Ética a Nicómaco
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Libro cuarto
De los
morales de Aristóteles escritos a Nicomaco y por esto llamados nicomaquios
Capítulo
primero
De la
liberalidad y escaseza
En el primer capítulo propone en qué materia
se emplea y consiste la liberalidad y los extremos suyos viciosos, que es en la
comunicación de los proprios intereses, y pone las diferencias que hay entre el
verdaderamente liberal y el pródigo, y declara por qué se dice el pródigo
perdido.
De aquí adelante tratemos de la liberalidad,
la cual parece ser una medianía en cosa de lo que toca al dinero y intereses.
Porque no alabamos a un hombre de liberal porque haya hecho ilustres cosas en
la guerra, ni tampoco por las cosas en que el varón templado se ejercita, ni
menos por tratarse bien en las cosas tocantes a la judicatura, sino por el dar
o recebir de los dineros, y más por el dar que por el recebir. Llamamos
dineros, todo lo que puede ser apreciado con dinero. Son asimismo la
prodigalidad y la avaricia excesos y defectos en lo que toca a los intereses y
dineros, y la avaricia siempre la atribuimos a los que procuran el dinero con
más diligencia y hervor que no debrían; mas la prodigalidad (que en griego se
llama asotia, que palabra por palabra quiere decir perdición) algunas
veces con otros vicios la acumulamos juntamente. Porque los que son disolutos y
amigos de gastar en profanidades sus dineros, llamámoslos pródigos y perdidos.
Y por esto parece que estos tales son los peores de los hombres, porque
juntamente están en muchos vicios puestos. Mas no los llamamos con aquel nombre
propriamente. Porque perdido quiere decir hombre que tiene en sí algún vicio,
con que destruye su propria hacienda, porque aquel se dice perdido, que él por
sí mismo se destruye; y parece que la perdición de la hacienda es una perdición
del mismo, pues de la hacienda depende la vida. Desta manera, pues, habemos de
entender la prodigalidad o perdición. De aquellas cosas, pues, que por algún
uso se procuran, puede acontecer, que bien o mal se use; y el dinero es una de
las cosas que se procuran por el uso y menester. Aquél, pues, usa bien de cada
cosa, que tiene la virtud que en lo tal consiste, y así aquél usará bien del
dinero, que tiene la virtud que consiste en el dinero, y este tal es el hombre
liberal. Parece pues, que el uso del dinero más consiste en el emplearlo y
darlo, que no en recebirlo y conservarlo. Porque esto más es posesión que uso,
y por esto más parece hecho de hombre liberal dar a quien conviene, que recebir
de quien conviene, ni dejar de tomar de quien no conviene, porque más proprio
oficio es de la virtud hacer bien que recebirlo, y más proprio el hacer lo
honesto, que dejar de hacer lo torpe y vergonzoso. Cosa, pues, manifiesta es,
que al dar es cosa anexa el bien hacer y el obrar cosas honestas, y al recebir
el padecer bien o no hacer cosas vergonzosas. Y el agradecimiento, al que da se
tiene, y no al que no recibe, y más alabado es el que da que no el que no
recibe, y también más fácil cosa es el no recebir que no el dar, y los hombres
más se recatan en no gastar lo proprio que en tomar lo ajeno. A más desto,
aquellos que dan se dicen liberales: que los que no reciben no son tanto
alabados de liberales cuanto de hombres justos, y los que reciben no por ello
son muy alabados. Y de todos los virtuosos, los liberales son los más amados,
porque son útiles, lo cual consiste en el dar. Las obras, pues, de la virtud
son honestas y hechas por causa de lo honesto. De manera que el liberal dará
conforme a razón y por causa de lo honesto, porque dará a quien debe y lo que
debe y cuanto debe, y con las demás condiciones que son anexas al bien dar. Y
esto alegremente, o a lo menos no con triste rostro, porque lo que conforme a
virtud se hace, ha de ser aplacible, o a lo menos no pesado, cuanto menos
triste. Mas el que da a quien no debría, o no por causa de lo honesto, sino por
otra alguna causa, no es liberal, sino que se dirá ser algún otro, ni tampoco
el que da con rostro triste, porque precia más el dinero que no la obra
honesta, lo cual no es hecho de hombre liberal. Ni tampoco recebirá de quien no
debe recebir, porque eso no es de hombre que tiene en poco el dinero. Tampoco
será importuno en el pedir, porque mostrarse fácil en el ser remunerado, no es
de hombre que a otros hace bien. Pero recebirá de donde debe, que es de sus
proprias posesiones: y esto no como cosa honesta, sino como cosa necesaria para
tener que dar. Ni tampoco en sus propias cosas será negligente, por abastar a
algunos con aquéllas. Ni menos dará al primero que se tope, por tener que dar a
quien conviene, y cuando conviene y en lo que es honesto. Es también de hombre
liberal y ahidalgado exceder mucho en el dar, tanto que deje lo menos para sí,
porque el no tener cuenta consigo es de hombre liberal. Entiéndese esta
liberalidad en cada uno según su posibilidad, porque no consiste lo liberal en
la muchedumbre de lo que se da, sino en el hábito del que lo da, el cual da
según es la facultad; de do se colige que bien puede acontecer que el que menos
dé, sea más liberal, si lo da teniendo menos. Aquéllos, pues, parecen ser más
liberales, que no ganaron ellos la hacienda, sino que la heredaron, porque
éstos no saben qué cosa es necesidad; y en fin, cada uno ama lo que él mismo ha
hecho, como los padres a sus hijos y los poetas a sus versos. Es cosa cierto dificultosa
el hacerse rico un hombre liberal, porque ni sabe recebir, ni sabe guardar;
antes todo lo despide de sí, ni para sí mismo precia nada el dinero, sino para
dar. Y desto se quejan los hombres de la fortuna, porque aquellos que más
merecían ser ricos, lo son menos. Aunque esto acontece conforme a razón. Porque
¿cómo han de tener dineros los que no tienen cuidado cómo los ternán? como
acontece también en todo lo demás. Pero el hombre liberal no dará a quien no es
bien dar, ni cuando no es bien, ni en las demás circunstancias semejantes,
porque ya no sería eso usar de liberalidad, y si en semejantes cosas gastase su
dinero, no ternía después qué gastar en lo que conviniese. Es, pues, el varón
liberal, como está ya dicho, aquel que conforme a su posibilidad o facultad
gasta su dinero, y en lo que conviene, y el que desto excede es pródigo o
perdido. Por esto no digamos que los tiranos son pródigos, porque, como tienen
mucho, parece que no pueden fácilmente exceder en las dádivas y gastos.
Consistiendo, pues, la liberalidad en una medianía entre el dar y recebir del
dinero, el hombre liberal dará y gastará en lo que esté bien empleado, y tanto
cuanto convenga gastar, así en lo poco como en lo mucho, y esto alegremente, y
tomará de do convenga, y tanto cuanto convenga. Porque, pues, así en lo uno
como en lo otro es la virtud medianía, lo uno y lo otro hará como convenga,
porque tal manera de recebir es anexa a tal manera de dar, y lo que no es desta
manera, le es contraria. Las que son, pues, anexas entre sí, en un mismo hombre
se hallan juntamente, y las contrarias está claro que no. Y si acaso le
aconteciese emplear su dinero en lo que no conviene ni está bien, se
entristecería, no excesivamente, sino como conviene. Porque proprio oficio de
la virtud es holgarse y entristecerse en lo que conviene, y como conviene. Es
asimismo el hombre liberal de muy buen contratar en cosa del dinero, porque
como no lo precia, antes se entristece más si no gastó lo que convenía, que se
duele de haber gastado lo que no convenía, no siguiendo el parecer del poeta
Simónides puede fácilmente ser defraudado en los intereses. Mas el pródigo aun
en esto no lo acierta, porque ni se alegra en lo que debría, ni como debría, ni
tampoco se entristece, como más claramente, prosiguiendo adelante, lo veremos.
Ya, pues, habemos dicho cómo la prodigalidad y la avaricia son excesos y
defectos, y que consisten en dos cosas: en el dar y en el tomar, porque el
gastar también lo contamos con el dar. La prodigalidad, pues, excede en el dar
y no recebir, y en el recebir es falta; mas la avaricia falta en el dar y
excede en el recebir, sino en algunos. Las cosas, pues, del pródigo nunca
crecen mucho, porque no es posible que el que de ninguna parte recibe, dé a
todos. Porque fácilmente se le acaba la hacienda al particular que lo da todo,
si pródigo se muestra ser. Aunque este tal harto mejor parece ser que no el
avariento, porque parece que la edad y la necesidad lo puede corregir y traer
al medio, y también porque tiene las condiciones del liberal, pues da y no
recibe, aunque lo uno y lo otro no bien ni como debe. Y si él esto viniere a
entender, o por otra cualquier vía se mudare, verná a ser liberal, porque dará
a quien conviene dar, y no recebirá de donde no conviene recebir. Por lo cual
parece que no es vil de su condición, porque no es condición de ruin ni de
villano el exceder en el dar y no recebir, sino de simple. Y el que desta
manera es pródigo, muy mejor parece ser que no el avariento, por las razones
que están dichas, y también porque el pródigo es útil para muchos, mas el
avariento para nadie, ni aun para sí mismo. Pero los más de los pródigos, como
está dicho, reciben de donde no es bien, y en cuanto a esto son avarientos, y
hácense pedigüeños o importunos en el pedir, porque quieren gastar y no tienen
facultad para hacerlo fácilmente, porque se les acaba presto la hacienda.
Esles, pues, forzado buscarlo de otra parte, y como no tienen, juntamente con
esto, cuenta con la honestidad y honra, toman de dondequiera y sin ningún
respecto, porque desean dar y no llevan cuenta con el cómo ni de dónde. Y por
esto sus dádivas no son nada liberales. Porque ni son honestas, ni hechas por
honesta causa, ni como conviene, sino que a veces hacen ricos a los que
merecían ser pobres, y a los que son de vida y costumbres moderadas no darán un
maravedí; y a truhanes, o a gente que les da pasatiempo alguno, dan todo cuanto
tienen. Y así, los más dellos son gente disoluta. Porque, como gastan
prontamente, inclínanse a emplear su dinero en disoluciones, y como no viven
conforme a lo honesto, inclínanse mucho a los deleites. De manera que el
pródigo, si no es corregido, viene a parar en todo esto; mas si tiene quien le
corrija y tenga cuenta con él, verná a dar al medio y a lo que conviene. Pero
la avaricia es vicio incurable. Porque la vejez, y todo género de debilitación,
parece que hace avarientos a los hombres, y que es más natural en ellos que no
la prodigalidad, porque los más son más amigos de atesorar que no de dar.
Pártese, pues, este vicio en muchas partes y tiene muchas especies, porque
parece que hay muchas maneras de ella. Porque como consiste en dos cosas: en el
defecto del dar y en el exceso del recebir, no proviene en todos de una misma
manera, sino que algunas veces difiere una avaricia de otra, y hay unos que
exceden en el recebir, y otros que faltan en el dar. Porque todos aquellos a
quien semejantes nombres cuadran, escasos, enjutos, duros, todos éstos pecan en
ser faltos en el dar, pero tampoco apetecen las cosas de los otros, ni son
amigos de tomar, unos por una natural bondad que tienen y temor de no hacer
cosas afrentosas (porque parece que algunos, o a lo menos ellos lo quieren dar
así a entender, se guardan de dar porque la necesidad no les fuerce a hacer
alguna cosa vergonzosa), entre los cuales se han de contar los tenderos de
especias, y otros semejantes, los cuales tienen este nombre porque son tan
tenedores en el dar, que no dan nada a ninguno. Otros hay que de temor se
abstienen de las cosas ajenas, pretendiendo que no es fácil cosa de hacer que
uno reciba las cosas de los otros, y los otros no las suyas. Conténtanse, pues,
con no recebir nada de ninguno, ni dar nada a ninguno. Otros exceden en el
recebir, recibiendo de doquiera toda cosa, como los que se ejercitan en viles
oficios, y los rufianes que mantienen mujeres de ganancia, y todos los demás
como éstos, y los que dan dineros a usura, y los que dan poco porque les
vuelvan mucho. Porque todos éstos reciben de donde no es bien y cuanto no es
bien. A todos los cuales parece serles común la vergonzosa y torpe ganancia.
Porque todos éstos, por amor de la ganancia, y aun aquélla no grande, se
aconhortan de la honra, ni se les da nada de ser tenidos por infames. Porque a
los que toman cosas de gran tomo de donde no conviene, y las cosas que no es
bien tomar, como son los tiranos que saquean las ciudades y roban los templos,
no los llamamos avarientos, sino hombres malos, despreciadores de Dios,
injustos. Pero los que juegan dados, los ladrones y salteadores, entre los
avarientos se han de contar, pues se dan a ganancias afrentosas. Porque los
unos y los otros hacen aquello por amor de la ganancia, y no se les da nada de
ser tenidos por infames. los unos, por la presa, se ponen a gravísimos
peligros, y los otros ganan con los amigos, a los cuales tenían obligación de
dar. Y, en fin, los unos y los otros, pues, procuran de ganar de do no debrían:
son amigos de ganancias afrentosas. Todas, pues, estas recetas son proprias de
hombres avarientos. Con razón, pues, se dice la avaricia contraria de la liberalidad,
pues es mayor mal que la prodigalidad, y más son los que pecan en ella, que no
en la prodigalidad que habemos dicho. De la liberalidad, pues, y de los vicios
que le son contrarios, basta lo que está dicho.
Capítulo II
De la
magnificencia y poquedad de ánimo
Junto con la liberalidad puso Aristóteles la
magnificencia y la magnanimidad o grandeza de ánimo, y otras algunas
particulares virtudes. Por esto, concluida ya la disputa de la liberalidad,
trata en el segundo capítulo de la magnificencia, y muestra en qué géneros de
obras consiste, y en qué difiere de la liberalidad, que es en la cantidad y
calidad de las cosas en que la una y la otra se ejercitan.
Parece, pues, que es anexo a esta materia el
tratar también de la magnificencia. Porque también ésta parece ser una virtud,
que consiste en el tratar y emplear de los dineros. Aunque no se emplea en
todos los ejercicios del dinero como la liberalidad, sino en los gastos
solamente, y en éstos excede a la liberalidad en la grandeza. Porque la magnificencia,
como claramente su nombre nos lo muestra, es un conveniente gasto en la
grandeza o cantidad. Pero la grandeza nota cierto respeto. Porque no es un
mismo gasto el del capitán de una galera que el de toda la armada. En esto,
pues, consiste lo conveniente, refiriéndolo al mismo: en ver en qué se gasta y
acerca de qué. Pero el que, o en cosas pequeñas o en medianías, gasta como
debe, no se llama magnífico, como el que dijo:
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Yo muchas veces, cierto, me he empleado
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En dar favor y ayuda al extranjero;
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sino el que gasta en cosas graves. Porque
cualquier que es magnífico, es asimismo liberal, mas no cualquier que es
liberal es por eso luego magnífico. El defecto, pues, de hábito semejante
llámase bajeza o poquedad de ánimo; pero el exceso es vanidad y ignorancia de
lo honesto, y todas cuantas son desta manera, que no exceden en la cantidad
acerca de lo que conviene hacerse, sino que se quieren mostrar grandes en las
cosas que no convienen, y de manera que no conviene. Pero déstas después se tratará.
Es, pues, el magnífico muy semejante al hombre docto y entendido, porque puede
entender lo que le está bien hacer y gastar largo con mucha discreción. Porque
el hábito (como ya dijimos al principio) consiste en los ejercicios y en
aquellas cosas cuyo hábito es, y los gastos del varón magnífico han de ser
largos y discretamente hechos; y del mismo jaez han de ser las obras en que los
hobiere de emplear. Porque desta manera será el gasto grande y para la tal obra
conveniente. Conviene, pues, que la obra sea digna del gasto, y el gasto de la
obra, y aun que le exceda. Ha de hacer, pues, el varón magnífico estos gastos
por causa de alguna cosa honesta (porque esto es común de todas las virtudes),
y, a más desto, con rostro alegre y gastando prontamente. Porque el llevar muy
por menudo la cuenta, no es de ánimo magnífico. Y más ha de considerar cómo se
hará más hermosa la obra y más conveniente, que en cuánto le estará, o cómo la
hará a menos costa. Ha de ser el varón magnífico necesariamente liberal, porque
el hombre liberal gastará lo que conviene y como conviene. Porque en estas
cosas consiste lo más del varón magnífico, como es la grandeza de la cosa.
Consistiendo, pues, en semejantes cosas la liberalidad, con un mismo gasto hará
la obra más magnífica y ilustre. Porque no es toda una la calidad de la obra
que la de alguna posesión: que la posesión es lo que es digno de mayor precio y
valor, como el oro; pero la obra lo que es cosa grande y muy ilustre. Porque de
tales cosas se maravillan los que las miran, y las cosas magníficas y ilustres
han de ser tales, que causen admiración, y la magnificencia de la obra consiste
en la grandeza della. De todos los gastos, pues, éstos decimos que son los más
dignos de preciar: las cosas que se dedican para el culto divino, y los
aparatos y sacrificios que en su servicio se hacen. También son obras muy
dignas de preciar las que se hacen en memoria de todas las criaturas
bienaventuradas, cuales son las angélicas, y las que se emplean en el bien y
provecho de la comunidad, como si uno hace unas muy solemnes fiestas o edifica
alguna ilustre armada, o hace algún general convite a toda una ciudad. En todas
estas cosas, como está ya dicho, todo se refiere al que lo hace, qué calidad de
hombre es y qué hacienda tiene. Porque todo esto ha de ser conforme a estas
cosas, y no sólo ha de cuadrar a la obra, pero también a la persona que lo
hace. Por lo cual, el hombre pobre nunca será magnífico, porque no tiene de
dónde gastar como conviene. Y el pobre que tal hacer intenta, es necio, pues
intenta lo que no le está bien ni le conviene, y lo que conforme a virtud se ha
de hacer, ha de ser bien hecho. Aquéllos, pues, lo hacen decentemente, que o
por sí mismos lo han alcanzado, o por sus antepasados, o los a quien ellos
suceden, o los que son de ilustre sangre, o los que están puestos en estado, y
los demás desta manera. Porque todas estas cosas tienen en sí grandeza y
dignidad. El hombre, pues, magnífico en semejantes cosas principalmente se
señala, y la magnificencia, como esta, ya dicho, consiste en gastos semejantes,
porque todas éstas son cosas muy ilustres y en mucha estima tenidas. Pero de
las cosas proprias, en aquéllas se debe mostrar el magnífico que sola una vez
se hacen, como en sus bodas y en cosas desta manera. Ítem, en aquello que todo
el pueblo lo desea, o los que más valen en el pueblo; también en el recoger y
despedir de los huéspedes, y en el dar y tornar de los presentes, porque el
varón magnífico no es tan amigo de gastar en lo que particularmente toca a él,
cuanto en lo que en común a todos. Y los presentes parecen en algo a las cosas
que se ofrecen, a Dios. También es de hombre magnífico edificar decentemente
una casa para sí según su facultad (porque también ésta es parte de lo que da
lustre a las gentes), y en aquellas obras principalmente gastar su dinero, que
sean de más dura y no fenezcan fácilmente, porque todas éstas son cosas muy
ilustres, aunque en cada una dellas se ha de guardar el decoro que conviene.
Porque lo que es bastante para los hombres, no lo es para los dioses, ni se ha
de hacer un mismo gasto para hacer un sepulcro que para edificar un templo. Y
en cada género de gastos por sí hay su manera de grandeza. Y aquella obra es la
más magnífica de todas, que es de las más ilustres la mayor, y en cada género por
sí, el que es entre ellos el mayor. Aunque hay diferencia entre ser la obra en
sí grande y ser de grande gasto. Porque una pelota muy hermosa o un muy hermoso
vaso es magnífico don para presentar a un niño, aunque el precio dello es cosa
de poco y no de hombre liberal. Por lo cual, es proprio oficio del varón
magnífico, en cualquier género de cosas que trate, tratarlas con magnificencia.
Porque semejante manera de tratar no puede ser fácilmente por otro sobrepujada,
y la obra hácese conforme a la dignidad del gasto. Tal, pues, es el varón
magnífico, cual lo habemos declarado. Pero el que en esto excede y es vano,
excede en el gastar no decentemente como ya también está dicho, porque gasta
largo en cosas que quieren poco gasto, y neciamente y sin orden muere por
mostrarse magnífico y ilustre, como el que a los que habían de comer a escote
les da una comida como en bodas, o el que a los que representan comedias les da
los aparejos, aderezándoles los tablados con paños de púrpura, como hacen los
de Megara, y todo esto no lo hace por ninguna cosa honesta, sino por mostrar
sus riquezas y pretendiendo que por ellas le han de preciar mucho, y donde
había de gastar largo, gasta cortamente, y donde bastaba gastar poco, gasta sin
medida. Pero el hombre apocado y de poco ánimo en toda cosa es corto, y, de que
ha gastado mucho, por una poquedad pierde y destruye la obra ilustre. Y si algo
ha de hacer, no mira sino cómo la hará a menos costa, y todo lo hace llorando
duelos y pareciéndole que aún gasta más de lo que debría. Son, pues, semejantes
hábitos de ánimo viciosos, pero los que los tienen, no por eso son infames,
pues ni a los circunvecinos son perjudiciales, ni tampoco son muy deshonestos.
Capítulo III
De la
grandeza y bajeza de ánimo
En los dos capítulos pasados ha tratado de las
dos virtudes, que consisten en lo que toca a los proprios intereses, que son la
liberalidad y la magnificencia. En este tercero trata de la virtud que consiste
en otro bien, que es la honra, la cual se llama magnanimidad o grandeza de ánimo,
y declara quién es el que se ha de llamar magnánimo, y quién soberbio y
fanfarrón, y en qué difieren el uno del otro, y los dos del hombre de bajos
pensamientos. Aunque esta materia es algo ajena de nuestra cristiana religión,
la cual se funda en humildad y caridad y desprecio de sí mismo. Pero éste
escribió conforme a lo que el mundo trata: nosotros habemos de obrar como gente
que de veras desprecia el mundo por el cielo.
La magnanimidad o grandeza de ánimo, según el
nombre nos lo muestra, también consiste en cosas grandes. Declaremos, pues,
primero en qué género de cosas está puesta, y importa poco que tratemos de la
misma magnanimidad o del que la tiene y es magnánimo. Aquél, pues, parece
hombre magnánimo, que se juzga por merecedor de cosas grandes, y lo es, porque
el que no siéndolo se tiene por tal, es muy gran necio, y conforme a la virtud
ninguno puede ser necio, ni falto de juicio. El que habemos dicho, pues, es el
magnánimo. Mas el que poco merece y él mismo se lo conoce, es varón discreto, mas
magnánimo no es, porque la magnanimidad consiste en la grandeza; de la misma
manera que la hermosura en el cuerpo grande. Porque los que son de pequeña
estatura, dícense que tienen buen donaire y proporción, mas que son hermosos no
se dicen. Pero el que se tiene por digno de grandes cosas no 1o siendo, dícese
hinchado. Aunque no todos los que se tienen por dignos de mayores cosas que no
son, se dicen hinchados. Pero el que se juzga por digno de menos de lo que es,
es hombre de poco ánimo, ora sea digno de cosas grandes, ora de medianas, ora
de menores, si él en fin se juzga por digno de menos de lo que es. Y el más
bajo de ánimo parecerá ser aquel que, siendo digno de las cosas mayores, se
apoca a las menores, porque ¿qué hiciera si de cosas tan grandes no fuera
merecedor? Es, pues, el hombre magnánimo en cuanto toca a la grandeza el
extremo, pero en cuanto al pretenderlo como conviene, tiene el medio; pues se
juzga por digno de aquello que en realidad de verdad lo es, pero los demás o
exceden o faltan. Y si de cosas grandes se tuviere por digno, siéndolo, y
señaladamente siendo digno de las más ilustres cosas, particularmente se
juzgará por digno de una cosa, pero cuál sea ésta, por la dignidad lo habemos
de entender. Es, pues, la dignidad uno de los bienes exteriores, y aquello
tenemos por mayor que a los mismos dioses lo atribuimos, y lo que más apetecen
los que puestos están en dignidad, y lo que es el premio de las más ilustres
cosas, la cosa, pues, a quien todas estas calidades cuadran, es la honra, porque
éste es el mayor bien de todos los externos. De manera que el varón magnánimo
es el que en lo que toca a las honras y afrentas se trata como debe. Y sin más
probarlo con razones, es cosa manifiesta que los varones magnánimos se emplean
en lo que consiste acerca de la honra. Porque los hombres graves señaladamente
se tienen por dignos de la honra, pero de la que merecen. Pero el hombre de
poco ánimo y bajos pensamientos falta a sí mismo y a la dignidad del magnánimo
varón; mas el hinchado y entonado para consigo mismo excede, mas no para con el
varón magnánimo. Pero el, varón magnánimo, si digno es de las mayores y más
graves cosas, será el mejor de todos, porque el que es mejor siempre es
merecedor de lo mayor, y el más perfeto de las cosas más graves. Conviene,
pues, en realidad de verdad, que el varón magnánimo sea hombre de bien, y aun
parece que se requiere que en cada género de virtud sea muy perfeto, ni cuadra
en ninguna manera al varón magnánimo huir por temor de los peligros, ni hacer
agravio a nadie. Porque ¿a qué fin ha de hacer cosas feas el que todo lo tiene
en poco? Si queremos, pues, en cada cosa particularmente escudriñarlo, veremos
claramente cuán digno de risa es el varón magnánimo si no es hombre dotado de
virtud, y cuán lejos está de ser digno que le hagan honra, pues es malo. Porque
la honra premio es de la virtud, y a los buenos se les debe de derecho. Parece,
pues, que la magnanimidad es una como recámara en que se contienen todas las
virtudes, las cuales ella las engrandece, y sin ellas no se halla. Por lo cual
es cosa rara y dificultosa de hallarse un varón en realidad de verdad
magnánimo, por que no puede ser sin toda perfición de virtud. De manera que el
varón magnánimo consiste señaladamente en lo que a las honras y afrentas toca, de
las cuales honras con las que mayores fueren y de hombres virtuosos
procedieren, moderadamente se holgará, como quien alcanza lo que le pertenece
propriamente y de derecho, aunque sea menos de lo que él merece, porque a la
acabada y perfeta virtud no se le puede hacer tanta honra, cuanta se le debe;
pero en fin, aceptarlas ha, pues no tienen los varones buenos cosa mayor con
que remunerarla. Pero las que la vulgar gente le hiciere y en cosas de poco
peso y importancia, despreciarlas ha del todo, porque no son conformes a su
merecimiento. Terná asimismo en poco las afrentas, porque no se le harán con
razón ni con justicia. Es, pues, el varón magnánimo (como ya esta dicho) el que
desta manera se trata en lo que a las honras pertenece, aunque también en lo que
a las riquezas toca, y al señorío y a la buena o mala fortuna, se tratará,
comoquiera que le suceda, con modestia, y ni en la próspera fortuna se alegrará
demasiadamente, ni en la adversa tampoco se entristecerá, pues ni aun en la
honra, que es cosa de mayor calidad, no se trata de esa manera. Porque los
señoríos y las riquezas son de amar por causa de la honra, y los que las poseen
quieren por respecto dellas ser honrados. Pero el que aun la misma honra tiene
en poco, también terná en poco todo lo demás, y así los varones magnánimos
parecen despreciadores de las cosas. También parece que importan algo para la
magnanimidad las cosas de la próspera fortuna. Porque los que son de ilustre
sangre, y los que están puestos en señorío, y los que viven abundantes de
riquezas, son al parecer tenidos por dignos de que se les haga honra, pues la
honra consiste en el exceso, y a lo que de suyo es bueno, cualquier cosa que le
sobrepuje lo hace más digno de honra, y por esto tales cosas como éstas hacen a
los hombres más magnánimos, porque, en fin, algunos les hacen honra. Aunque en
realidad de verdad sólo el bueno merece ser honrado, pero el que lo uno y lo
otro tiene, más digno es de honra. Pero los que semejantes bienes de fortuna
tienen y son faltos de virtud, ni con razón se juzgan por dignos de cosas
grandes, ni se dicen bien magnánimos, porque este nombre sin muy perfeta virtud
jamás se alcanza, y los que aquellos bienes tienen sin virtud, son
despreciadores y amigos de hacer agravios y inficionados de vicios semejantes.
Porque sin virtud es dificultosa cosa mostrarse uno moderado en las
prosperidades. Y como no lo pueden ser y les parece que exceden a todos,
desprecian a los otros y hacen todo aquello a que les convida su apetito.
Porque quieren imitar al hombre magnánimo sin parecerle en cosa alguna, y esto
hácenlo en aquello que pueden. Lo que toca, pues, a la virtud, no hacen; sólo
esto hacen: que desprecian a los otros. Pero el varón magnánimo con razón
desprecia a los que no lo son, porque siente bien y verdaderamente de las
cosas. Pero el vulgo desprecia así a bulto. Y como el varón magnánimo precia
pocas cosas, ni fácilmente se pone en peligros, ni es aficionado a ponerse;
pero en los graves peligros pónese, y cuando se pone, de tal suerte arrisca la
vida, como si no fuese en ninguna manera digno de vivir. Es asimismo prompto en
bien hacer, y si a él alguno le hace bien, córrese dello, porque aquello es de
superior, y estotro de inferior. Y si remunera la buena obra, hácelo
colmadamente. Porque desta manera queda siempre deudor el que primero hizo el
bien, y queda en cargo del bien que ha recebido. Y así parece que se huelgan
más los magnánimos de que les traigan a la memoria las buenas obras que ellos a
otros han hecho, que no las que ellos han de otros recebido, porque siempre el
que recibe el bien es inferior que el que lo hace, y el magnánimo siempre
quiere ser superior, y así lo que él ha hecho óyelo de buena gana, y lo que ha
recebido, con mucha pesadumbre. Y así la Tetis en Homero no le trae a la
memoria a Júpiter las cosas que ella por él había hecho, ni los lacedemonios a
los atenienses, sino las buenas obras que otras veces habían dellos recebido.
Es también de hombre magnánimo no haber menester a nadie, o a lo menos en cosas
graves, y ser prompto en el hacer por otros, y para con otros que están puestos
en dignidad y próspera fortuna mostrarse grande, y mediano para con los
medianos. Porque sobrepujar a aquéllos es cosa grave y ilustre, pero a estotros
cosa fácil. Y querer entre aquéllos ser señalado, es ilustre cosa y de hombre
generoso, pero entre los de baja suerte es cosa odiosa, como si uno quisiese
mostrar sus fuerzas contra los flacos y dolientes. Es también de varón
magnánimo no mostrarse muy codicioso de ir a las cosas tenidas en mucho, y en
que otros están más adelante, y ser perezoso y tardo sino donde la honra sea
muy grande, o la obra tal que pocos la puedan hacer, y aquéllos personas graves
y afamadas. Conviene también que el varón magnánimo a la clara ame o aborrezca,
porque el encubrir esto es de hombre temeroso y que tenga más cuenta con la
verdad que con la opinión, y que diga y haga a la clara. Porque esto es proprio
del que tiene en poco las cosas. Y así el hombre magnánimo es libre en el
decir, porque también aquello es proprio de hombre libre en el hablar, y por
esto tiene en poco las cosas, y así siempre habla de veras, sino en lo que
trata por disimulación, de la cual ha de usar para con el vulgo. Es también
proprio del varón magnánimo no poderse persuadir que ha de vivir a gusto de otro,
sino al del amigo, porque es cosa de ánimos serviles. Y por esto, todos los
lisonjeros son gente baja y servil, y los bajos de ánimo y serviles son
ordinariamente lisonjeros. Tampoco el magnánimo es hombre que se maravilla de
las cosas, pues ninguna cosa le parece grande, ni menos tiene en la memoria los
males y trabajos, porque no es de hombre magnánimo acordarse y especialmente de
los males, sino antes prevenirlos. Ni menos es amigo de hablar de nadie, porque
ni hablará de sí mismo ni de otros, pues no se le da mucho de ser alabado, ni
de que otros sean vituperados. Ni tampoco es amigo de alabar a nadie, y por la
misma razón tampoco es amigo de hablar mal ni aun de sus proprios enemigos, si
no es por causa de alguna, afrenta que le hagan. Tampoco es amigo de quejarse
de las cosas necesarias o de poco valor ligeramente, ni de ir rogando a nadie,
porque más procura de tratarse para con ellas desta suerte y poseer antes las
cosas ilustres, aunque de poca ganancia, que no las útiles y fructíferas,
porque esto es más proprio del varón que él para sí mismo se es bastante. Ha de
ser también el meneo y voz del varón magnánimo sosegada y grave, y su hablar
pausado. Porque el que pocas cosas desea, no es muy diligente ni solícito, ni
tampoco importuno en el tratar el que ninguna cosa tiene por grande, y la
agudeza de la voz y la presteza en el andar, a esto parece que retiran. El
varón, pues, magnánimo, tal es, cual habemos propuesto. Y el que en esto es
falto es de poco ánimo, mas el que excede soberbio y hinchado. Tales, pues,
como, éstos no parece que se han de llamar malos hombres, pues no hacen mal
ninguno, sino hombres de erradas opiniones. Porque el de poco ánimo, siendo
digno de bienes, se priva de lo que es merecedor, y parece que tiene esta
falta, por no tenerse por digno de bienes semejantes, y que no conoce el valor
que tiene, porque desearía cierto aquello de que es merecedor, pues es bueno.
Aunque éstos no se han de llamar necios, sino cobardes. Y semejante opinión que
ésta parece que hace peores a los hombres. Porque cada uno apetece conforme al
merecimiento que en sí juzga, y por esto, reputándose por indignos, dejan de
emprender los buenos hechos y obras, y aun de los exteriores bienes de la misma
manera huyen. Pero la gente hinchada son muy grandes necios, y no se conocen a
sí mismos muy a la clara. Porque, como si fuesen los más dignos del mundo, así
tan sin freno emprenden las cosas más honrosas, y después quedan corridos y
confusos. Adórnanse de ropas muy chapadas y de rostros muy apuestos y de cosas
semejantes, y quieren que entienda el mundo sus prosperidades, y hablan dellas
pretendiendo que por ellas han de ser honrados. Es, pues, la poquedad de ánimo
más contraria a la magnanimidad que no la hinchazón. Porque acaece más veces y
es peor vicio. De manera que la magnanimidad, como está dicho, consiste en las
muy grandes honras y excesivas.
Esta materia de la magnanimidad tiene
necesidad de un poco de sal de cristiana reformación y de ser reglada conforme
a nuestra evangélica verdad. Porque tomada así como este filósofo la dice, pone
en peligro la virtud de la humildad, que es la puerta de todas las virtudes, y
sin la cual no hay aplacer a Dios. Y por no entender esta virtud los filósofos
gentiles dieron al través en muchas cosas. Hay, pues, en esta materia esta
falta, que parece casi imposible ser humilde, quien de sí sienta, como
Aristóteles dice que ha de sentir de sí el magnánimo. A más desto, que remite
el juicio dello al mismo varón que es interesado. Que por nuestra miseria, y
por este amor que a nosotros mismos nos tenemos, siempre juzgamos nuestras
faltas menores de lo que son, y si algo hay razonable en nosotros, nos parece
lo mejor del mundo. Remite también el premio de la magnanimidad a los hombres,
que son también jueces muy apasionados y honra cada uno al que ama, o al que
teme, o al que espera que algún bien puede hacerle, y aun lo que peor es, al
que hoy honra mañana le persigue, como se vee claro por particulares ejemplos
de las historias griegas y latinas, y muy más claro por el recebimiento y
muerte del Señor. Habemos, pues, de decir que es verdad que el varón magnánimo
apetece la honra, mas no la que los hombres hacen, que a nadie saben honrar de
veras ni como deben, sino la que Dios hace a los que le aman y sirven, que es
el que sabe honrar y puede honrar de veras. Y que por causa desta honra se han
de pasar mil muertes, y despreciar todo aquello que el vulgo tiene en mucho, y
tener en poco en comparación desto todo el poder de todo lo criado. Tales
magnánimos como éstos pocos pueden demostrar los gentiles, pero nuestra
cristiana, religión puede contar millares dellos. En todo lo demás conforman
harto la doctrina deste con nuestra cristiana verdad. Al cual se le ha de tener
a mucho lo que con la natural lumbre atinó, y perdonar lo que por no tener luz
de Evangelio no acertó.
Capítulo IV
La
virtud que consiste en el desear de la honra y no tiene nombre proprio
Así como dijo Aristóteles que diferían la
magnificencia y la liberalidad en emplearse en cosas de más o menos quilate,
así también la magnanimidad difiere de otra virtud, que consiste en el apetecer
de las honras menores, y no tiene nombre proprio, aunque parece la podríamos
llamar modestia. Declara, pues, cómo ésta tiene también su exceso y su defecto.
Parece que en estoque ala honra toca, hay
(como ya está dicho arriba) cierta virtud, que parece mucho a la magnanimidad,
de la misma manera que la liberalidad a la magnificencia. Porque ambas estas se
apartan de lo más grave, y en lo mediano y menor nos disponen de manera que como
debemos nos tratemos. Pues así como en el dar y recebir de los dineros hay
medianía, exceso y defecto, de la misma manera lo hay en lo que toca al deseo y
apetito de la honra, la cual se puede desear más de lo que conviene, y también
menos, y de la misma manera de donde conviene y como conviene. Porque al
hombre. ambicioso vituperamos comúnmente como a hombre que apetece la honra más
de lo que debría, o de las cosas de que no debría, y al negligente en ello
también lo reprendemos, porque ni aun por las buenas cosas huelga que lo
honren. Otras veces acaece que alabamos al que apetece la honra como a hombre
varonil y aficionado a lo bueno; y también al que por esto no se le da mucho
solemos decir que es hombre moderado y discreto, como ya está dicho en lo pasado.
Manifiestamente, pues, se vee que pues ser uno aficionado a esto se dice de
diferentes maneras, no siempre atribuimos a un mismo fin el ser uno aficionado
a la honra, sino que lo alabamos cuando es más aficionado a ello que la vulgar
gente, y lo vituperamos cuando en esto muestra más afición de lo que debría.
Pues como la medianía en esto no tiene proprio nombre, parece que los extremos
litigan sobre ella quién la poseerá, como sobre posesión sin dueño.
Dondequiera, pues, que hay exceso y falta, hay también, de necesidad, medianía.
Por lo cual, pues, algunos apetecen la honra más de lo que debrían; también
puede apetecerse como debe. Tal hábito, pues, como éste, en lo que al apetecer
la honra toca, aunque no tiene proprio nombre, es alabado; y comparado con la
ambición parece negligencia, y con la negligencia conferido, ambición; y con
ambas, en cierta manera, la una y la otra. Y lo mismo parece que en las demás
virtudes acaece. Pero aquí, por no tener el medio nombre proprio, parece que
están opuestos en contrario los extremos.
Capítulo V
De la
mansedumbre y cólera
Dijo en el tercer libro que había otras
virtudes de menos quilate, y no tan principales; déstas, pues, trata en lo que
resta deste libro, dejando para el quinto lo que toca a la justicia. Y en este
capítulo disputa de la mansedumbre y de sus extremos, que son cólera y
simplicidad, y demuestra cuándo y cuánto se puede enojar un hombre virtuoso, y
por qué tales causas, de manera que dejarlo de hacer sería vicio.
La mansedumbre es una medianía en lo que toca
a los enojos. Y como el medio no tiene proprio nombre, ni aun casi los
extremos, atribuimos la mansedumbre al medio, aunque más declina al defecto,
que tampoco tiene nombre. Pero el exceso en esto podríase decir ira o
alteración, pues la pasión dél es la ira. Pero las cosas que la causan son
muchas y diversas. Aquel, pues, que en lo que debe, y con quien debe, y también
como debe, y cuando debe, y tanto espacio de tiempo cuanto debe, se enoja, es
alabado. Tal hombre como éste será el manso, si la mansedumbre es cosa que se
alaba. Porque el hombre manso pretende vivir libre de alteraciones, y que sus
afectos no le muevan más de lo que requiere y manda la razón, y conforme a ella
y en lo que ella le dictare, y cuanto tiempo le obligare enojarse, y no más. Y
aun parece que más peca en la parte del defecto que en la del exceso. Porque el
hombre manso no es hombre vengativo: antes es benigno y misericordioso. Pero el
defecto, ora se llame flema, ora como quiera, es vituperado. Porque los que en
lo que conviene no se enojan, o no como deben, ni cuando deben, ni con quien
deben, parecen tontos sin ningún sentido. Porque el que de ninguna cosa se
enoja, parece que ni siente, ni se entristece, y así no es nada vengativo. Y
dejarse uno afrentar, y sufrir que los suyos lo sean, parece cosa servil y de
hombre bajo. Pero el exceso en toda cosa se halla. Porque se puede enojar uno
con quien no debría, y en lo que no debría, y más de lo que debría, y más
repentinamente y más tiempo que debría. Aunque no consiste en un mismo todo
esto, porque no sería posible. Que lo malo ello a sí mismo se destruye, y si
del todo malo es, da consigo en tierra. Los alterados, pues, y coléricos
fácilmente se enojan, y con quien no debrían, y por lo que no debrían, y más de
lo que debrían, aunque ligeramente se les pasa, que es lo mejor que ellos
tienen. Este mal, pues, les viene de que no se habitúan a refrenar la cólera:
antes le dan todas las riendas, con lo cual, por la repentina presteza,
fácilmente se descubren, y luego se apacigüan. Pero los extremadamente
coléricos son en extremo prontos en enojarse, y contra quienquiera se enojan, y
por cualquier cosa. De donde tomaron el nombre de extremadamente coléricos.
Pero los que tienen la cólera quemada, son dificultosos de aplacar, y dúrales
mucho tiempo la ira, porque detienen mucho el enojo, pero pásaseles cuando lo
ejecutan. Porque la venganza aplaca la cólera, dando contento en lugar de la
tristeza. Pero si esto no hacen, llevan a cuestas un gran peso. Porque como no
llo demuestran afuera, nadie les persuade, y para recoger uno en sí cólera, ha
menester tiempo. Éstos, pues, para si mismos son muy pesados, y para los que
más les son amigos. Porque llamamos terribles a los que por lo que no debrían
se aíran, y más de lo que debrían, y más tiempo de lo que debrían, y que no
desisten de la saña sin venganza o sin castigo. El exceso, pues, por más
contrario de la mansedumbre lo ponemos que el defecto. Porque más veces acaece,
y los hombres son de suyo más inclinados a vengarse; y los hombres de terrible
condición son peores para tener con ellos compañía. Lo cual ya está dicho en lo
pasado, y de lo que agora se ha tratado se colige claramente. Porque no es cosa
fácil de determinar cómo y con quién, y en qué cosas, y cuánto tiempo se ha de
enojar uno, y hasta cuánto lo puede hacer uno rectamente, y dónde lo errará.
Porque el que poca cosa se aparta de lo perfeto, ora sea a lo demasiado
declinando, ora a lo falto, no es reprendido. Porque unas veces alabamos a los
que en esto faltan, y decimos que son hombres mansos; y otras, a los que se
enojan, decimos que son hombres de ánimo y varoniles, y aptos para gobernar.
Pero cuánto y cómo ha de exceder o faltar el que ha de ser reprendido, no puede
fácilmente declararse con palabras. Porque esto hase de juzgar en negocios
particulares, y por la experiencia; mas esto, a lo menos, está bien en tendido:
que el mediano hábito es digno de alabanza, conforme al cual nos enojamos con
quien debemos, y en lo que debemos, y como debemos, y todo lo demás que va
desta manera; mas los excesos y las faltas son dignas de reprensión, las
cuales, si son pequeñas, requieren pequeña reprensión, y si medianas, mediana,
y si muy grandes, muy grande. Consta, pues, que debemos arrimarnos al hábito
mediano. Con esto, pues, los hábitos, que acerca de la cólera consisten, quedan
declarados.
Capítulo VI
De la
virtud que consiste en las conversaciones y en el común vivir, y no tiene
nombre propio, y de sus contrarios
Entre aquellas virtudes que no tienen nombre
proprio puso Aristóteles, en el tercer libro, la virtud que se atraviesa en el
tratar llanamente con los amigos, de manera que ni nos tengan por terribles de
condición, que es de hombres importunos, ni tampoco por lisonjeros, que es de
hombres apocados, sino tales que mostremos el pecho abierto y sin doblez.
Désta, pues, trata en este capítulo, y declara cómo habemos de tener en ella el
medio, y en qué difiere de la otra virtud que llamamos amistad.
Pero en las conversaciones y común trato de la
vida, y en la comunicación de las palabras y negocios, hay algunos que se
quieren mostrar tan aplacibles, que por dar contento alaban todas las cosas y
en nada contradicen; antes les parece que conviene mostrarse dulces en su trato
con quienquiera. Otros, al revés déstos, que a todo quieren contradecir, ni
tienen cuenta ninguna si en algo dan pena, llámanse insufribles y amigos de
contiendas. Cosa, pues, es cierta y manifiesta, que tales condiciones cuales
aquí habemos dicho, son dignas de reprensión, y la medianía entre ellas, digna
de alabanza, conforme a la cual admitiremos lo que conviene y como conviene, y
de la misma manera también lo refutaremos. Esta virtud, pues, no tiene nombre
proprio, pero parece mucho a la amistad. Porque el que este medio hábito tiene,
es tal cual queremos entender ser uno, cuando decimos dél que es hombre de bien
y amigo, añadiendo junto con ello la afición. Pero difiere esta virtud de la
amistad en esto: que ésta es sin pasión ni particular afición para con aquellos
con quien trata. Porque ni por afición ni por odio acepta cada cosa como debe,
sino por ser aquello de su condición. Porque de la misma manera se trata con
los que no conoce que con sus conocidos, y lo mismo hará con los que no
conversa que con los que conversa, excepto si en algunas cosas no conviene.
Porque no es razón ni bien tener la misma cuenta con los extranjeros que con
nuestros conocidos, ni de una misma manera se ha de dar pena a los unos que a
los otros. Generalmente, pues, habemos dicho que este tal conversará con las
gentes como debe, y que encaminando sus conversaciones a lo honesto y a lo
útil, verná a no dar pena o contento cual río debe. Porque es cosa manifiesta
que este tal consiste en los contentos y pesares que suceden en las
conversaciones, de las cuales aquéllas reprobará en las cuales no le es
honesto, o no le es útil dar contento, y holgará más de dar pena, aunque el
hacerlo le sea causa de alguna gran afrenta o notable perjuicio; y aunque el
hacer lo contrario le cause poca pena, no lo aceptará: antes lo refutará. Aunque
de diferente manera ha de conversar con los que están puestos en dignidad que
con la vulgar gente, y con los que le son más o menos conocidos y familiares; y
de la misma manera con las demás diferencias de gentes, guardando a cada uno su
decoro, y deseando el dar contento a todos, como principal intento, y
guardándose todo lo posible de dar pena, y allegándose a lo que se siguiere si
más importare: digo a lo honesto y conveniente. No se le dará nada de dar de
presente un poco de pesadumbre, por el gran contento que después de aquello se
haya de seguir. El que en esto, pues, guarda el medio es desta manera, aunque
no tiene nombre proprio. Pero de los que se precian de dar contento en todo, el
que no tiene otro fin sino mostrarse dulce, sin otra pretensión, llámase hombre
aplacible; pero el que por haber de allí algún provecho, o de dineros o de
otras cosas que sean con el dinero, llámase lisonjero. Mas el que a todos
contradice y con todos se enoja, ya está dicho que es terrible y amigo de
contiendas. Aunque por no tener el medio nombre proprio, parece que los
extremos el uno al otro son contrarios.
Capítulo VII
De los
que dicen verdad y de los que mienten en palabras o en obras o en disimulación
Lo del capítulo pasado tocaba al aprobar o
reprobar las cosas de los amigos, o cualesquier otras personas en las
conversaciones. Pero lo que en éste se trata, toca al decir verdad o blasonar,
o disimular en las cosas proprias. En las cuales, la verdad llana y clara es de
alabar; y el jactarse de fanfarrones, y el hablar con disimulación sintiendo
uno y quiriendo dar a entender otro, de hombres fingidos y doblados.
Casi en lo mismo consiste la medianía de la
arrogancia o fanfarronería, la cual tampoco tiene nombre. Cuya materia es muy
provechosa. Porque mejor entenderemos lo que a las costumbres toca, si cada una
por sí la consideramos. Ya, pues, estamos persuadidos que las virtudes son
medianías y en todas ellas hallamos ser desta manera. También habemos tratado
de los que en el contrato de la vida conversan pretendiendo dar contento o
pesadumbre. Tratemos, pues, agora de los que así en sus palabras como en sus
obras, y también en su disimulación, dicen verdad o mienten. El arrogante,
pues, y fanfarrón, parece que quiere mostrar tener las cosas ilustres que no
tiene, o si las tiene, las quiere mostrar mayores que no son. Pero el
disimulado es al contrario, que niega los bienes que tiene, o quiere dar a
entender que son menores. Mas el que guarda el medio en esto no es como ninguno
déstos, sino que en su vivir y su decir trata toda verdad, y llanamente
confiesa lo que de sí siente, y no lo encarece, ni lo disminuye. Cada cosa,
pues, déstas puédese hacer por algún fin y también sin fin ninguno. Y según
cada uno es, así hace las obras y dice las palabras, y en fin, así vive, si no
es cuando por otro fin hace alguna cosa. La mentira, pues, considerada en
cuanto mentira, mala cosa es y digna de reprensión, y la verdad buena y digna
de alabanza. Y así el que trata verdad, que es el que guarda el medio, es digno
de alabanza, pero los que mienten, así el uno como el otro, son dignos de
reprensión, y más el arrogante. Tratemos, pues, de cada uno dellos y primero
del que trata verdad. No tratamos aquí del que en sus confesiones trata verdad,
ni de las cosas que a la sinjusticia o justicia pertenecen, porque a otra
virtud toca ya eso, sino del que no importando más el decir verdad que mentira,
en sus palabras y vida trata verdad, por ser aquello ya de su condición. El que
esto, pues, hace, muéstrase ser hombre de bien. Porque el que es amigo de decir
verdad y la dice donde no importa mucho el decirla, muy mejor la dirá donde
importare. Porque se guardará de la mentira como de cosa torpe y vergonzosa, de
lo cual aun por su propria causa se guardaría. Tal hombre, pues, como este, es digno
de alabanza. Aunque más se allegará a lo menos que a lo más de la verdad.
Porque en esto parece que conviene estar más recatado, porque siempre suelen
ser pesados los excesos. Pero el que sin fin ninguno engrandece sus cosas más
de lo que son, parece ruin hombre, porque si no lo fuese no se holgaría de
mentir, pero más parece vano y hueco que mal hombre. Pero si lo hace por algún
fin, como por alguna gloria o honra, como lo hace el arrogante o fanfarrón no
es tanto de reprender; mas si lo hace por codicia de dinero o de cosas que lo
valen, ya es más ruin hombre. Ser, pues, uno arrogante no consiste en la
facultad, sino en la elección y voluntad. Porque por tener tal hábito o
costumbre y por ser de tal calidad, se dice uno arrogante. Así como se dice mentiroso
uno, o porque se deleita en decir mentiras, o porque apetece alguna honra o
interese. Aquéllos, pues, que por alcanzar alguna gloria son fanfarrones,
fingen tener aquellas cosas de que son los hombres alabados y tenidos por
dichosos. Pero los que por ganancia lo hacen, jáctanse de las cosas cuyo uso
sirve para los otros, cuya falta puede muy bien encubrirse, como si se finge
uno ser médico, o muy sabio en el arte de adevinar. Y por esto los más se
jactan destas cosas y fingen tenerlas, porque en ellas hay lo que está dicho.
Pero los disimulados, que hablan de sí menos de lo que son, parecen en sus
costumbres más aceptos, porque no parece que lo dicen por interese ninguno,
sino por no dar a nadie pesadumbre. Estos tales, pues, fingen no haber en sí las,
cosas más ilustres, como lo hacía Sócrates. Pero los que las cosas pequeñas y
manifiestas fingen no tener, dícense delicados, maliciosos o astutos, y son
tenidos en poco. Y aun ésta parece algunas veces arrogancia, como el vestido de
los lacedemonios. Porque el exceso y el demasiado defecto huele a arrogancia.
Mas los que con medianía usan de la disimulación y fingen no tener las cosas
que no están en la mano y manifiestas, parecen hombres aceptos. El arrogante,
pues, parece ser contrario del que trata verdad, porque es el peor de todos
tres.
Capítulo VIII
De los
cortesanos en su trato, y de sus contrarios
Cómo entre todos los animales sólo el hombre
ama la compañía, y es conversable con los de su mismo género; sucede de aquí
que tenga su modo de recreación en la conversación cuanto a lo que toca al
decir y hablar gracias y donaires, del cual exceder o faltar en ello es
reputado por vicio. Desto, pues, trata en este lugar, y declara hasta cuánto y
cómo le está bien a un bueno tratar donaires y gracias, y qué exceso o defecto
puede haber en ello.
Pero pues hay en la vida algunos ratos
ociosos, y en ellos conversaciones de gracias y donaires, parece que en esta
parte, para bien conversar, se requiere entender qué cosas se han de tratar y
cómo, y de la misma manera qué es lo que se ha de escuchar. Porque hay mucha
diferencia de unas cosas a otras y de unas personas a otras, cuanto lo que toca
al decir y al escuchar. Cosa es, pues, cierta y manifiesta, que en esto hay
también su exceso y su defecto de la medianía. Aquéllos, pues, que en el decir
gracias exceden, parecen truhanes y hombres insufribles y que toman gran
deleite con el decir gracias, y que tienen más cuenta con el dar que reír que
con el decoro, y con no dar pena a la persona de quien dicen. Pero los que ni
ellos dicen gracias ningunas, ni huelgan, antes se desabren con los que las
dicen, parecen hombres toscos y groseros. Mas los que moderadamente, con este
ejercicio se huelgan, llámanse cortesano (y en griego eutrapelos),
que quiere decir hombres bien acostumbrados, porque parece que estas cosas
son efectos de las buenas costumbres. Y así como la salud de los cuerpos se
conoce por la soltura de sus movimientos, así también es en las costumbres.
Pues como las cosas de que nos reímos son tantas y tan diversas, y como los más
se huelgan con las gracias y donaires, y con mofar más de lo que conviene,
sucede, que los que en realidad de verdad son truhanes, son llamados
cortesanos, como personas aceptas. Cuánta diferencia, pues, haya de los unos a
los otros de lo que está dicho, se entiende claramente. Es, pues, propria de la
medianía la destreza, y proprio también del que es en esto diestro decir y
escuchar las cosas que a un hombre de bien y hidalgo le esté bien decir y
escuchar. Porque maneras hay de gracias y donaires que le está bien decir y
escuchar a un hombre de prendas semejantes por modo de conversación. Y las
burlas y gracias del varón ahidalgado y del instruido en buenas letras y
doctrina, son muy diferentes de las del hombre de servil condición y falto de
doctrina. Lo cual puede ver quien quiera en las comedias así antiguas como
nuevas, porque a unos les da que reír el decir deshonestidades a la clara, y a
otros les es más aplacible el tratarlas por cifras y figuras, y difiere mucho
lo uno de lo otro cuanto a lo que toca a la honestidad. ¿Habemos, pues, por
ventura de decir, que aquél trata las burlas como debe, que dice lo que está
bien decir a un hombre ahidalgado, o que tiene cuenta con no dar pena al que lo
escucha, antes procura darle todo regocijo? ¿O que todo esto no tiene cierta y
infalible determinación? Porque lo que a uno le es odioso, a otro le parece
dulce y aplacible. Aquello, pues, que uno de buena gana dice, también lo oirá
de mejor gana. Porque lo que uno huelga de escuchar, holgará también, al
parecer, de hacerlo. Pero con todo eso no se ha de decir toda cosa, porque las
gracias son cierta manera de afrenta y pesadumbre, y muchas cosas de afrenta
prohíben los legisladores que no se digan, y aun por ventura conviniera también
que se prohibiera el mofar unos de otros. El varón, pues, aplacible y hidalgo,
tratarse ha desta manera, que él mismo se será a sí mismo regla en el decir las
gracias. Tal, pues, como éste es el que en esto guarda la medianía, ora se
llame discreto en bien hablar, ora cortesano. Pero el truhán excede en el dar
que reír, y a trueque de hacerlo ni a sí mismo perdona ni a los otros, y dice
cosas que ningún buen cortesano las diría, y aun muchas dellas ni aun oír no
las querría. Pero el rústico grosero para semejantes conversaciones es inútil,
porque ni él en sí tiene gracia ninguna, y de todos los que las dicen se
enfada. Parece, pues, que el tener ratos ociosos y, el tratar burlas y
donaires, son cosas para pasar la vida con entretenimientos necesarios. Estas
tres medianías, pues, que habemos dicho, hay en la vida, las cuales todas
consisten en comunicación de ciertas pláticas y hechos. Pero difieren en esto,
que la primera consiste en el tratar la verdad, y las otras dos en las cosas
aplacibles, y de las cosas aplacibles la una en cosas de burlas y donaires, y
la otra en las demás conversaciones que se ofrecen en la vida.
Capítulo IX
De la
vergüenza
Concluye con el cuarto libro Aristóteles
tratando de la vergüenza; disputa si es virtud o no, y declara ser perturbación
de ánimo, que procede de algún hecho o dicho no honesto, y qué edad es propria
de la vergüenza y por qué.
De la vergüenza no habemos de tratar como de
cosa que es alguna especie de virtud, porque más parece perturbación o
alteración que hábito, pues la difinen ser temor de alguna afrenta, y se
termina casi de la misma manera que el temor de las terribles cosas. Porque se
paran colorados los que de vergüenza se corren, y los que temen la muerte se
paran amarillos. Lo uno, pues, y lo otro parece cosa corporal, lo cual, más
parece cosa de alteración que no de hábito o costumbre. Esta alteración o
afecto no cuadra bien a toda edad, sino a la juventud y edad tierna. Porque los
de edad semejante parece que han de ser vergonzosos, porque como se dejan regir
por sus afectos, hierran muchas cosas, y la vergüenza esles como un freno. Y
entre los mancebos alabamos a los que son vergonzosos, pero al viejo nadie lo
alaba como a hombre vergonzoso, porque se pretende que no ha de hacer cosa de
las por que suelen los hombres avergonzarse, pues la vergüenza no cuadra al
hombre de bien, pues es efecto de cosas ruines, las cuales el bueno no las
hace. Y importa poco decir que hay cosas realmente vergonzosas o que consiste
en opiniones de la gentes, porque ni se han de hacer las unas ni las otras; de
manera que nunca el bueno ha de correrse. Porque de hombre ruin es hacer cosa
alguna tal, que sea afrentosa, y vivir de tal suerte, que si tal cosa como
aquella hiciere, se corra y avergüence, y pensar que por ello es hombre de bien
no cuadra lo uno con lo otro. Porque la vergüenza y corrimiento consiste en las
cosas voluntarias, y ningún bueno de su voluntad hará cosas ruines. Sea, pues,
la vergüenza buena por presuposición desta manera, que el bueno tal cosa
hiciere, se correrá dello. Lo cual no es así en las virtudes. Pero si la
desvergüenza es del todo cosa mala y el no correrse de hacer cosas ruin es y
afrentosas, no por eso correrse dello el que las hace será bueno. Tampoco es
virtud la continencia, sino mezcla de cosas de virtud. Pero della trataremos en
lo de adelante, y agora vengamos a tratar de la justicia.