ensayos de teoría sexual (Freud, 1905d), AE, 7, pág. 137, n. 16.
[14] Véanse dos largas notas al pie en El malestar en la cultura (1930a), AE, 21, págs. 97-8 y 103-4,
[15] Esta paráfrasis reaparece en «El sepultamiento del complejo de Edipo» (1924d), AE, 19, pág. 185.

[*]  foto

Margarita MOSQUERA ZAPATA
Psicoanalista
Tel: 2817046 // 3168255369
Itagui, Antioquia, Colombia