Sigmund Freud. Sobre la más generalizada degradación de la
vida amorosa. (Contribuciones a la psicología del amor, II) (1912).
«Über
die allgemeinste Erniedrigung des Liebeslebens
(Beiträge zur Psychologie des Liebeslebens, II)»
Nota introductoria:
El examen
de las dos corrientes sexuales en la primera sección del presente
artículo es, de hecho, un complemento de Tres ensayos de teoría sexual (1905d),
en cuya edición de 1915 se incluyó un breve resumen de él (AE, 7, págs. 181-2).
El análisis de la impotencia psíquica, que ocupa la sección 2, es
el principal aporte de Freud a ese tema. La última sección es una de su larga
serie de elucidaciones sobre el antagonismo entre cultura y vida
pulsional, de las que se hallará otro ejemplo en las Cinco conferencias
sobre psicoanálisis (1910a), y una exposición más completa en «La moral sexual
"cultural" y la nerviosidad moderna» (1908d) y en su libro, muy
posterior, El malestar en la cultura (1930a). James Strachey
1.
(Examen de
las dos corrientes sexuales)
Si
quien ejerce el psicoanálisis se pregunta cuál es la afección por la que se le
solicita asistencia más a menudo, deberá responder que, prescindiendo de la
angustia en sus múltiples formas, es la impotencia psíquica. Esta extraña perturbación aqueja a hombres de naturaleza intensamente libidinosa, y se exterioriza en el hecho de que los órganos ejecutivos de la sexualidad rehúsan el
cumplimiento del acto sexual, aunque tanto antes como después se demuestren intactos y capaces de
operar, y aunque exista una intensa propensión psíquica a la ejecución del
acto. El propio enfermo obtiene una primera orientación para entender su estado
al hacer la experiencia de que esa denegación sólo surge cuando lo ensaya con ciertas personas, mientras
que nunca le sucede con otras. Sabe entonces que la
inhibición de su potencia viril parte de una propiedad del objeto sexual, y muchas veces informa haber sentido en su
interior un impedimento, una
voluntad contraria que consigue perturbar el propósito conciente. Pero no puede colegir en qué consistiría ese impedimento interior, ni la
propiedad del objeto sexual de la que sería el efecto. Si ha vivenciado repetidamente esa denegación
juzgará, siguiendo un consabido enlace falaz[1],
que fue el recuerdo de la
primera vez, perturbador como representación angustiante, el que provocó las repeticiones; y en cuanto a
esa primera vez, la reconducirá a una impresión «casual».
Varios
autores han emprendido y publicado ya estudios psicoanalíticos sobre la
impotencia psíquica. (ver nota[2])
Todo analista está en condiciones de corroborar por su propia experiencia
médica los esclarecimientos ofrecidos en ellos. En efecto, se trata del influjo inhibitorio de ciertos
complejos psíquicos que se sustraen al conocimiento del individuo. Como el contenido más universal de este material
patógeno, se destaca la fijación
incestuosa no superada a la madre y hermanas. Además, debe tenerse en cuenta la influencia de impresiones penosas accidentales que
se anudan al quehacer sexual infantil, así
como los factores que de
una manera general reducen la libido susceptible de ser dirigida al objeto
sexual femenino.
(ver nota[3])
Si
por medio del psicoanálisis se someten a estudio profundo casos de impotencia
psíquica declarada, se obtiene la siguiente información sobre los procesos
psicosexuales eficaces. El
fundamento de la afección es también aquí -como, probablemente, en todas las perturbaciones
neuróticas- una inhibición en
la historia del desarrollo de la libido hasta su plasmación definitiva y
merecedora de llamarse normal. En este caso no confluyen una en la otra dos corrientes cuya reunión es
lo único que asegura una conducta amorosa plenamente normal; dos corrientes que podemos distinguir entre ellas
como la tierna y la
sensual.
Corriente tierna
De esas dos
corrientes, la tierna es la
más antigua. Proviene de la primera infancia, se ha formado sobre la base de los intereses de la pulsión de
autoconservación y se dirige a las personas que integran la familia y a las que
tienen a su cargo la crianza del niño. Desde el comienzo ha recibido aportes de las pulsiones sexuales, acogiendo componentes de interés erótico que ya en la infancia fueron
más o menos nítidos, y
que un posterior psicoanálisis descubre en todos los casos en el neurótico. Corresponde a la
elección infantil primaria de objeto. De ella inferimos que las pulsiones sexuales
hallan sus primeros objetos apuntalándose en las estimaciones {Schátzung} de
las pulsiones yoicas, del mismo modo como las primeras satisfacciones sexuales
se experimentan apuntaladas en las funciones corporales necesarias para la
conservación de la vida.
(ver nota[4])
La «ternura» de
los padres y personas a cargo de la crianza, que rara vez desmiente su carácter erótico («el niño es un juguete erótico»), contribuye en mucho a acrecentar los aportes del
erotismo a las investiduras de las pulsiones yoicas en el niño y a conferirles
un grado que no podrá menos que entrar en cuenta en el desarrollo posterior,
tanto más si ayudan algunas otras circunstancias.
Corriente sensual
Estas fijaciones tiernas del niño continúan a
lo largo de la infancia,
tomando consigo cada vez más de un erotismo que, por esa vía, es desviado
de sus metas sexuales.
Ahora bien, en la pubertad se añade la poderosa
corriente «sensual», que ya no ignora sus metas. Al parecer, nunca deja de transitar por aquellos
tempranos caminos y de investir, ahora con montos libidinales más intensos, los
objetos de la elección infantil primaria. Pero como tropieza ahí con los
obstáculos de la barrera del incesto, levantada entretanto, exteriorizará el afán de hallar lo más pronto posible el paso desde esos objetos,
inapropiados, en la realidad,
hacia otros objetos, ajenos, con los que
pueda cumplirse una real vida sexual. Es cierto que estos
últimos se escogen siempre según el arquetipo (la imago[5])
de los infantiles, pero con el tiempo
atraerán hacía sí la ternura que estaba encadenada a los primeros. El varón dejará a su padre y a su madre -según el
precepto bíblico[6]-
y se allegará a su mujer; así quedan conjugadas
ternura y sensualidad. Los
grados máximos de enamoramiento sensual conllevarán la máxima estimación
psíquica (la sobrestimación {Uberschätzung} normal del objeto sexual de parte
del varón).
Fracaso
Dos factores
contribuirán decisivamente al fracaso de este progreso en el curso de
desarrollo de la libido. En primer lugar, la medida de frustración
{denegación) real que contraríe la nueva elección
de objeto y la desvalorice para el individuo. En efecto, no tiene ningún sentido volcarse a la elección
de objeto si uno no puede elegir absolutamente nada o no tiene perspectivas de
poder elegir algo conveniente. En segundo lugar, la medida de la atracción que sean capaces de exteriorizar los objetos
infantiles que han de abandonarse, y que es proporcional a la investidura
erótica que les cupo todavía en la niñez. Si estos dos factores son lo bastante
fuertes, entra en acción el mecanismo universal de la formación de neurosis.
Formación de neurosis.
La libido se
extraña de la realidad, es acogida por la actividad de la fantasía
(introversión), refuerza las imágenes de los primeros objetos sexuales, se fija
a estos. Ahora bien, el impedimento del
incesto constriñe a la libido
volcada a esos objetos a permanecer en lo inconciente. Y a su vez contribuyen a
reforzar esta fijación los actos onanistas, el quehacer de la corriente sensual
que ahora es súbdita de lo inconciente. En nada modifica esta situación el hecho
de que ahora se consume en la fantasía el progreso que fracasó en la realidad:
que en las situaciones fantaseadas que llevan a la satisfacción onanista los
objetos sexuales originarios sean sustituidos por objetos ajenos. Esas
fantasías devienen susceptibles de conciencia en virtud de esa sustitución,
pero en la colocación real de la libido no se consuma progreso alguno. De esta
manera, puede ocurrir que toda la sensualidad de un joven esté ligada en lo
inconciente[7]
a objetos incestuosos o, como también podemos decir, fijada a fantasías
inconscientes incestuosas. El resultado es entonces una impotencia absoluta,
tal vez asegurada además por el efectivo debilitamiento, adquirido al mismo
tiempo, de los órganos que ejecutan el acto sexual.
Impotencia psíquica propiamente dicha
Para que se
produzca la impotencia psíquica propiamente dicha se requieren condiciones más
benignas. La corriente sensual no puede haber sufrido en todo su monto el
destino de tener que desaparecer, oculta tras la corriente tierna; es preciso
que se haya conservado intensa o desinhibida en grado suficiente para conseguir
en parte su salida hacia la realidad. Sin embargo, el quehacer sexual de esas
personas permite discernir, por los más nítidos indicios, que no están
respaldadas por la íntegra fuerza pulsional psíquica. Ese quehacer es
caprichoso, es perturbado con facilidad, a menudo incorrecto en la ejecución,
dispensa un goce escaso. Pero, sobre todo, se ve precisado a esquivar la
corriente tierna. Por tanto, se ha producido una limitación en la elección de
objeto. La corriente sensual que ha permanecido activa sólo busca objetos que
no recuerden a las personas incestuosas prohibidas; si de cierta persona dimana
una impresión que pudiera llevar a su elevada estima psíquica, no desemboca en
una excitación de la sensualidad, sino en una ternura ineficaz en lo erótico.
La vida amorosa de estos seres permanece escindida en las dos orientaciones que
el arte ha personificado como amor celestial y terreno (o animal). Cuando aman
no anhelan, y cuando anhelan no pueden amar. Buscan objetos a los que no
necesitan amar, a fin de mantener alejada su sensualidad de los objetos amados;
y luego, si un rasgo a menudo nimio del objeto elegido para evitar el incesto
recuerda al objeto que debía evitarse, sobreviene, de acuerdo con las leyes de
la «sensibilidad de complejo[8]»
y del «retorno de lo reprimido», esa extraña denegación que es la impotencia
psíquica.
Defensa: degradación del objeto sexual.
Para
protegerse de esa perturbación, el principal recurso de que se vale el hombre
que se encuentra en esa escisión amorosa consiste en la degradación psíquica
del objeto sexual, al par que la sobrestimación que normalmente recae sobre el
objeto sexual es reservada para el objeto incestuoso y sus subrogaciones. Tan
pronto se cumple la condición de la degradación, la sensualidad puede
exteriorizarse con libertad, desarrollar operaciones sexuales sustantivas y
elevado placer. Hay además otro nexo que contribuye a ese resultado. Personas
en quienes la corriente tierna y la sensual no han confluido cabalmente una en
la otra casi siempre tienen una vida amorosa poco refinada; en ellas se han
conservado metas sexuales perversas cuyo incumplimiento es sentido como una
sensible pérdida de placer, pero cuyo cumplimiento sólo aparece como posible en
el objeto sexual degradado, menospreciado.
Ahora
se vuelven comprensibles en sus motivos las fantasías de muchachos que rebajan
a la madre a la condición de mujer fácil, mencionadas en la primera de estas
«Contribuciones[9]».
No son sino unos empeños por tender un puente, al menos en la fantasía, sobre
el abismo que separa a esas dos corrientes de la vida amorosa, ganando a la
madre como objeto para la sensualidad por la vía de su degradación.
2.
(El análisis
de la impotencia psíquica)
Hasta
aquí nos hemos ocupado de una indagación médico-psicológica de la impotencia
psíquica, no justificada por el título de este ensayo. Sin embargo, se
demostrará que necesitábamos de esta introducción para obtener un camino de
abordaje de nuestro tema específico.
Hemos
reducido la impotencia psíquica al desencuentro de la corriente tierna y la sensual en la vida amorosa, explicando a su vez esta inhibición del desarrollo mediante los influjos de las intensas fijaciones
infantiles y la posterior frustración en la realidad, barrera del incesto mediante. A esta doctrina cabe hacerle sobre todo una
objeción: nos proporciona demasiado, nos explica por qué ciertas personas
padecen de impotencia psíquica, pero deja subsistir el enigma de que otras
puedan escapar a ese padecimiento. Puesto que todos los factores considerados
(la intensa fijación infantil, la barrera del incesto y la frustración en los
años del desarrollo que siguen a la pubertad) pueden reconocerse presentes en
la gran mayoría de los hombres cultos, estaría justificada la expectativa de
que la impotencia psíquica fuese una afección
universal de la cultura y no la enfermedad de algunos individuos.
Parece
tentador escapar a esta conclusión remitiéndose al factor cuantitativo de la
causación de la enfermedad, a ese «más» o «menos» en la contribución de los
diversos factores, del que depende que se produzca o no un resultado patológico
reconocible. Pero si bien yo consideraría correcta esa respuesta, no tengo el
propósito de eludir la mencionada conclusión. Por el contrario, sustentaré la
tesis de que la impotencia psíquica está mucho más difundida de lo que se
cree, y que cierta medida de esa conducta caracteriza de hecho la vida amorosa
del hombre de cultura.
Si se
toma el concepto de la impotencia psíquica en un sentido más lato, sin
limitarlo al fracaso de la acción del coito no obstante el previo propósito de
obtener placer y la posesión de un aparato genital intacto, se nos presentan en
primer lugar todos esos hombres a quienes se designa como «psicanestésicos»: la acción misma no se les deniega, pero la consuman
sin una particular ganancia de placer -hechos estos más frecuentes de lo que se
creería. La indagación psicoanalítica de estos casos descubre los mismos
factores etiológicos que hemos hallado en la impotencia psíquica en el sentido
estricto, sin que podamos explicar al comienzo las diferencias sintomáticas. Y
de los hombres anestésicos, una analogía fácil de justificar nos lleva al
enorme número de mujeres frígidas cuya conducta amorosa de hecho no puede describirse
o comprenderse mejor que equiparándola con la impotencia psíquica del varón,
más estrepitosa. (ver nota[10])
Pero
si no consideramos una ampliación del concepto de la impotencia psíquica, sino
las gradaciones de su sintomatología, no podemos desconocer la intelección de
que la conducta amorosa del hombre en el
mundo cultural de nuestros días presenta universalmente el tipo de la
impotencia psíquica. La
corriente tierna y la sensual se encuentran fusionadas entre sí en las menos de
las personas cultas; casi siempre el hombre se siente limitado en su quehacer
sexual por el respeto a la mujer, y sólo desarrolla su potencia plena cuando
está frente a un objeto sexual degradado, lo que de nuevo tiene por fundamento,
entre otros, la circunstancia de que en sus metas sexuales entran componentes
perversos que no osa satisfacer en la mujer respetada. Sólo le es deparado un
pleno goce sexual si puede entregarse a la satisfacción sin miramientos, cosa
que no se atreve a hacer, por ejemplo, con su educada esposa. A ello se debe su
necesidad de un objeto sexual degradado, de una mujer inferior éticamente a
quien no se vea precisado a atribuirle reparos estéticos, que no lo conozca en
sus otras relaciones de vida ni pueda enjuiciarlo. A una mujer así consagra de
preferencia su fuerza sexual, aunque su ternura pertenezca por entero a una de
superior condición. Es posible que la inclinación, tan a menudo observada, de
los hombres de las clases sociales elevadas a elegir una mujer de inferior extracción
como amante duradera, o aun como esposa, no sea más que la consecuencia de
aquella necesidad de un objeto sexual degradado, con el cual psicológicamente
se enlaza la posibilidad de la satisfacción plena.
No
vacilo en responsabilizar también por esta conducta tan frecuente de los
hombres de cultura en su vida amorosa a los dos factores eficaces en la
impotencia psíquica genuina: la intensa fijación incestuosa de la infancia y la
frustración real de la adolescencia. Suena poco alentador y, por añadidura,
paradójico, pero es preciso decir que quien haya de ser realmente libre, y, de
ese modo, también feliz en su vida amorosa, tiene que haber superado el respeto
a la mujer y admitido la representación del incesto con su madre o hermana.
Quien se someta a un serio autoexamen respecto de este requisito hallará dentro
de sí, sin duda alguna, que en el fondo juzga el acto sexual como algo
degradante, que mancha y ensucia no sólo en lo corporal. Y sólo podrá buscar la
génesis de esta valoración -que por cierto no confesará de buena gana- en
aquella época de su juventud en que su corriente sensual ya se había
desarrollado con fuerza, pero tenía prohibido satisfacerse en el objeto ajeno
casi tanto como en el incestuoso.
En
nuestro mundo cultural, las mujeres se encuentran bajo un parecido efecto
posterior de su educación y, además, bajo el efecto de contragolpe de la
conducta de los hombres. Desde luego, para ellas es tan desfavorable que el
varón no las aborde con toda su potencia como que a la inicial sobrestimación
del enamoramiento suceda, tras la posesión, el menosprecio. En la mujer se nota
apenas una necesidad de degradar el objeto sexual; esto tiene que ver sin duda
con el hecho de que, por regla general, no se produce en ella nada semejante a
la sobrestimación sexual característica del varón. Ahora bien, la prolongada
coartación de lo sexual y la reclusión de la sensualidad a la fantasía tienen
para ella otra consecuencia de peso. A menudo le sucede, en efecto, no poder
desatar más el enlace del quehacer sensual con la prohibición, y así se muestra
psíquicamente impotente, es decir, frígida, cuando al fin se le permite ese
quehacer. A ello se debe, en muchas mujeres, su afán de mantener por un tiempo
en secreto aun relaciones permitidas y, en otras, su capacidad para sentir
normalmente tan pronto se restablece la condición de lo prohibido en un amorío
secreto; infieles al marido, están en condiciones de guardar al amante una
fidelidad de segundo orden. (ver nota[11])
Opino
que esa condición de lo prohibido es equiparable, en la vida amorosa femenina,
a la necesidad de degradación del objeto sexual en el varón. Ambas son
consecuencias del prolongado diferimiento entre madurez genésica y quehacer
sexual, que la educación exige por razones culturales. Y ambas buscan cancelar
la impotencia psíquica que resulta del desencuentro entre mociones tiernas y
sensuales. Si el resultado de idénticas causas se muestra tan diverso en la
mujer y en el varón, acaso se debe a otra diferencia entre la conducta de uno y
otro sexo. La mujer de cultura no suele trasgredir la prohibición del quehacer
sexual durante ese lapso de espera, y así adquiere el íntimo enlace entre
prohibición y sexualidad. El varón la infringe en la mayoría de los casos bajo
la condición de la degradación del objeto, y por eso retoma esta última en su
posterior vida amorosa.
En
vista de los afanes de reforma sexual, tan vivos en la cultura de hoy, no es
superfluo recordar que la investigación psicoanalítica, como cualquier labor
científica, es ajena a toda tendencia. Sólo pretende descubrir nexos
reconduciendo lo manifiesto a lo oculto. Luego, no le parecerá mal que los
reformadores se sirvan de sus averiguaciones para remplazar lo dañino por lo
más ventajoso. Sin embargo, no puede predecir si instituciones diversas no
traerán por consecuencia otros sacrificios, acaso más graves.
3 (antagonismo entre cultura y vida pulsional,)
El
hecho de que el enfrenamiento cultural de la vida amorosa conlleve la más
generalizada degradación de los objetos sexuales puede movernos a apartar
nuestra mirada de los objetos para dirigirla a las pulsiones mismas. El
perjuicio que se infiere frustrando al principio el goce sexual se exterioriza
en que su ulterior permiso dentro del matrimonio ya no produce una satisfacción
plena. Pero tampoco lleva a mejor resultado la libertad sexual irrestricta
desde el comienzo. Es fácil comprobar que el valor psíquico de la necesidad de
amor se hunde tan pronto como se le vuelve holgado satisfacerse. Hace falta un
obstáculo para pulsionar a la libido hacia lo alto, y donde las resistencias
naturales a la satisfacción no bastaron, los hombres de todos los tiempos interpusieron
unas resistencias convencionales al goce del amor. Esto es válido tanto para
los individuos corno para los pueblos. En épocas en que la satisfacción amorosa
no tropezaba con ninguna dificultad, por ejemplo durante la decadencia de la
cultura antigua, el amor perdió todo valor, la vida se volvió vacía e hicieron
falta intensas formaciones reactivas para restablecer los valores afectivos
indispensables. En esta conexión puede aseverarse que la corriente ascética del
cristianismo procuró al amor unas valoraciones psíquicas que la Antigüedad
pagana no podía prestarle. Alcanzó su máxima significatividad en el ascetismo
de los monjes, cuya vida era ocupada casi exclusivamente por la lucha contra la
tentación libidinosa.
Desde
luego, uno se inclina al comienzo por reconducir esas dificultades a unas
propiedades universales de nuestras pulsiones orgánicas. Y en efecto, es en
general cierto que la significatividad psíquica de una pulsión aumenta cuando
es frustrada. Hágase pasar hambre, por igual, a un grupo compuesto por los
individuos más diversos entre sí. A medida que crezca la imperiosa necesidad de
alimentarse se borrarán todas las diferencias individuales y emergerán, en su
lugar, las uniformes exteriorizaciones de esa única y no saciada pulsión. Pero,
¿es también cierto que el valor psíquico de toda pulsión disminuye hasta ese
punto cuando se satisface? Considérese, por ejemplo, la relación del bebedor
con el vino. ¿No es verdad que le ofrece una pareja satisfacción tóxica que la
poesía ha comparado harto a menudo con la erótica y que también para la
concepción científica es comparable a esta? ¿Y se ha sabido de algún bebedor
que se viera constreñido a variar de continuo su bebida porque al ser siempre
la misma pronto le resultaba insípida? Al contrario; el hábito estrecha cada
vez más el lazo entre el hombre y el tipo de vino que bebe. ¿Se tiene noticia
en el bebedor de alguna necesidad a irse a un país donde el vino sea más caro,
o esté prohibido su goce, a fin de elevar por la interposición de tales
obstáculos una satisfacción en descenso? Nada de eso. Prestemos oídos a las
manifestaciones de nuestros grandes alcohólicos, Bocklin[12]
por ejemplo, acerca de su relación con el vino: suenan a la más pura armonía,
el arquetipo de un matrimonio dichoso. ¿Por qué es tan diversa la relación del
amante con su objeto sexual?
Creo que, por extraño
que suene, habría que ocuparse de la posibilidad de que haya algo en la
naturaleza de la pulsión sexual misma desfavorable al logro de la satisfacción
plena. De la prolongada y
difícil historia de desarrollo de esta pulsión se destacan enseguida dos
factores a los que se podría responsabilizar de esa dificultad. En primer
lugar, a consecuencia de la acometida de la elección de objeto en dos tiempos
separados por la interposición de la barrera del incesto, el objeto definitivo de la pulsión sexual ya no es nunca el
originario, sino sólo un subrogado de este. Ahora bien, he aquí lo que nos ha enseñado el
psicoanálisis: toda vez que el objeto originario de una moción de deseo se ha
perdido por obra de una represión, suele ser subrogado por una serie
interminable de objetos sustitutivos, de los cuales, empero, ninguno satisface plenamente. Acaso esto nos explique la falta de permanencia en la
elección de objeto, el «hambre de estímulo[13]»
que tan a menudo caracteriza la vida amorosa de los adultos.
En
segundo lugar, sabemos que la pulsión sexual se descompone al principio en una
gran serie de componentes -más bien proviene de ellos-, no todos los cuales
pueden ser acogidos en su conformación ulterior, sino que deben ser sofocados
antes o recibir otro empleo. Sobre todo los elementos pulsionales coprófilos
demuestran ser incompatibles con nuestra cultura estética, probablemente desde
que al adoptar la marcha erecta apartamos de la tierra nuestro órgano olfatorio[14];
lo mismo vale para buena parte de las impulsiones sádicas que pertenecen a la
vida amorosa. Pero todos esos procesos de desarrollo sólo atañen a los estratos
superiores de la compleja estructura. Los procesos fundamentales que brindan la
excitación amorosa no han cambiado. Lo excrementicio forma con lo sexual una
urdimbre demasiado íntima e inseparable, la posición de los genitales -inter
urinas et faeces- sigue siendo el factor decisivo e inmutable. Podría decirse
aquí, parodiando un famoso dicho del gran Napoleón: «La anatomía es el destino[15]».
Los genitales mismos no han acompañado el
desarrollo hacia la belleza de las formas del cuerpo humano; conservan un carácter animal, y en el fondo lo es tanto el amor hoy como lo fue en todo
tiempo. Las pulsiones amorosas son difíciles de educar, y su educación consigue
ora demasiado, ora demasiado poco. Lo que la cultura pretende hacer con ellas
no parece asequible sin seria aminoración del placer, y la pervivencia de las
mociones no aplicadas se expresa en el quehacer sexual como insatisfacción.
Por
todo ello, acaso habría que admitir la idea de que en modo alguno es posible
avenir las exigencias de la sexualidad con los requerimientos de la cultura, y
serían inevitables la renuncia y el padecimiento, así como, en un lejano
futuro, el peligro de extinción del género humano a consecuencia de su
desarrollo cultural. Es verdad que esta sombría prognosis descansa en una única
conjetura: la insatisfacción cultural sería la necesaria consecuencia de
ciertas particularidades que la pulsión sexual ha cobrado bajo la presión de la
cultura. Ahora bien, esa misma ineptitud de la pulsión sexual para procurar una
satisfacción plena tan pronto es sometida a los primeros reclamos de la cultura
pasa a ser la fuente de los más grandiosos logros culturales, que son llevados
a cabo por medio de una sublimación cada vez más vasta de sus componentes
pulsionales. En efecto, ¿qué motivo tendrían los seres humanos para dar otros
usos a sus fuerzas pulsionales sexuales si de cualquier distribución de ellas
obtuvieran una satisfacción placentera total? Nunca se librarían de ese placer
y no producirían ningún progreso ulterior. Parecería, pues, que la insalvable
diferencia entre los requerimientos de ambas pulsiones -las sexuales y las
egoístas- habilitara para logros cada vez más elevados, es verdad que bajo una
permanente amenaza (a la que en el presente sucumben los más débiles) en la
forma de la neurosis.
La
ciencia no persigue el propósito de aterrorizar ni el de consolar. Pero de
buena gana concedo que unas conclusiones de tan vastos alcances como las
expuestas deberían edificarse sobre una base más amplia, y que otras
orientaciones del desarrollo de la humanidad acaso puedan corregir el resultado
que aquí hemos considerado aisladamente.
[resaltados y algunos títulos nuestros]
[fuente amorrortu editores]
NOTAS
[1] Aparente referencia al «enlace falso» mencionado en Estudios sobre la
histeria (1895d), AE, 2, pág. 87n.),
[2] Steiner, 1907; Stekel, 1908; Ferenczi, 1908. [Freud había escrito un
prólogo para el libro de Stekel (Freud, 19081) y posteriormente escribió uno
para un libro de Steiner (1913) sobre el mismo tema (Freud, 1913e).
[3] Stekel, 1908. págs. 191 y sigs.
[4] La elección de objeto según el tipo del apuntalamiento (o
«anaclítica») fue elucidada con mayor amplitud en «Introducción del narcisismo»
(1914c).
[5] Acerca del uso del término «imago», véase una nota mía al pie en «El
problema económico del masoquismo» (1924c), AE, 19, pág. 173, n. 23.
[6] {«Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se allegará a su mujer,
y serán una sola carne» (Génesis, 2:24).}
[7] En las ediciones anteriores a 1924 aparecía aquí la poco común palabra
«Unbewusstsein», «inconciencia».
[8] Expresión tomada de los experimentos de Jung sobre asociación de
palabras (Jung, 1906 [vol. 2, 19091), y que Freud vuelve a utilizar en el
historial clínico del «Hombre de las Ratas» (19Cr9d), AE, 10, págs. 164-5.
[9] «Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre» (1910b)
[10] Me muestro a la vez muy dispuesto a admitir que el complicado tema de
la frigidez en la mujer puede también ser abordado desde otro ángulo. La
cuestión es detenidamente examinada en «El tabú de la virginidad» (1918a)
[11] Cf. «El tabú de la virginidad» (1918a)
[12] Floerke, 1902, pág. 16.
[13] «Reizhunger», término que habrían acuñado Hoche y Bloch; d. Tres
ensayos de teoría sexual (Freud, 1905d), AE, 7, pág. 137, n. 16.
[14] Véanse dos largas notas al pie en El malestar en la cultura (1930a),
AE, 21, págs. 97-8 y 103-4,
[15] Esta paráfrasis reaparece en «El sepultamiento del complejo de Edipo»
(1924d), AE, 19, pág. 185.
[*] foto
Margarita MOSQUERA ZAPATA
Psicoanalista
Tel: 2817046 // 3168255369
Itagui, Antioquia, Colombia