viernes, 24 de mayo de 2013

SØREN KIERKEGAARD LA REPETICIÓN PARTE SEGUNDA


SØREN KIERKEGAARD

LA REPETICIÓN

Un ensayo de Psicología experimental
Constantin Constantius



SØREN KIERKEGAARD

La Repetición§

2


Pasó un cierto tiempo. Mi criado, lo mismo que pudiera haberlo hecho la más solícita ama de casa,[55] había reparado ya todos los estragos antes causados. La monotonía y uniformidad más rigurosas reinaban de nuevo en todo el orden de la casa. Lo que no podía moverse por sí mismo estaba quieto en su sitio fijo y determinado, y todo lo que podía moverse seguía su curso acostumbrado. En este último caso estábamos mi propio criado, yo mismo y el péndulo de gran reloj de pared, siempre oscilando y midiendo de una parte a otra el estrecho espacio asignado en las respectivas habitaciones y menesteres.
Aunque ya me había plenamente convencido de que no se da ninguna repetición, no por eso dejaba de constatar de manera evidente que la constancia uniforme de los mismos hábitos y costumbres, así como la inacción y embotamiento de nuestras facultades de observación pueden crear en nuestra vida una monotonía que produce un efecto más enervante que las más extravagantes diversiones, monotonía que por otra parte se va imponiendo cada día más en nuestra vida, ejerciendo sobre ella la opresión y el encadenamiento peculiares de las fórmulas mágicas de los exorcismos.
En las excavaciones de Herculano y Pompeya pudieron comprobar los arqueólogos cómo todas las cosas se encontraban en el mismo sitio y estado en que las dejaron sus respectivos dueños. Si yo hubiera vivido en aquella época y en aquellas ciudades siniestradas, los arqueólogos habrían descubierto con gran estupor el cuerpo de un hombre que caminaba y medía sin cesar con sus pasos el estrecho espacio de su habitación. Para conservar este orden establecido y permanente recurría a todos los medios a mi alcance. Muchas veces, como el emperador Domiciano, daba vueltas por toda mi estancia con el cazamoscas en la mano, persiguiendo a muerte a las revolucionarias moscas. Pero, que si quieres, siempre había dos o tres que lograban salvarse del exterminio general y volvían unos instantes después a zumbar pesadas sobre mi cabeza.
Así vivía yo, a mi parecer bastante bien, olvidando por completo las cosas del mundo y no menos olvidado del mismo mundo, cuando un buen día recibo, inesperadamente, una larga carta de mi joven amigo. Después siguieron otras, siempre con un intervalo aproximado de un mes, pero sin que en ninguna de ellas me dieran el más leve indicio por el que yo pudiera calcular la distancia del lugar en que había establecido su nueva residencia. Se veía bien a las claras que no quería revelarlo, aunque el intervalo del envío de sus cartas parecía un engaño y una mixtificación buscada a propósito, ya que sus fechas variaban siempre entre casi cinco semanas como máximo y tres semanas y un día solamente. No deseaba, evidentemente, que me molestase en escribirle, ni siquiera que le respondiera a una sola de sus cartas, por mucho que en ocasiones pudiera ser el interés que yo tendría de hacerlo. Pero no, él no desea ninguna respuesta mía, lo único que quiere es desahogarse conmigo.
Sus cartas, por otra parte, no hacen más que confirmarme en lo que ya sabía de antemano respecto de él. Como temperamento melancólico se irrita con suma facilidad, y esta irritabilidad, que de suyo debería producir el efecto contrario, hace que siempre esté en contradicción consigo mismo. Desea, desde luego, que yo sea su confidente, pero al mismo tiempo parece que no lo desea e incluso le angustia el hecho de que lo sea. Se siente contento de lo que él llama mi característica superioridad, pero por otro lado esta superioridad mía le resulta enormemente desagradable. Me hace sus confidencias, pero insiste en que no le responda, e incluso no quiere ni verme. Exige de mí un silencio absoluto en torno a aquello que para él, según su propia expresión, «es lo más sagrado que hay en el mundo entero». Y, no obstante, le exaspera la idea de que tenga este especial poder de callar. Nadie, naturalmente, ha de saber que yo soy su confidente. No solamente debe ignorar este hecho cualquier otra persona, sino también él mismo y yo con él lo debemos ignorar en cierto sentido.
Para explicar este embrollo a satisfacción de ambos, ha tenido la osadía de decirme, eso sí, con mucha finura y circunspección, que en realidad está convencido de que yo no estoy bien de la cabeza. Con esto me pone en una situación comprometida, pues no me parece nada oportuno pronunciarme contra esta opinión tan personal como atrevida de mi delicado amigo. Porque pienso que de esa manera, manifestándole mi discrepancia con su punto de vista sobre mi estado mental, lo único que estaría haciendo sería apoyar con más fuerza la legitimidad de semejante rumor. En cambio, mi reserva en este punto será a sus ojos una prueba más de la ataraxia y de la debilidad mental que me atribuye, tan admirables por cierto que no se irritan ni molestan por nada.
Este es el agradecimiento que se recibe por haberse uno afanado durante años y años, y día tras día, con la mayor objetividad en aquellas ideas que encierran verdadero interés para la humanidad entera y especialmente para aquellos individuos que, dada la ocasión, se ponen en contacto efectivo con alguna de esas ideas de interés general y la ejercitan en su propia vida. Esta fue la razón de que en el tiempo de mis relaciones más estrechas con el joven melancólico, tratara yo con tanto empeño de fomentar en él una idea de ese tipo, ayudándole todo lo que pude en ese sentido. Ahora, como recompensa de aquel empeño puramente ideológico y amical, me veo obligado, en la medida de los caprichos de mi joven comunicante, a ser y no ser al mismo tiempo el ser y la nada.[56] Todo esto sin que me muestre la menor señal de gratitud, pues como él dice, yo soy bien capaz de encarnar una cosa tan contradictoria y así no hay mayor dificultad en que pueda volver a serle útil, ayudándole otra vez a salir de la contradicción en que vive. Claro que si pensara un poco en el enorme reconocimiento implícito que se hace de mis méritos en esa misma pretensión suya,[57] es lo más probable que se pusiera otra vez furioso como un basilisco y echara pestes contra mí.
Ser el confidente de semejante joven es una de las cosas más difíciles que puedan imaginarse. Él, por otra parte tan tranquilo, olvida del todo que una sola palabra mía o un determinado gesto le podrían hacer mucho daño. Bastaría, por ejemplo, que le dijera que no me escribiese más cartas. En Grecia no solamente eran castigados los que revelaban los misterios eleusinos, sino que también lo eran los que ultrajaban la sagrada institución de Eleusis rehusando ser iniciados en sus misterios. Según un autor helénico este último fue el caso de un tal Démonas, que pudo salvar la piel gracias a su ingeniosísima autodefensa.[58] Mi situación como confidente es aún más crítica y apurada que la de este ingenioso griego, ya que mi joven amigo es mucho más escrupuloso y esquivo con sus misterios que los oráculos de Eleusis. Se enfada incluso cuando hago aquello que él me exige con mayor insistencia, esto es, cuando me callo como un muerto.
También es muy injusto conmigo cuando insinúa la idea de que sin duda ya no le recuerdo para nada. No sabe él lo mucho que sufrí cuando desapareció de súbito, temiendo que su desesperación le llevase a cometer la barbaridad de quitarse la vida. Pero poco a poco me fui tranquilizando, pues sucesos de este tipo no suelen permanecer ocultos mucho tiempo y como yo, a pesar del interés que ponía en enterarme de su posible desenlace fatal, no oí ni leí nada sobre el mismo, concluí que el muchacho continuaba en vida, aunque nadie supiera en qué rincón del mundo se hallaba escondido. Por otra parte la joven que él había dejado plantada, no sabía tampoco nada sobre su paradero. Desde el día de su desaparición, me dijo la joven, no había vuelto a oír ni recibir la menor noticia de su antiguo novio. Por eso no se abandonó ella de repente al dolor de la pérdida, sino que éste fue apareciendo gradualmente en su alma, a medida que crecían los temores y las sospechas acerca de lo que realmente había sucedido. Esto hizo que su dolor no fuera tan intenso y fuerte como suele serlo en tales casos, sino que se quedó como dormido dulcemente, soñando de una manera vaga en lo que había acontecido y en lo que podía significar la desaparición súbita de su antiguo amante.
La muchacha se me convirtió desde entonces en un nuevo objeto para mis observaciones. Mi amigo, desde luego, no pertenecía a esa categoría de individuos que atormentan hasta el final a la muchacha amada y luego, tan tranquilos, se largan y la dejan en la mayor desolación. Al revés, su amada joven, apenas él había desparecido, se encontraba a las mil maravillas, rebosante de salud, floreciente, enriquecida con el botín poético que el amado le había dejado y fortalecida con el alimento y los preciosos estimulantes cordiales de la gran ilusión poética que él había puesto en ella. Es rarísimo encontrar una muchacha abandonada por su novio en las condiciones admirables en que se encontraba nuestra joven. Cuando yo la vi unos días después de la partida de aquél, me pareció tan fresca como antes, viva y coleando como un pez recién salido del agua. Mientras que de ordinario las muchachas abandonadas suelen tener un aspecto demacrado y mustio como el de los peces del acuario.
En mi fuero interno, por tanto, esta absolutamente convencido de que el joven continuaba con vida y me sentía realmente contento porque el muchacho no había recurrido al medio desesperado del suicidio. Es increíble la enorme confusión que puede aparecer en el dominio erótico cuando uno de los amantes se empeña en morirse de pena, o en darse por muerto para desembarazarse así de la relación amorosa que se le ha hecho insoportable.
Una muchacha en estos casos y según sus propias declaraciones solemnes y plañideras, no tiene otra salida que la de morirse de pena al constatar que su novio la había traicionado. Pero la verdad es que el novio del que hablamos no engañó ni traicionó a la muchacha amada, simplemente la abandonó por motivos ocultos y probablemente más fundados que lo que ella juzgaba. Incluso había abrigado el joven la firme intención de casarse con ella cuando el momento estuviera suficientemente maduro, pero ahora ya no podía tomar tal decisión, cabalmente porque ella se había permitido en cierta ocasión acosarle y angustiarle exigiéndole seguridades en este sentido; y lo había hecho, según el joven decía, empleando demasiada retórica contra él o, en todo caso, expresándose de un modo poco digno para una joven. Pues una de dos: o lo cree realmente infiel en el momento en que le habla de esa manera, y entonces demuestra que es demasiado orgullosa; o lo cree todavía fiel y merecedor de su confianza, y entonces ella misma debe ver que al expresarse así le hace una injusticia que clama al cielo.
En cuanto a lo de darse por muerto y desaparecer de la escena para liquidar una relación amorosa con determinada joven, estimo que es el medio peor que se pueda imaginar, al mismo tiempo que representa la ofensa más grave y acerba que se le puede hacer a una mujer. Porque también aquí son posibles dos reacciones, igualmente desagradables, por parte de la joven. La primera, que lo crea realmente muerto, se vista de luto riguroso y lo llore con las lágrimas más amargas y sinceras. Pero hete aquí que la desconsolada muchacha descubre con el tiempo que el bribón permanece todavía en la existencia y que ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea trágica de pegarse un tiro con el fin de liquidar la relación, sino que siguió viviendo tan campante y más feliz que nunca. ¿No tendría la muchacha, en este caso, que sentir náuseas por haberle guardado luto tan riguroso y haber llorado tan amargamente su pérdida? O supongamos, como segundo caso no menos irónico, que ella no llegó a enterarse en esta vida de si su novio realmente había muerto o no, pero al llegar a la otra vida empezó a sospechar con fundamento que su novio, en efecto, había muerto, no precisamente después de unos pocos años, más o menos felices sin ella, pues vista así la cosa sin duda ninguna que ya había muerto para entonces, como mortal que era, sino que murió exactamente aquella vez, cuando dijo que la pena le mataba, y ella le guardó luto riguroso. ¡Qué tema y qué situación tan magníficos para un autor apocalíptico que haya comprendido el arte de Luciano y de Aristófanes,[59] del auténtico Aristófanes, se entiende, y no el uno de tantos de esos imitadores suyos[60] que, como los doctores cerei[61] de la Edad Media, pretenden pasar por auténticamente tales! Porque de esta manera se podría mantener el enredo durante más tiempo, ya que el muchacho estaba muerto, bien muerto, pero la joven, como despertando de un sueño, volvería a ponerse otra vez de luto y a llorarlo, hasta descubrir al fin que todo ello no había sido más que una leve transición.
Al recibir la primera carta del joven amigo, su recuerdo se despertó en mi alma con toda fuerza y vigor, de suerte que no puedo decir que evoqué a sangre fría los hechos principales de su historia, ni muchísimo menos. Cuando leí en su carta la expresión no del todo desdichada de que yo estaba mal de la cabeza y era poco menos que un loco de atar, se me ocurrió de repente la siguiente idea: «Ahora mi amigo acaba de descubrir un secreto, el más íntimo de todos los secretos que quepa imaginar, porque es un secreto guardado por una celosía que, por así decirlo, tiene más de cien ojos». En el período de nuestra relación más estrecha solía el muchacho decirme, con los rodeos y la circunspección de siempre, que yo era «un poco raro». A esto, entre otras cosas no muy satisfactorias, se expone el que observa con todo su celo la vida de los demás. Porque el arte del observador consiste en ofrecer a los que se confiesan con él ciertas garantías que los tranquilicen y ayuden a ser más comunicativos. Cuando la que se confiesa, por ejemplo, es una joven, reclama siempre del confidente una garantía positiva. El hombre, en cambio, se contenta con una garantía negativa. Esto tiene su razón de ser en el abandono y humildad típicos de la mujer, y por la otra parte en la soberbia y engreimiento propios del varón. Sin duda que en este último caso representa un enorme alivio para el penitente el saber de buena tinta que aquel con el que se confiesa, rogándole consejo y explicaciones, no está del todo en sus cabales y, en el fondo, es un pobre loco que merece compasión. Así, desde luego, no necesita uno avergonzarse de nada. Hablar con un hombre semejante viene a ser lo mismo que si lo hiciera uno con un árbol o una piedra, «algo que uno hace sencillamente por curiosidad», que es cabalmente la expresión que suelen emplear tales penitentes cuando alguien les pregunta por qué frecuentan tanto al susodicho personaje.
Un confidente, esto es, un observador de vidas ajenas, debe ser un personaje útil y ligero como un pájaro pues de lo contrario nadie le confía sus secretos. Lo primero que tiene que hacer es no manifestar demasiado rigor ético en sus juicios y, mucho menos, no tratar de presentarse personalmente como un dechado de virtudes morales, lo que se dice todo un hombre. Al revés, ha de ser ajuicio de la gente un hombre depravado, una nefasta compañía, un individuo del que se cuentan las historias más escabrosas y disparatadas. Y claro está, los penitentes se sienten muy a gusto confiándole a un hombre de tan admirable fama todos sus secretos. ¡Qué impedimento hay en confiárselos si ellos son unas personas infinitamente más decentes y escrupulosas!
Un confidente de este tipo soy yo, y me aprovecho todo lo que puedo del buen concepto que la gente se ha formado de mí. En realidad no me importa un bledo lo que la gente diga; lo único que deseo de los hombres es poder tener acceso al contenido de sus conciencias. Este contenido lo peso una y mil veces, y cuando descubro una conciencia cuyo contenido da un buen peso en mi balanza, entonces ningún precio me parece demasiado elevado.
Me bastó una lectura rápida y ligera de su carta para comprobar que su historia amorosa había dejado en el ánimo del muchacho una impresión mucho más profunda que lo que yo había supuesto. Por cierto que yo nunca llegué a conocer su historia sentimental, pues indudablemente el muchacho me ocultó siempre algunas de sus emociones más íntimas. La razón es muy sencilla, puesto que antes me consideraba como un ser «un poco raro» y ahora pensaba que yo estaba un poco mal de la cabeza, lo que se dice un débil mental, cosa bastante distinta.[62] En esta situación al muchacho no le queda otra alternativa que la de hacer un movimiento religioso. Lo que significa que el amor siempre empuja al hombre hacia adelante. Con esto se confirma lo que yo he constatado ya muchas otras veces, a saber, que «la vida dispone de recursos infinitos y que el poder que la gobierna tiene una capacidad de intriga mayor que la de todos los poetas juntos».[63]
Dado el temperamento y las dotes naturales de este joven, yo siempre habría apostado, antes de conocer su historia, que no se dejaría atrapar nunca en las redes del amor. Pero, al fin de cuentas, en el amor se dan también excepciones irreductibles a los casos típicos generales, que en todo se conforman a la regla. El muchacho poseía un espíritu poco común y, en especial, una imaginación colosal. Tan pronto como se puso en marcha su actividad poética podía muy bien encontrar en ello suficiente ocupación para toda la vida, particularmente si acertaba a comprenderse a sí mismo y se limitaba a gozar en privado las delicias del ajetreo espiritual y los pasatiempos de su fantasía. Esta forma de vida es el sucedáneo y la compensación por excelencia de las relaciones amorosas de cualquier tipo, a la par que descarta todos los inconvenientes y problemas fatales de tales relaciones, sin que por ello deje de ofrecernos un equivalente exacto de la belleza incomparable que entraña la felicidad del amor. Un hombre de semejante naturaleza y temperamento no tiene ninguna necesidad del amor de una mujer. Este hecho lo suelo explicar con el recurso al mito, diciendo que semejantes hombres fueron mujeres en una existencia anterior y ahora, una vez que han nacido y son hombres, recuerdan con frecuencia aquel su estado primitivo de la preexistencia.[64] Para estos hombres siempre representará una perturbación el enamorarse de una joven y ello siempre será, como consecuencia, en detrimento de su tarea típica de poetas. Porque corren el riesgo seguro de pretender jugar el mismo papel de la mujer, cosa que resultaría tan desagradable para las mujeres de las que se enamoran y con las que se casan, como para ellos mismos, en el caso de haber dado ese paso en falso.
Por otro lado, como he repetido tantas veces, mi joven amigo era un melancólico. Por eso, de la misma manera que su riqueza de espíritu y su colosal imaginación tenían que ser para él como un freno y un impedimento para no acercarse demasiado y mucho menos comprometerse con una joven, así su melancolía debería encastillarlo en el caso de que una belleza femenina lo atrapase en sus redes seductoras. Una profunda melancolía, con cierta tendencia a la simpatía y compasión, es y será siempre uno de los medios más perfectos que existen para desarmar y humillar las astucias de la mujer. Pobre la muchacha que tenga éxito en su empresa de atraerse la simpatía de un melancólico. Porque un tal melancólico, en el mismo momento en que se sentía atraído por ella, no podría por menos de hacerse preguntas tan inquietantes como las siguientes. ¿No cometes un pecado y una injusticia contra ella si te abandonas y dejas llevar por estos sentimientos que acaba de desatar en tu ánimo? ¿Pretendes acaso ser un obstáculo en su camino e incluso arruinar totalmente su vida? Lo equivaldría, de hecho, a decir adiós a todas las intrigas seductoras de la mujer.
La postura que adoptó nuestro joven melancólico no fue, sin embargo, la descrita y normal en los de su temperamento. De repente dio un giro insospechado y se puso de parte de la joven, sin el menor egoísmo. Estaba dispuesto desde el principio a ver en ella solamente los aspectos positivos de su enorme encanto, resaltándolos incluso más y mejor que ella misma era capaz de hacerlo, y admirándolos quizá más que lo que ella misma deseaba. Todo esto era lo que la joven podía esperar de él, porque no le ofrecería nada más por muchos años que durasen sus relaciones.
Por todos estos motivos me parecía a mí imposible que el muchacho se enredara en una historia de amor. Increíble, pero así fue, como hemos visto. Y es que la vida es intrigante e ingeniosa. Lo que le tiene cautivado no es en realidad la amabilidad y los encantos de la joven, sino el remordimiento de haber sido injusto con ella y haber turbado así su vida. Se había acercado a ella sin pensarlo, a la ligera, y en seguida cayó en la cuenta de que aquel amor no era realizable en la práctica y que él podía muy bien llegar a ser feliz sin ella, feliz a su modo, claro está, y contando además con las nuevas posibilidades que ella había despertado en el orden de su actividad poética. Entonces se decide a romper las relaciones, desapareciendo como un muerto. Pero su conciencia le sigue atormentando, pues no puede olvidar ni por un momento que ha obrado mal y ha sido injusto con la joven. ¡Como si fuera alguna injusticia romper unas relaciones que no pueden llevarse a feliz término!
Si a estas alturas estuviera libre de prejuicios y alguien le propusiera: «¡Ea, amigo, ahí tienes a la joven de marras! ¿Deseas hacerle la corte de nuevo y enamorarte de veras?». «No, de ningún modo —replicaría él casi con toda seguridad—. ¡No, no lo haría ni por todo el oro o cualquier otra cosa del mundo, porque sé muy bien los quebraderos de cabeza que estas cosas traen consigo y que no hay manera de olvidarlas jamás!».
Exactamente en estos términos debería plantearse a sí mismo la cuestión, si no quiere continuar engañándose. De hecho está todavía plenamente convencido de que en el sentido humano no puede realizarse su amor. Al parecer el muchacho ha alcanzado en la actualidad la frontera de lo maravilloso,[65] y si este nuevo movimiento ha de ser verdaderamente real, es necesario que lo ejecute en virtud del absurdo.[66]
¿Ama realmente a la muchacha, o ésta no es para a otra vez más que la simple ocasión o motivo que lo ha impulsado por la nueva dirección? Sin duda ninguna que tampoco ahora le preocupa lo más mínimo la posesión de la muchacha, en el sentido propio y estricto de la palabra. Ni menos aún le pueden preocupar las consecuencias que semejante posesión entrañaría. Lo único que le preocupa y ocupa en este aspecto es la consideración puramente formal de qué es lo que podría suceder si volviera a reanudar las relaciones con la joven. El que ésta, por ejemplo, muriera al día siguiente de reanudar las relaciones, no representaría para él ningún motivo de amargura, ni siquiera lo consideraría, propiamente, una pérdida; al revés, con ello habría encontrado al fin la paz y el reposo anhelados/Porque aquella discordia y combate atroz que se había apoderado de todo su ser al ponerse en contacto con la joven, acabaría por apaciguarse del todo por el hecho de que él había vuelto a ella.
Tampoco en este otro caso es la muchacha para él una realidad, sino solamente como el puro reflejo de sus propios movimientos interiores y el acicate constante de los mismos. La muchacha, pues, tiene un significado enorme para él, que no la olvidará mientras viva. Pero tal significado e importancia enormes no los tiene ella en virtud de sus propias dotes o encantos personales, sino solamente en cuanto se ha relacionado con él. Ella es, por así decirlo, como el confín y el límite del ser de él. Semejante relación, naturalmente, no es erótica. Desde el punto de vista religioso se podría afirmar que es algo así como si Dios mismo se hubiera servido de la joven para cazar al muchacho. Lo que no quiere decir que la muchacha por sí misma sea una realidad, sino, poco más o menos, como una de esas moscas artificiales que se suelen poner en los anzuelos.
Yo estoy completamente seguro de que mi amigo no conoce absolutamente nada de !a vida de la joven, fuera del hecho de que mantuvo relaciones con ella en cierta ocasión y desde entonces no ha podido dejar de pensar en ella ni un solo momento. Ella es, sencillamente, la joven, la muchacha en flor. ¡Con esto ya tiene bastante! Porque él, evidentemente, no se ha puesto jamás a considerar los detalles y cualidades peculiares de la muchacha. Y menos aún hasta qué punto concreto podrían llegar, compartidas en toda una vida, su amabilidad, su gentileza encantadora, su fidelidad, su capacidad de sacrificio amoroso, en una palabra, todas esas cosas singulares que hacen tan atrayente a la mujer y por las que los hombres de ordinario pierden la cabeza, arriesgándolo todo y poniendo el cielo y la tierra en movimiento con el afán de conseguirla. Lo más probable es que nuestro joven no tuviera ni una sola palabra que responder a quien le rogara una explicación sobre la dicha y felicidad concretas que esperaba obtener de una relación propiamente erótica con la joven. Porque éste no ha sido nunca ni su problema, ni siquiera su ilusión, ya que lo único que le ha tenido atareado en todo momento ha sido la cuestión de cómo mantener intacto su honor y amor propio, para lo cual no encontró otra salida mejor que desaparecer y dejar plantada a la pobre muchacha. ¡ Como si no hubiera sido más honrado y digno de su orgullo masculino domeñar todas sus inquietudes y temores realmente infantiles!
Ahora quizá espera que se opere en él como un derrumbamiento o deformación de su propia personalidad, al menos a los ojos de los demás. Pero esto le trae sin cuidado, incluso lo desea, pues de esa manera se vengaría en cierto modo de la vida y del mundo que se han burlado de él, haciendo que pasara por culpable en medio de su inocencia y que toda su relación con la realidad en este punto fuera algo completamente absurdo y descabellado, de suerte que no le quedaba otro remedio que cargar con el sambenito de novio infiel ante todos los amantes de verdad. ¿No sería ésta acaso una tarea impresionante para un temperamento poético?
A pesar de todas las seguridades con que he afianzado los juicios hechos en este prólogo acerca del comportamiento de mi joven amigo, no me atrevo a afirmar que mi interpretación sea la correcta. Quizá no haya comprendido bien al muchacho, quizá él me haya ocultado algo esencial, quizá ame todavía de veras a la joven que abandonó sin decir una palabra, ni la menor explicación. En este caso quedaría mucha historia por delante, y el final de esta historia significaría mi muerte, al confiarme el muchacho su más alto y sacratísimo secreto. ¡Nadie dirá que la situación de un observador y confidente no está llena de peligros! Sin embargo, sólo con el fin de poder satisfacer mi interés profesional de psicólogo, me gustaría mucho ver a la muchacha fuera de escena y hacerle saber a él que su adorada acababa de contraer matrimonio. En este caso estoy por apostar que las explicaciones de sus cartas serían bien diferentes. Porque, en definitiva, su simpatía por la joven es de una peculiaridad tan melancólica que yo creo que él, sólo por favorecerla y beneficiarla a ella, se imagina amarla.
El problema en que hace hincapié no es otro, ni más ni menos, que el de la repetición. A mi modo de ver, el muchacho tiene razón de sobra para no buscar la solución de este problema ni en la filosofía griega, ni tampoco en la moderna. Porque los griegos, según dijimos, realizaban el movimiento contrario. Un pensador griego hubiera elegido en este caso la solución del recuerdo, sin que su conciencia le inquietara lo más mínimo. La filosofía moderna, por su parte, no hace ningún movimiento, por lo general sólo habla de eliminaciones superaciones,[67] y si alguna vez realiza un movimiento, éste siempre se queda dentro de los límites de la inmanencia. La repetición, por el contrario, es y siempre será una trascendencia.
Es una gran suerte que mi amigo no me pida en este punto una aclaración o explicación, pues ya hace un cierto tiempo que abandoné mi teoría y desde entonces navego siempre, como se dice en el lenguaje marinero, a la deriva y sin ningún rumbo fijo. Porque la repetición es también para mí una cosa trascendente. Dentro de mis propios confines interiores puedo navegar a placer, pero en cuanto salgo fuera de mí mismo me encuentro totalmente perdido, porque no he descubierto aún ningún punto arquimédico en que apoyarme ni ninguna otra cosa que me oriente.
También fue una suerte que el joven no buscara explicaciones en el asesoramiento concienzudo de una de esas lumbreras mundialmente famosas de la filosofía de nuestra época, o en las lecciones académicas de este o aquel professor publicus ordinarius. No, nuestro joven ha recurrido en su perplejidad a un modesto pensador privado, a un hombre que se retiró del mundo después de haber conocido sus glorias y haber poseído cuanto se puede desear en la vida. En otras palabras, nuestro joven buscó refugio y asesoramiento en Job, aquel hombre que no gesticulaba en una cátedra ni afianzaba con golpes sobre la misma la verdad de sus asertos, sino que sentado junto a la chimenea y mientras se rascaba sus úlceras con una teja, lanzaba sin cesar sus doloridas lamentaciones y sus breves y tajantes explicaciones sobre la vida. Y aquí, en este humilde rincón del pasado, junto a ese pequeño grupo que forman Job, su esposa y sus tres amigos, piensa nuestro joven que ha encontrado lo que con tanto afán andaba buscando y que la verdad allí aprendida es más gloriosa, alegre, bella y auténtica que la de un simposio griego.
Para terminar este prólogo, diré que aunque el muchacho quisiera aconsejarse conmigo en este nuevo estadio o meta de su evolución, yo no podría ofrecerle ningún consejo útil. Porque a mí me resulta absolutamente imposible hacer un movimiento hacia lo religioso. Esto es algo que repugna a mi naturaleza. Lo que no significa que yo niegue la realidad de esa esfera de valores, o que no admita que en este sentido se pueda aprender muchísimo de un joven como el nuestro. Por cierto que si mi amigo logra verificar ese movimiento que ha iniciado hacia la religión, encontrará en mí su más entusiasta admirador y, por su parte, ya no tendrá por qué irritarse conmigo en adelante y hacer el blanco de su solapada mordacidad.
Quiero añadir, en lo que respecta a la joven, que cuanto más estudio este asunto, más sospechosa se me hace de haber pretendido de uno u otro modo atrapar al muchacho en sus redes, valiéndose precisamente de su melancolía. En este caso la compadezco, y por nada del mundo quisiera estar en su pellejo, pues estas cosas siempre terminan mal. La vida castiga duramente a los que se comportan así.
15 de agosto
Mi callado confidente:
Quizá le sorprenda recibir a estas alturas una carta de uno a quien usted hace tiempo ha dado sin duda por muerto y, en este sentido, completamente olvidado; o a quien usted olvidó hace tiempo y, en este sentido, es lo mismo que si estuviera muerto. Otro género de sorpresas no espero de su parte.
Me imagino, sin embargo, que en el mismo instante de recibir esta carta recogerá el hilo de mi historia con unas palabras, poco más o menos, como las siguientes: «¡ Ah, sí, es el famoso muchacho del noviazgo desgraciado! ¿Cómo estaban las cosas cuando desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra? ¿Cuál era su temperamento? ¿Cuáles los síntomas de su enfermedad típica? ¡Sí, ahora los recuerdo perfectamente!».
Su impasibilidad, desde luego, es algo que causa espanto y desazón. Cada vez que pienso en ello se me calienta la sangre en las venas y, no obstante, no puedo desentenderme de usted, pues me tiene como encadenado con un misterioso y extraño poderío. Hablar con usted representa para mí un alivio extraordinario y realmente indescriptible. Porque es como si hablara uno consigo mismo o con una idea. Esta impresión se siente solamente al principio, porque después, cuando uno le ha confiado a usted sus secretos más queridos y ha experimentado un cierto alivio con esta confesión, lo que siente es un verdadero miedo al ver sus ademanes impasibles y fríos, dudando si es una piedra o un hombre lo que tiene delante, en todo caso un hombre dotado de una terrible inteligencia a cuyo juicio uno acaba de someterse.
¡Ay!, el que está afligido es siempre un poco celoso de su pena. No desea confiarse a cualquiera, sino que quiere y exige silencio. Con usted se puede estar completamente seguro de que guardará un silencio absoluto. Esto le vuelve a consolar a uno al principio, pero en seguida se convierte en un motivo de nueva angustia, pues su silencio es más profundo que el de la tumba y el que le ha confiado sus secretos no puede por menos de pensar que usted guarda y posee otros muchos secretos parecidos. Usted está bien enterado de todo y no se embrolla nunca con los innumerables secretos que se le confían. En el mismísimo instante en que acaba de recibir el secreto de un confidente, se encuentra usted listo y dispuesto para recibir el de otro, sin que por eso olvide nada de lo que le contó el primero, con el que puede coloquiar como si tal cosa en las citas sucesivas. De mí, al menos, puedo decir que viendo todas estas cosas me arrepiento muchas veces de haberle confiado mi secreto.
¡Ay!, el que está afligido es siempre celoso de su pena. Desea que aquel a quien le confía su secreto sepa valorarlo en su justo peso e importancia. Tampoco en este aspecto defrauda usted nunca las esperanzas del confidente, pues sabe comprender mejor que él mismo los matices más finos y delicados de su pena íntima. Esto lo comprobé muy bien cuando me puse en contacto con usted, pero también recuerdo que al poco tiempo me sentí desesperado ante su enorme superioridad, tan hábil para informarse y sonsacar los detalles más mínimos, de suerte que nada sea nuevo e ignorado para usted. ¡Si yo fuera el dueño y señor de los hombres, cómo me gozaría castigándole! Lo encerraría a usted en una jaula conmigo, para que me perteneciera solamente a mi. Claro que mi gozo en este caso no iba a durar mucho, porque el hecho de tener que verlo todos los días a mi lado sería para mí una de las torturas más espantosas que quepa imaginar.
Usted, amigo mío, posee un poder demoníaco. Con ese poder es muy capaz de tentar a cualquier ser humano para que lo arriesgue todo y se atreva a hacer cualquier cosa, haciéndole creer con sólo mirarle que tiene unas fuerzas que en realidad ni posee ni desea poseerlas, y obligándole que aparente lo que de hecho no es, con el fin de que así pueda ganarse esa su peculiar sonrisa de aprobación que le recompensa de una manera inefable. Me gustaría, hasta cierto punto, verle junto a mí todo el día y escucharlo durante toda la noche, pero a la hora de actuar no quisiera tenerlo a mi lado por nada del mundo. Porque con una sola palabra sería capaz de estropearlo y embrollarlo todo. No tengo ánimos para confesarle mis debilidades. Si lo hubiera hecho así, me consideraría el hombre más cobarde y pusilánime de la tierra, pues juzgaría que lo había perdido todo y me había quedado como desnudo.
Su poder inefable, amigo mío, tiene sobre mí este doble efecto contradictorio. Tan pronto me cautiva de la manera más admirable, como me angustia del modo más espantoso. Pues sin duda muchas veces me parece usted digno de toda mi admiración, pero otras pienso que no está bien de la cabeza y es un loco de cuidado. ¿Acaso no es una especie de locura el haber domeñado de esa forma todas las pasiones, todas las emociones y todos los sentimientos del corazón, sometiéndolos férreamente al frío regimiento de la inteligencia? ¿No es acaso una locura especial ese modo de ser tan normal, solamente una idea, no un hombre, un ser como todos los demás, quebradizos y frágiles, perdidos y siempre en trance de perderse? ¿No es una locura y una debilidad mental el estar siempre despierto como lo está usted, siempre conciente y vigilante, nunca a media luz y como en sueños?
Comprenderá que en estos momentos no me atreva a hacerle una visita y verlo cara a cara. Sin embargo, no puedo prescindir de usted en absoluto. Esta es la razón que me ha movido a escribirle, aunque le ruego que no se moleste para nada en contestarme. Para mayor seguridad he evitado que mi carta lleve ninguna dirección o detalle de mi paradero. Este es mi deseo y mi propósito irrevocable. Porque sólo así puedo encontrar satisfacción en escribirle, sintiéndome completamente tranquilo y, por otra parte, muy contento con su amistad.
El plan que usted me propuso era realmente magnífico, incomparable. Todavía hoy me siento en algunos momentos encandilado como un niño por aquel personaje heroico que usted me proponía encarnar, explicándome que de ello dependía todo mi futuro. ¡Aquel personaje heroico que, de haber tenido yo fuerzas para encarnarlo, me habría convertido nada menos que en un héroe! Todavía hoy recuerdo bien al vivo cómo sus palabras, con su admirable poder de encantamiento, hicieron que mi fantasía ebria concibiera las más disparatadas ilusiones. ¿No era acaso un solemne disparate comprometer de ese modo toda su vida por culpa de una sola muchacha? ¿No era un solemne disparate tener que pasar —y quizá serlo, pues por cualquier cosa insignificante nadie ofrece su fama y su honor— por un villano engañador, con el solo fin de demostrar a la muchacha engañada lo mucho que se la amaba? ¿No era un disparate enorme marcarse a sí mismo a fuego de ese modo y desperdiciar así toda su vida? ¿No era un disparate enorme vengarse y ensañarse de esa manera mucho más cruel que todas las habituales murmuraciones y cuchicheos de la gente? ¿Y de ese modo ser un héroe, no a los ojos del mundo, naturalmente, sino en el propio fuero interno, viviendo sin ninguna comunicación con los hombres, amurallado en la propia personalidad, sin más testigo, juez o acusador que uno mismo, siempre solitario y único? ¿Y tener que sufrir durante toda la vida el acoso incesante de los más horribles pensamientos, como consecuencia inevitable de aquel paso absurdo con el que, desde el punto de vista humano y según las habladurías de la gente, uno había renunciado de golpe a la razón? ¿Y, finalmente, no era un enorme y solemne disparate hacer todas estas cosas por culpa de una muchacha?
Y lo más curioso de su plan era que si la maniobra tenía éxito y lograba normalizar las relaciones con la joven, yo le habría hecho, según usted añadía con mucho énfasis, el más caballeresco homenaje amoroso que se le puede hacer a una muchacha, un homenaje que sobrepujaba todas las hazañas de los caballeros medievales en este orden, precisamente porque para rendir tan gran homenaje no se habían empleado otros recursos que los de la propia personalidad. Esta última expresión suya hizo en mí una impresión muy honda. Y no fue porque lo dijera con entusiasmo, cosa que usted jamás ha tenido, sino con una frialdad y serenidad tan calculadas, con un conocimiento tan oficial y exhaustivo del asunto que parecía como que acabara de leer todos los libros de caballería con el exclusivo fin de pergeñar esta frase. El resultado fue que con ella se me descubrió de pronto un amplio panorama en el dominio del erotismo y experimenté un gozo semejante al de los filósofos cuando descubren una nueva categoría del pensamiento.
Desgraciadamente yo no era el artista o el actor que poseyera las aptitudes y constancia necesarias para encarnar el papel del personaje propuesto por usted. Y, felizmente, lo vi a usted por aquel entonces sólo en lugares muy apartados y muy raras veces. Porque creo fue hubiera puesto el plan en práctica o, al menos, lo hubiera iniciado, en el caso de haberlo tenido a usted siempre junto a mí, sentado en la misma habitación, si bien un poco retirado, leyendo tranquilamente un libro o escribiendo alguna carta, ocupándose al parecer de otras cosas sin importancia, pero a buen seguro bien atento, solapadamente, se entiende, a todo lo que yo hacía, sin perder el más pequeño detalle en lo relativo a su taimado plan. Seguir este su plan, habría sido algo espantoso. ¿O es que acaso no es terrible engañar diariamente a la amada con la mayor sangre fría? Y supóngase, por otra parte, que ella hubiera recurrido a los recursos habituales del sexo débil cuando se siente herido, esto es, a toda esa barahúnda de conjuros y maldiciones femeninas. Supóngase que se hubiera acercado a mí con los ojos inundados en lágrimas, suplicándome y conjurándome por lo que más quisiera, por mi honor, mi conciencia, mi felicidad y mi sosiego en la vida y en la muerte, en este mundo y en el otro... ¡Sólo con pensarlo se me llena el alma de escalofríos!
Recuerdo muy bien las sugerencias que usted, tan tranquilo, me hacía a este propósito, mientras yo, presa del encantamiento que producían en mí sus palabras, no me atrevía a contradecirle lo más mínimo. «Si una joven —me decía usted— está en su pleno derecho cuando emplea esos recursos, lo más conveniente entones que nosotros, los varones, nos sometamos humildemente a su influencia e incluso, cosa que tiene mucho más mérito, la ayudemos con todas nuestras fuerzas a que se desahogue profiriendo gritos y maldiciones. Para ser todo un caballero con una joven no basta que uno sea sí mismo y destaque su propia personalidad, sino ha de saber también ponerse de su parte, haciendo como de abogado suyo en la misma causa en la que aparece como reo. Y si la joven en cuestión no tiene ninguna razón ni ningún derecho para emplear tales recursos, entonces, ¿qué puede importar que acuse y diga? ¿No es lo mejor dejarla que se despache a su gusto y escucharla como quien oye llover?».
Todo esto, desde luego, es una verdad enorme, absoluta e indiscutible, pero yo no la comparto para nada, porque no encaja dentro de mi concepción de la vida. «¡Qué absurda contradicción —continuó usted diciendo—, no se da con la mayor frecuencia entre la cobardía y el coraje masculinos! Se tiene miedo a contemplar lo espantoso, pero no suelen faltar el coraje y la valentía que se necesitan para hacerlo. En su criterio, por ejemplo, lo espantoso consiste en dejar plantada a una muchacha. Para esto tienes ánimos y coraje. En cambio, para verla cómo palidece, cómo se deshace en lágrimas y se siente morir, para eso no tienes ánimos y te da un dolor tremendo tener que presenciar como testigo semejante catástrofe. Y, sin embargo, semejante catástrofe no es nada en comparación con la primera. Mi criterio, pues, es muy distinto. Si sabes lo que quieres, por qué y cómo lo quieres, entonces debes tomar en consideración y respetar todos y cada uno de los argumentos, no cerrando los ojos a uno que otro aspecto del asunto, con la esperanza de que tu imaginación no sea tan fuerte como la realidad misma. Porque con este procedimiento no harás más que engañarte también a tí mismo y llegará el día, cuando no tengas más remedio que imaginarte las penas y la afrenta de la muchacha, en que tu fantasía vigorosa te la representará con mucha mayor fuerza que en el caso de haber ayudado a la joven en el momento siguiente a la ruptura a que te hiciese algunas escenas sumamente desagradables, angustiosas y horribles».
Esto también es verdad, una verdad indiscutible y total. Cada palabra es verdad, pero a mi modo de ver las cosas se trata de una verdad como si el mundo estuviera muerto. ¡Tan helada y consecuente es esta verdad! No me convence ni me emociona lo más mínimo. Lo confieso, soy débil; en aquella ocasión fui débil, y nunca jamás seré tan fuerte y animoso, tan valiente e imperturbable como me sugería su discurso. Pero considere otra vez a fondo toda la historia de mis relaciones con la muchacha, póngase en mi lugar y, sobre todo, no se olvide de amarla tan profundamente y de verdad como yo la amaba.
Estoy convencido de que usted en mi caso habría salido airoso, se habría abierto paso a través de todas las dificultades y habría superado todos los espantos, hasta lograr embaucarla con todos sus engaños y falsedades. Pero ¿cuál sería el resultado de esta operación? Que si no le ocurría a usted lo mejor que le podía ocurrir, es decir, si no se le quedaban grises de repente sus cabellos y no entregaba su alma un momento después de haber coronado sus esfuerzos taimados para conquistar a la joven, toda esa farsa macabra debería ser continuada, cosa que también se especificaba o sugería en su mismo plan, durante todo el resto de la vida. Y tampoco
en esto, estoy completamente convencido, habría usted fracasado. Pero, amigo mío, ¿no ha temido usted nunca con semejante conducta llegar a perder por completo la razón? ¿No le ha dado miedo alguna vez extraviarse y ser víctima de esa pasión horrible que se llama el desprecio de los hombres? Porque a mí me parece una cosa tremenda tener razón de esa manera, guardando fidelidad a una muchacha al mismo tiempo que se es un pícaro de siete suelas y que no contento con la impostura de tomar a broma sus propios engaños, con frecuencia meras fanfarronadas, se burla también de los sufrimientos de una pobre desgraciada y de todo lo mejor y más sagrado que hay en el mundo.
¿Cómo puede una cabeza humana concebir semejante plan y, lo que es mucho peor, cómo es posible que exista un hombre capaz de ponerlo en práctica? ¿No cree usted que tal hombre se vería obligado muchas noches a levantarse de su lecho con el fin de tomar un vaso de agua fresca que le calmase un poco los nervios? ¿O quizá a estar toda la noche sentado junto a su cama, dando vueltas a su plan y estudiando los modos de ponerlo en práctica? Aun en el supuesto de que yo hubiera seguido sus consejos y comenzado a poner en práctica su plan, le digo con toda mi modestia y sinceridad que no me habría sido posible en modo alguno proseguirlo y menos ejecutarlo hasta el final.
Por eso mismo escogí otro medio: abandoné con el mayor secreto Copenhague y me dirigí a Estocolmo. Esto, según su plan, era un error garrafal. Bien que me marchara al extranjero, pero a la luz del día y sin el menor secreto. Mis ánimos, amigo mío, no estaban para tales bromas. Imagínese que ella se hubiera enterado de mi partida y estuviera en el puerto cuando yo llegaba con mis maletas para tomar el barco. ¡Sólo pensarlo me pone los pelos de punta! O imagine que yo ya había embarcado y el vapor levado anclas cuando la vi llegar a ella y quedarse como una pieza sobre el muelle. ¡ Yo creo que en ese momento habría perdido a razón! No dudo, en cambio, que usted en las mismas circunstancias se habría mantenido tranquilo e impasible como de costumbre. Incluso, si lo hubiera creído conveniente para su plan y hubiera sabido que la muchacha se iba a encontrar en el muelle en el momento le zarpar el barco, habría traído del bracete a la modistilla y embarcado con ella tan contento. E incluso, si lo hubiera creído necesario, no solamente le habría pagado bien sus servicios a la segunda, sino que la habría seducido de verdad, hollado y deshonrado, eso sí, en aras del plan magnífico y con el exclusivo fin de servir mejor a la primera, esto es, a la muchacha verdaderamente amada e idolatrada.
¿No le parece una situación la mar de interesante? Pero supóngase que durante aquella misma noche se despierta de repente de su sueño y de su letargo, y que no es capaz de reconocerse a sí mismo, porque había encarnado a la perfección el papel de aquel personaje heroico con el que trató de encandilarme a mí al proponerme el mismo plan, amasado de buenas intenciones y de mentiras piadosas. Esto, indudablemente, no le parecería tan interesante, sino más bien un fallo. Porque recuerdo que usted me dijo entonces, haciendo mucho hincapié en ello, que no se debía recurrir nunca a semejante método de una manera insensata y superficial. Incluso me llegó a insinuar en cierta ocasión que tal método era absolutamente desaconsejable e innecesario si no había por medio alguna culpa o error de parte de la muchacha, ya fuera porque ésta era tan ligera y desaprensiva que no advertía los guiños evidentes que el amor le hacía en la persona de su propio novio, ya fuera porque era una egoísta descarada a la que le daba lo mismo ocho que ochenta.
A esta insinuación suya yo respondo ahora lo siguiente. Aunque hubiera sucedido como usted dice, o precisamente por haber sucedido así de hecho, ¿no cree usted que habría llegado más adelante el momento en que la joven cayera en la cuenta de que había obrado mal y se sintiera desesperada por las funestas consecuencias de su ligereza o de su egoísmo? ¿Y no ha pensado usted nunca que si tales consecuencias fueron funestas, ello no se debió quizá a la desaprensión o dureza de la muchacha, sino única y exclusivamente al peculiar modo de ser del novio? ¿No les ocurrió acaso a ambos la misma cosa? ¿No fue su comportamiento igualmente ambiguo? Porque yo creo que la joven, en definitiva, no imaginó ni remotamente las fuerzas y pasiones sutiles que desencadenaba en el ánimo del muchacho, de forma tal que, siendo en realidad inocente, se hizo culpable de todo lo ocurrido. Por lo tanto, juzgarla y tratarla como usted pretende, me parece, además de una infamia, un exceso de rigurosidad. Si yo hubiera continuado mis relaciones con ella, jamás la habría tratado y juzgado de ese modo tan cruel. Habría preferido con mucho las riñas y las querellas permanentes, la cólera y la furia desatadas, cualquier cosa antes que esa fría, lacónica y objetiva sentencia con la que usted la juzga y condena sin posible apelación.
¡No, no y no! Yo no podía hacer semejante cosa. Ni puedo ni deseo hacerla nunca jamás, aunque viviera mil años o se hundiera el mundo. ¡No, no y no! Por cierto que cuando pronunciaba seguidos estos signos gramaticales de negación, me desesperaba porque los encontraba tan fríos y ociosos como lo pueden ser un grupo de vagabundos alineados hombro con hombro a lo largo del muro de una calle. Porque un «no» dice siempre exactamente lo mismo que otro «no». Usted debiera haber oído todas las vibraciones y modulaciones variadísimas de mi negativa apasionada en aquellos instantes en que decidí cortar por lo sano, desapareciendo como un muerto, según usted mismo acostumbra a decir. ¡Cómo me hubiera gustado tenerle delante en aquellos momentos y espetarle a la cara mi último «no» rotundo! ¡Y cómo me hubiera gustado también romper con ese «no» definitivo todos los lazos que me ataban a usted, y haberlo hecho con aquella fuerza con que don Juan trató de soltarse de la mano férrea del Comendador, una mano que al fin de cuentas no era tan fría como la calculada sabiduría con que usted me tiene atrapado de una manera irresistible! Aunque, por otra parte, estoy seguro de que si lo hubiera tenido delante en aquellos instantes, no me habría sido posible formular apenas la primera negación, pues en seguida habría usted frenado todos mis arrebatos con una respuesta helada e imperturbable: «¡Claro, claro, lo comprendo muy bien; pero calma, muchacho, mucha calma!».
Lo que yo hice tuvo que parecerle a usted necesariamente una cosa mediocre, propia de un chapucero. Se puede reír de mí, si le place. Yo no tenía otra salida, otra salida digna, se entiende, por más que a usted se le antoje mediocre y sólo digna de un bisoño. Pero ¿qué pueden importar sus reacciones y sus dichos en un asunto de tanta trascendencia? Cuando un nadador habituado a lanzarse desde lo más alto del mástil de un navío, dando vueltas escalofriantes en el aire,[68] le grita, antes de meterse de cabeza en el agua, a uno de sus compañeros en la copa del mástil, para que siga su ejemplo y se lance también de cabeza y dando saltos mortales, pero éste lo único que hace es bajar poco a poco por la escala hasta la cubierta del buque y luego por una escalerilla, siempre con la misma parsimonia, hasta el borde del agua, y allí mete primero un pie y a continuación el otro, y los saca y los vuelve a meter, alternativamente y pensándolo mucho, hasta que al final cae como un fardo al agua..., ¿qué le puede importar entonces al primero lo que el segundo piense de él?
El hecho fue que un buen día desaparecí, inesperadamente y sin decirle ni una palabra a mi novia. Tomé el vapor para Estocolmo, huyendo y ocultándome de todos. ¡Quiera Dios que ella haya encontrado al fin una explicación satisfactoria! A propósito, ¿la ha vuelto usted a ver alguna vez? ¿A esa muchacha que yo nunca menciono por su nombre, porque yo no era el hombre capaz de escribir nunca su nombre? ¡Mis propias manos se habrían sentido sobresaltadas de espanto, un espanto insuperable! ¿La ha visto usted? ¿Ha perdido el color, o quizá ha muerto? ¿Está preocupada, o quizá ha encontrado la explicación que la consuele? ¿Es su andar todavía ligero y garboso, o camina quizá con la cabeza entornada y los pasos pesados como los de una vieja? ¡Santo Dios, mi imaginación no conoce límites! ¿Están sus labios pálidos? ¿Aquellos labios suyos que yo tanto admiraba, aunque nunca me permití besar más que sus manos? ¿Tiene acaso el aire serio y pensativo, ella que era dichosa como una niña?
¡Escríbame, se lo ruego con el mayor encarecimiento!
¡Cuénteme qué ha sido de ella, mi amada! Pero, ¡no!, no me escriba, pues no deseo recibir ninguna carta de usted, ni siquiera saber nada de ella. No creo en nada, no creo en ningún hombre, ni le creo a ella misma. Aunque estuviera frente a mí ahora, más resplandeciente y vigorosa que nunca, más alegre y jovial que cuando yo la conocí, no me sentiría nada contento, ni le creería ni una sola de las palabras que me dijera, pues pensaría que todo ello no era más que un engaño para burlarse de mí o, sencillamente, para consolarme.
¿La ha visto usted? ¡ No!, espero que no se haya permitido verla y, mucho menos, visitarla, tratando de mezclarse así en la historia de mis amores. ¡Dios le libre de que yo me entere del más mínimo detalle en este sentido! ¡Ojalá que haya sabido mantener las distancias! Cosa nada fácil, lo comprendo; porque una muchacha desdichada en el amor suele ser una presa suculenta sobre la que se lanzan inmediatamente, como perros hambrientos, todos los observadores de su tipo, con el afán desmedido de saciar su hambre y sed psicológicas, o escribir novelas. Si hay algo por lo que desearía muchas veces salir de mi escondite, ello es, sobre todo, para poder espantar a todos esos moscones y gusanos repugnantes, manteniéndolos todo lo lejos posible de esa fruta fresca que era para mí más dulce y suave que todas las demás cosas del mundo, y más deliciosa a mis ojos que un melocotón en el momento feliz de su sazón plena, con su bellísima piel de seda y terciopelo.
Se preguntará, sin duda, qué es lo que estoy haciendo ahora. A lo que le diré que no hago otra cosa que dar más y más vueltas a mi historia amorosa, tan pronto comenzando por el principio como por el fin. Huyo cualquier relación o hecho externo que me la recuerde; pero, interiormente, mi alma siempre está ocupada y preocupada con toda esa historia de mi vida, lo mismo de día que por las noches, en la vigilia que en los sueños. Jamás me atrevo a pronunciar el nombre de la amada, y le estoy muy agradecido al destino porque por una equivocación el único nombre que yo sé de ella no es su nombre verdadero. Mi nombre propio, en cambio, le pertenece en realidad a ella. ¡Ojalá que pudiera borrarlo! Porque mi propio nombre basta para evocármelo todo y cualquier cosa del mundo me parece que no contiene más que alusiones a este pasado. La misma víspera de mi partida para Estocolmo leí en un periódico que «dieciséis varas de seda negra, de la mejor calidad, estaban en venta por un cambio de destinación»[69] ¿Cuál sería su primera destinación? ¡Quizá un vestido de boda! Esto me hizo pensar que yo también podía poner un anuncio en el periódico, ofreciendo en venta, «por un cambio de destinación» mi propio nombre. ¿Para qué lo necesito ya? Si un espíritu poderoso me lo arrebatara para devolvérmelo después adornado con las mejores galas inmortales, yo lo arrojaría de nuevo lo más lejos posible y me pondría a mendigar por ahí un nombre cualquiera, el más insignificante de todos. Me gustaría, por ejemplo, que me llamaran simplemente el número 14, como uno de los chiquitines de la institución denominada «Los ángeles azules».[70] Pues ¿de qué me sirve un nombre que ya no es mío? ¿Y de qué me serviría un nombre gloriosísimo, aunque fuera mío?
¿ Qué vale, en definitiva, el sueño halagador de la fama comparado con un suspiro amoroso del pecho de una doncella? [71]
Se preguntará, sin duda, qué es lo que hago ahora. Los días me los paso como dormido y la noche despierta y vigilante, sin poder pegar ni un ojo. Durante el día trabajo con un afán y asiduidad enormes, como un auténtico modelo de actividad doméstica, lo mismo que esas damas que no salen nunca de casa y se afanan solícitas en sus labores, especialmente junto a la rueca.[72] Así yo no hago otra cosa: humedezco las puntas de los dedos, impulso el pedal con el pie, paro la rueda de la rueca, hago girar el huso e hilo, hilo sin cesar. Pero cuando una vez anochecido quiero retirar la rueca a su rincón, me doy cuenta que en la casa no hay ninguna rueca, y que sólo Dios sabe qué se ha hecho del ovillo que hilé con tanto esfuerzo como celo. Y así, exactamente lo mismo, sigo hilando y tejiendo durante toda la noche con mis pensamientos, un día y otro día, sin fatigarme ni cansarme nunca. Pero ¿cuál es el fruto de todo este trabajo? El que trata de arrancar a patadas el carbón de una mina, logra infinitamente más que yo con mis trabajos tan esforzados como baldíos.
Si usted desea hacerse una idea aproximada de la esterilidad de los mismos, no tiene más que aplicar metafóricamente a mis pensamientos las siguientes palabras del poeta, que encierran una explicación mucho mejor que la que yo mismo pudiera ofrecerle en este punto en que me encuentro:
Die Wolken treiben hin und her,
Sie sind so matt, sie sind so schwer;
Da stürzen rauschend sie herab,
Der Schoss der Erde wird ihr Grab.[73]
No necesito decirle ya más cosas. O, dicho con mayor exactitud, le necesito a usted para poder decir muchas más cosas y para poder expresar con una cierta claridad y justeza lo que mis pensamientos vaporosos e inciertos dan a entender solamente de una forma alocada y extravagante.
Si pretendiera contarle todo lo que me sucede, no acabaría jamás esta carta, que sería por lo menos tan larga como un año de cautiverio, o como aquellos años de los que está escrito: «No encuentro ya ningún contento».[74] La ventaja que tengo, a pesar de todas mis miserias y desventuras, o en medio de las mismas, es que en cualquier momento podría cortar el hilo con que tejo todos mis pensamientos.
Por hoy basta. ¡Que Dios nos guarde! Porque el que cree en la vida y en las cosas del mundo está bien asegurado y lo consigue todo. Esto es tan cierto como que oculta sus sentimientos y emociones el hombre que sostiene un sombrero desfondado delante de su rostro suplicante.
Muy señor mío, con esta ocasión, tengo el honor y el gusto, etcétera, etcétera.

Suyo —quiéralo o no lo quiera— afectuoso e innominado amigo.
19 de setiembre
Mi callado confidente:
¡Job! ¡Job! ¡Oh Job! ¿No dijiste realmente otra cosa que aquellas palabras hermosas: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Alabado sea su nombre!»?[75] ¿No dijiste más que eso? ¿Y no hiciste más que repetirlas en medio de tus grandes dolores y miseria? ¿Por qué te mantuviste tan callado durante siete días y siete noches? ¿Cuáles fueron las emociones que embargaban tu alma entonces? Cuando todo se desmoronaba sobre tu cabeza y quedaba hecho añicos y ceniza en torno tuyo, ¿recibiste acaso de súbito unas energías sobrehumanas, recibiste quizá en el mismo momento la explicación adecuada del amor y el coraje animoso de la confianza y de la fe?
¿Dime, está también tu puerta cerrada para el afligido que busca consuelo en sus penas? ¿No podrá éste encontrar junto a ti otro alivio que el mediocre y lamentable que le ofrecen los libros y las voces de la sabiduría mundana con sus largos párrafos o peroratas en torno a la perfección admirable de la vida? ¿Tampoco tú sabes o no te atreves a decir más que los consoladores de oficio? Los cuales, con una parsimonia e imperturbabilidad dignas de los maestros de ceremonias, le recomiendan indefectiblemente al pobre individuo que recurre a ellos en los momentos de su mayor apuro, que tenga mucha paciencia y que diga con mucho respeto, esto sobre todo: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Alabado sea su nombre!» Sí, que lo diga con un respeto tan grande como cuando se dice: ¡Jesús! o ¡Salud!, según las latitudes, a alguien que acaba de estornudar.
¡No, tú no consuelas de esta manera absurda! ¡No, tú que en los días de esplendor y bienestar fuiste la defensa de los oprimidos, el sostén de los viejos y el apoyo de los necesitados,[76] no defraudaste a los hombres de esa manera miserable cuando todo se derrumbó en torno tuyo! Al revés, entonces cabalmente te convertiste en la voz de los que sufren, el clamor de los que se sienten destrozados y el grito de los que son víctimas de la angustia. Desde entonces eres el alivio de todos aquellos que tienen la lengua agarrotada por el dolor; eres el testimonio fiel de todas las penas y necesidades que oprimen y destrozan el corazón humano; y eres, en fin, el portavoz irreemplazable de todos los afligidos, porque, «en la amargura y angustia del alma»,[77] no reprimiste las lamentaciones de tu boca y te atreviste a querellarte con Dios.[78]
¿Por qué se ocultan estas cosas? ¡Ay de aquellos que devoran los bienes de las viudas y de los huérfanos y los despojan de su herencia![79] Pero también, ¡ay de aquellos que de una manera insidiosa pretenden robarle al afligido el pequeño consuelo de poder desahogar sus penas y «querellarse con Dios»! ¿Acaso es mayor el temor de Dios en nuestro tiempo porque los atribulados ya no necesitan hacer aquello que se acostumbraba en los tiempos antiguos? ¿O quizá los hombres de hoy no se atreven siquiera a lamentarse ante el Dios del cielo? ¿Qué es lo que se ha hecho mayor en definitiva, el temor de Dios, o más bien el simple miedo y la cobardía? Hoy, por lo general, se piensa que la expresión justa del sufrimiento y el desesperado lenguaje de la pasión deben dejarse solamente a los poetas, los cuales, como procuradores o abogados de los tribunales de primera instancia, deberán a su vez someter la causa de los que sufren al tribunal superior de la compasión humana, privada o pública. Nadie se aventura a más.
¡Habla tú, pues, Job inolvidable, portavoz fiel y valiente de todos los afligidos! ¡Repite, en calidad de tal, todo lo que dijiste aquella vez, cuando impávido como un león rugiente te presentaste ante el tribunal del Altísimo! En tus palabras hay fuerza y en tu corazón temor de Dios, aun cuando te lamentas y cuando te amurallas y defiendes en tu desesperación contra tus amigos, que como bandidos te asaltan con sus discursos. E incluso cuando, provocado por tales amigos, haces polvo su sabiduría y desprecias la defensa que ellos hacen del Señor del cielo, porque es una defensa mezquina, semejante a las prudentes argucias de un viejo lacayo o de un hábil ministro.
¡Tengo necesidad de ti, oh Job! Necesito un hombre que se lamente en voz tan alta que se le oiga en el cielo, donde Dios y Satanás tienen consejo juntos para conspirar contra un solo hombre. ¡Quéjate, Job! El Señor no teme tus lamentaciones, sabe defenderse muy bien. Mas, ¿cómo podría Dios defenderse si nadie se atreviera a quejarse y lamentarse, cosa tan propia del hombre? ¡Habla, Job; levanta tu voz y grita! El Señor puede hablar mucho más fuerte, para eso tiene el trueno y los relámpagos. También el trueno y el rayo son una respuesta y una explicación clara, fidedigna, original y rotunda; una respuesta del mismo Dios, la cual, aunque a veces fulmina a los hombres, es con todo mucho mejor que chácharas y chismorreos sobre la justicia de la Providencia divina inventados por la sabiduría humana y divulgados por las viejas comadres y los eunucos.
¡Oh Job quejumbroso y cubierto de llagas, inolvidable bienhechor mío! Permíteme hacerte compañía y escucharte! ¡No me rechaces, que yo no me acerco a tu chimenea como un impostor para acosarte con palabras vanas, sino para llorar contigo lágrimas sinceras, si bien no tan sinceras como las tuyas! De la misma manera que el dichoso busca la alegría y participa en ella, aunque la que más le hace gozar es aquella alegría que habita dentro de él mismo, así también el afligido busca la pena. ¡Oh Job, déjame unirme a ti con mi dolor! Yo no he poseído las riquezas del mundo, ni he tenido siete hijos y tres hijas,[80] pero también el que ha perdido una pequeña cosa puede afirmar con razón que lo ha perdido todo; también el que perdió a la amada puede decir en cierto sentido que ha perdido a sus hijos y a sus hijas; y también él que ha perdido el honor y la entereza, y con ellos la fuerza y la razón de vivir, también él puede decir que está cubierto de malignas y hediondas llagas.
Suyo innominado amigo.
11 de octubre
Mi callado confidente:
La vida se me ha hecho totalmente imposible. El mundo me produce náuseas y me parece insípido, sin sal y sin sentido.[81] Aunque tuviera más hambre que Pierrot, nunca desearía alimentarme con las explicaciones que me ofrecen los hombres. Como el viajero a veces introduce los dedos en la tierra y arranca un puñado para olería y saber de este modo el país en que se adentra, así yo también suelo de vez en cuando meter mis dedos en las cosas de la vida y del mundo..., ¡y no me huelen a nada! ¿Dónde me encuentro y hacia dónde me encamino? ¿Qué quiere decir eso de «el mundo y la vida»? ¿Qué significan estas palabras de uso corriente? ¿Quién me ha jugado la partida de arrojarme en el mundo y después dejarme abandonado entre tantas cosas contradictorias? ¿Quién soy yo? ¿Cómo vine a este mundo? ¿Por qué no fui consultado para nada? ¿Por qué no se me dieron a conocer de antemano los usos y las reglas establecidas, en lugar de enrolarme de pronto en el montón, como uno de tantos o una simple pieza comprada por un negrero?[82] ¿A qué título estoy interesado en esta gran empresa que se llama la realidad? ¿Por qué he de estar interesado en ella? ¿No es acaso un asunto libre? ¿O quizá estoy obligado a interesarme aunque no lo quiera? ¿No se me puede decir, al menos, dónde se halla el director gerente, puesto que necesito hacerle una advertencia? ¿Tampoco hay ningún director gerente? ¿Adonde he de dirigirme entonces con mi queja? La vida, desde luego, es un debate. ¿No tengo, pues, el derecho de exigir que se tome en consideración mi punto de vista? Si se debe aceptar el mundo y la vida como son, ¿no sería entonces lo más lógico y deseable que se nos notificara de antemano su efectiva y peculiar manera de ser? ¿Qué significa, por ejemplo, que se es «un engañador»? ¿No dice Cicerón que para descubrir a un impostor basta con hacer la pregunta: cui bono ?[83]
Pues bien, yo le pregunto a todo el mundo, y permito que todos me hagan la misma pregunta, a saber, si he sacado algún provecho o beneficio con haber hecho desgraciada a una muchacha y con ella a mí mismo. ¿Culpa? ¿Qué significa esta palabra? ¿No es más bien todo ello como una cosa de brujería? ¿Se sabe acaso a punto fijo cómo se hace culpable el hombre? ¿Ninguno quiere responder? ¿O quizá no es éste un problema de vital importancia para todos los señores que participan en la empresa del mundo?
La verdad es que a veces no sé ya si mi razón se ha paralizado del todo o más bien si la he perdido y estoy completamente enajenado. Tan pronto me siento abatido y cansado, muerto de indiferencia, como me enfurezco y, desesperado, me pongo a recorrer el mundo de un extremo a otro con el afán de poder encontrar a alguien en el que descargar mi cólera. Todo el contenido de mi ser es como un grito permanente de contradicciones íntimas. ¿Cómo pude hacerme culpable? ¡Ay, qué miserable invención es la del lenguaje de los hombres, que cuando dicen una cosa, piensan en otra muy distinta!
¿O es que quizá no me ha sucedido de hecho nada grave? ¿O acaso todo este asunto que me tiene tan ocupado y preocupado no fue más que un simple incidente? ¿Podía yo, en definitiva, prever que todo mi ser iba a sufrir una transformación tan radical que nunca más volvería a ser el mismo hombre de antes? ¿O quizá todo lo que yacía latente y oculto en mi alma irrumpió de pronto a la superficie? Pero si estaba tan oculto, ¿cómo podía yo prever este resultado? Ahora bien, si no lo pude prever, entonces es evidente que no soy culpable de lo ocurrido, sino plenamente inocente. ¿Si hubiera sufrido, por ejemplo, una crisis nerviosa, me llamarían también los hombres culpable? ¡Ay, qué lamentable es el lenguaje humano, que más que un grandioso invento para el diálogo entre los seres racionales, parece una jerga para que se entiendan entre sí la gente maleante y los malintencionados! ¿No son quizá más cuerdos los seres irracionales? Porque los brutos, al menos, no hablan jamás de semejantes cosas.
¿Soy un infiel y un pérfido? Si ella continuara amándome y no estuviera dispuesta a amar nunca a otro hombre, entonces todo el mundo diría a una voz que me permanecía fiel y que era una santa conmigo. Si yo, por mi parte, continúo amándola con toda mi alma y no deseo por nada del mundo amar a ninguna otra, ¿por qué todos me llaman un engañador y un pérfido? ¿No hacemos los dos la misma cosa? Si los dos somos igualmente fieles, ¿por qué el lenguaje humano la llama a ella fiel y a mí infiel? ¿Es que soy acaso un engañador por el solo hecho de no mostrarle mi fidelidad de una manera habitual y corriente, sino cabalmente despistando a todo el mundo? ¿Por qué solamente ella ha de tener razón y yo ninguna?
Sin embargo, estoy convencido de que tengo razón y dispuesto a defenderla contra el mundo entero, aunque tuviera que discutirlo con todos los escolásticos juntos y a costa de mi propia vida. Nadie me arrebatará esta certeza y seguridad interiores, por más que no exista ningún idioma humano en que pueda proclamarlas. Sí, he obrado con rectitud. Mi amor no se podía expresar en el matrimonio. Casarme con ella habría equivalido a destrozarla. Seguramente que la perspectiva del matrimonio le pareció una perspectiva halagüeña y magnífica. Esto no era culpa mía. También a mí me lo pareció al principio. Pero en seguida me convencí de que en el mismo momento en que esta posibilidad se hubiera convertido en realidad, todo se habría echado a perder y estropeado para siempre, sin más alternativa que la de un arrepentimiento tardío y que ya no resolvía nada.
La realidad en la que ella conservaría entonces significado para mí no podía ser otra que la de una sombra caminando siempre emparejada a mi auténtica realidad espiritual, una sombra que a veces me haría reír y otras se ceñiría de una manera molesta y embarazosa a mi propia existencia. El resultado tampoco podía ser otro, que, al tratar de asirla, me parecería que iba a tientas por la vida, agarrando siempre una sombra o extendiendo sin cesar mis brazos hacia una sombra. ¿Y no se desperdiciaría por completo de este modo la vida de la pobre muchacha? Porque, indudablemente, sería como si estuviera muerta para mí, e incluso, en más de una ocasión, me sentiría tentado a desear que lo estuviera realmente.
Y entonces, si yo hubiera destrozado su vida de ese modo, haciendo que se esfumara precisamente en el momento en que quería hacer realidad nuestro amor y nuestros sueños matrimoniales —en lugar de haber seguido el camino solitario que elegí, amándola con toda mi alma y de otro modo no menos real y angustioso para ambos, en el caso de que me permanezca fiel—, ¿qué habría ocurrido entonces? Pues muy sencillo, que todo el mundo gritaría también a una sola voz que yo era un culpable, porque debía haberlo previsto antes de un paso tan decisivo como el del matrimonio.
¿Cuál es, por tanto, ese poder tremendo que pretende arrebatarme de una manera tan insensata y absurda mi honor y mi orgullo de hombre? ¿Es que no me queda otro remedio que someterme al juicio y a las habladurías de la gente? ¿Tengo que ser por necesidad un culpable y un impostor en todo lo que hago, aunque en realidad no haga nada? ¿O soy quizá un loco? Entonces lo mejor será que me encierren en un manicomio, lo antes posible, ya que lo que más temen la cobardía y pusilanimidad de los hombres son justamente las explicaciones de los locos y de los moribundos. ¿Qué quiere decir esta otra palabra: loco? ¿Qué deberé hacer para poder gozar de nuevo la estimación burguesa y que todos me consideren una persona sensata? ¿Qué cosa es, al fin de cuentas, una persona cuerda y sensata? ¿Tampoco hay nadie que quiera responderme a esta pregunta? ¡Ah!, le prometo una recompensa estupenda a quien encuentre otra palabra nueva. Yo siempre he puesto alternativas. ¿Existe alguien tan cuerdo y sensato que conozca más de dos? Ahora bien, si no hay nadie que conozca más de dos alternativas, entonces es un flagrante contrasentido que toda la gente me tenga por loco, pérfido y un impostor, mientras a la joven todos la consideran un modelo de fidelidad y de cordura, verdaderamente digna de la estimación general.
¿Se me reprochará acaso el haber adornado de todos los encantos posibles el comienzo de nuestras relaciones amorosas, aquellos tiempos primeros y tan felices de nuestro noviazgo? ¡Gracias, muchas gracias, respetable público! La verdad es que aquellos primeros tiempos de nuestro noviazgo fueron muy dichosos. Cuando veía la inmensa alegría que la muchacha experimentaba al sentirse amada, yo me sometía entero y sumiso, y conmigo todas aquellas otras cosas que le agradaban, incluso el más pequeño capricho, al poder encantador y mágico del amor. ¿Fui también culpable por haber sido capaz de tal cosa y de hecho haberla tratado entonces de esta manera? ¿O no fue ella misma la que tuvo la culpa de todo? ¿O un tercero, es decir, ese poder misterioso y desconocido del amor, que me tocó con su varita mágica y me convirtió en otro hombre? Lo cierto es que lo que yo hice se alaba públicamente en los demás novios.
Quizá alguien diga que mi recompensa consistió en haberme convertido en un poeta. ¡No, amigo, quienquiera que seas, yo no deseo semejante recompensa, ni la deseé nunca! Lo único que deseo es que se reconozca mi derecho, esto es, que se me devuelva mi honor. A nadie le pedí que me hiciera poeta y, en cualquier caso, nunca rogaría semejante favor a un precio tan alto.
Y por último, en el supuesto de que fuera verdaderamente culpable, se me debe conceder la oportunidad, como a todo el mundo, de poder arrepentirme de mi falta y reparar el mal que hice. Pero, díganme: ¿cómo? ¡Que alguien me explique la manera de hacerlo! ¿O es preciso que, por añadidura, me tenga que arrepentir de que el mundo se permita jugar conmigo como los niños con los escarabajos?[84]
¿No será quizá lo mejor olvidarlo todo de una vez? ¿Olvidarlo? ¡Cómo podría olvidarlo si en ese mismo momento dejaría de existir! Y de no hacerlo, ¿qué vida sería la mía si, junto con la mujer que amaba, he perdido también el honor y la honra, y los he perdido de tal forma que nadie sabe cómo ha sido y por qué causa no puedo recuperarlos? Si tengo que vivir así a la intemperie y todos me dan con la puerta en las narices, ¿por qué pusieron entonces tanto empeño en empujarme dentro de sus antros y en juzgarme según sus categorías mezquinas? ¿Acaso he deseado yo nunca semejante cosa?
El preso que está a pan y agua en su celda vive en condiciones mucho mejores que en las que yo vivo. Mis reflexiones, desde el punto de vista humano, equivalen a la dieta más rigurosa que quepa imaginarse. Y, a pesar de todo, encuentro una satisfacción muy especial en vivir así encerrado en mi microcosmos, gesticulando de la manera más macrocósmica posible.
Con los hombres ya no hablo nunca. Pero con el fin de no romper toda comunicación con ellos y para amortiguar un poco el ruido metálico de sus chácharas, he ido recogiendo un montón de versos, máximas, proverbios y sugerencias de los escritores inmortales de Grecia y Roma, los cuales en todos los tiempos han sido admirados como los clásicos por excelencia. En esta antología he insertado también no pocas citas importantes sacadas del catecismo de Baile, editado con el privilegio del orfanato de nuestra ciudad.[85] Con esto estoy tan armado que cualquier pregunta que se me haga, la respondo en el acto y con toda precisión. A los clásicos los cito con la misma facilidad y maestría que lo hacía Peer Degn.[86] La ventaja que tengo sobre él es que cito además el susodicho catecismo de Baile. Por ejemplo: «Aun cuando hayamos alcanzado el honor y la fama deseables, no nos debemos dejar arrastrar nunca por el orgullo y la arrogancia».[87] Como se ve, yo no engaño a nadie. Y pienso que esto es una hazaña en un mundo en que se pueden contar con los dedos de una mano los que dicen siempre la verdad o, al menos, hacen una observación congruente. «Bajo el nombre de mundo se entiende, en general, el cielo, la tierra y todo lo que en ellos se contiene».[88]
De qué serviría, al fin y a la postre, que yo dijera algo por mi propia cuenta, si no hay nadie que me comprenda. Mi dolor y mi sufrimiento son algo innominado, exactamente como yo mismo. Pero quizá, a pesar de no tener ningún nombre, represente algo para usted, de quien en cualquier caso me honro en ser siempre
Suyo afectísimo.
15 de noviembre
Mi callado confidente:
¡Qué sería de mí si no tuviera a Job! Me es imposible describir con detalle el enorme y vario significado que su figura encierra para mí. No leo su libro con los ojos, como se hace con los demás libros, sino que lo coloco sobre mi pecho, bien apretado, y lo voy leyendo con los ojos del corazón, por así decirlo. Y, en un estado de clarividencia[89] total, comprendo e interpreto cada pasaje de las maneras más diversas. Y por las noches, cuando me acuesto, tomo su libro conmigo y lo pongo bajo mi cabeza, del mismo modo que el niño coloca el libro de sus lecciones bajo la almohada y se duerme sobre él para estar seguro de que no ha olvidado ninguna al despertarse por la mañana. Cada palabra suya es alimento vestido y medicina para mi pobre alma enferma. Tan pronto me sacuden del letargo en que yazgo y despiertan en mí una nueva inquietud, como me aplacan la furia estéril que me domina y ponen fin a la crueldad atroz de los mudos espasmos de la pasión.
¿Ha leído usted el libro de Job? ¡Léalo, léalo una y mil veces! Aquí, en estas cartas que le voy escribiendo, no me atrevo en modo alguno a copiarle ni una sola de sus valientes y quejumbrosas lamentaciones, aunque en esta última temporada mi alegría ha consistido exclusivamente en la redacción incansable de extractos y más extractos de todo lo que Job dijo, copiándolo de todas aquellas ediciones de su libro que he tenido a mi alcance, ediciones en los más variados formatos y en los más diversos tipos de letra, tanto danesas como latinas. Cada uno de estos extractos o copias es como una cataplasma adherida a mi pecho, como «una mano de Dios» [90] sobre mi corazón oprimido. ¿Y sobre quién, por lo demás, se posó la mano de Dios como lo hizo sobre Job?
Esto es lo que hago, amigo mío, en medio de mis penas y cavilaciones, estar siempre atareado con este libro único. Pero no me pida que se lo cite, porque no puedo en absoluto. Sería como vestirme de plumas ajenas, haciendo mías sus palabras en presencia de un tercero. Cuando estoy solo me lo apropio todo y lo repito como si fuera mío. Pero tan pronto como sospecho la presencia de alguien, sé muy bien lo que un hombre joven tiene que hacer cuando hablan los viejos y la gente de experiencia.
En todo el Viejo Testamento no hay otra figura a la que nos podamos acercar con tanta naturalidad, confortamiento y confianza humanos como los que experimentamos al ponernos en contacto con Job. Precisamente porque en él todo es muy humano y porque está como instalado en los confines de la poesía. En ningún otro lugar del mundo ha encontrado la pasión del dolor una expresión semejante. ¿Qué es, por ejemplo, Filoctetes[91] con todos sus lamentos siempre a ras de tierra, incapaces de amedrentar nunca a los dioses? ¿Cuál es la situación en Filoctetes si se la compara con la de Job, en quien la idea siempre está en movimiento?
Perdóneme que le cuente todas estas cosas. Al fin y al cabo usted es mi confidente, con la particularidad, muy ventajosa para mí, de que no puede responder. Porque, la verdad, me causaría un espanto indecible que algún ser humano llegara a enterarse de lo que le digo solamente a usted. ¡Son cosas tan tremendas, tan inauditas! Por las noches dejo las luces encendidas y toda la casa está iluminada. Entonces me levanto de mi lecho y me pongo a leer en voz alta, casi gritando, uno u otro texto del libro de Job. A veces, incluso, me atrevo a abrir las ventanas y leo a voz en grito sus palabras para que todo el mundo las pueda oír. Aunque Job sea una figura mítica, no ha existido jamás en el mundo un solo hombre que haya hablado con tanta fuerza. Por eso mismo me apropio yo todas sus palabras y me responsabilizo con ellas. Es todo lo que puedo hacer, pues nadie, absolutamente nadie, posee la elocuencia de Job, ni es capaz de mejorar ninguno de sus dichos.
Por más que he leído su libro una y mil veces, todas sus palabras me parecen siempre nuevas. Es como si nacieran en el momento en que las leo y vuelvo a leer, o como si se hicieran originales en mi alma con cada nueva lectura. Gota a gota, como los buenos bebedores, voy sorbiendo el brebaje embriagador de la pasión y al fin, tras esta lenta libación, caigo casi completamente borracho al suelo. Pero en seguida me reincorporo y vuelvo a la lectura con una impaciencia indescriptible. Y apenas he leído otra vez media palabra, vuelve mi alma a sentirse transportada por el vértigo de los pensamientos y lamentaciones de Job; y profundiza y se agarra a ellos con una rapidez y una fuerza mucho mayores que la de la sonda buscando el fondo del mar o la de la centella que descarga en el pararrayos.
Otras veces estoy más tranquilo. Entonces no leo, sino que permanezco sentado en mi habitación y, abatido como una ruina antigua, me pongo a contemplar todo lo que me rodea. Y entonces, medio soñando, me parece como si yo mismo fuera un niño pequeño que se arrastra y da vueltas por su habitación, o se queda quiete–cito en un rincón, entretenido con sus juguetes. En esta especie de duermevela me encuentro de un extraño humor. No puedo comprender qué es lo que hace que las personas mayores sean tan apasionadas, ni tampoco entiendo ni una palabra de lo que disputan entre sí, aunque no por eso dejo de tener el oído atento a todo lo que dicen. Y pienso que fueron los hombres malos y perversos quienes motivaron todos los sufrimientos de Job, esto es, sus propios amigos, que sentados a su vera lo acosan y le ladran como perros rabiosos. Y entonces, finalmente, me pongo a llorar a lágrima viva y me estruja y destroza el alma una angustia indecible y vasta, una enorme angustia por el mundo y por la vida, por los hombres y por todas las cosas.
En este momento me despierto de mi sopor y comienzo de nuevo a leer a Job con todas las fuerzas de mi alma y de mi corazón. Entonces, de repente, me quedo como mudo y ciego. Ni oigo ni veo nada, solamente allá a lo lejos, en una penumbra caliginosa, imagino a Job postrado junto a la chimenea y con sus amigos al lado. Nadie dice una palabra. Pero en este denso silencio se ocultan las cosas más espantosas, como secretos que ninguno se atreve a mencionar siquiera.[92]
Y entonces se rompe el silencio y el alma atormentada de Job prorrumpe en lamentaciones que claman al cielo.[93] Esto lo comprendo perfectamente y por ello hago mías sus palabras de profundo dolor y de amarga queja. Claro que en seguida me doy cuenta de la contradicción que representa el que me ponga en el puesto de Job y me apodere de sus palabras. Este contraste hace que me ría de mí mismo, de igual modo que la gente se ríe del niño pequeño cuando lo ve vestido con el traje de su padre. ¿No sería como para morirse de risa el que cualquier otro hombre fuera de Job nos viniera diciendo, por ejemplo: «¡Oh, si un hombre pudiese litigar con Dios como lo hacen los hijos de los hombres con sus hermanastros!»?[94]
Le he dicho hace un momento que estas imprecaciones de Job las comprendía perfectamente. Esto no es del todo exacto. Porque, en realidad, lo que experimento en este sentido es una cierta angustia, como si no las comprendiera de hecho todavía, pero estuviera a punto de hacerlo; como si todos los horrores que padeció Job estuvieran esperándome al acecho en mi camino, para abalanzarse inmediatamente sobre mí; o como si yo mismo los atrajera sobre mí por el solo hecho de leerlos en su libro, de la misma manera que se puede contraer una enfermedad leyendo lo que los médicos han escrito sobre ella.[95]
14 de diciembre
Mi callado confidente:
Todo tiene su tiempo.[96] La furia de la fiebre ha pasado y me encuentro como un convaleciente.
El misterio, la fuerza vital, el nervio y la idea de Job es precisamente que él, a pesar de todo, tiene razón. Esta persuasión y las afirmaciones correspondientes son lo que hacen de él una excepción respecto de todas las consideraciones y juicios habituales de los hombres. Su constancia inquebrantable y la fuerza de sus afirmaciones demuestran la autenticidad y la justicia de su causa. Cualquier explicación humana es a sus ojos un simple error, y toda su desgracia y miseria es para él, en relación con Dios, un mero sofisma; un sofisma que él no puede aclarar de ningún modo, pero le consuela la seguridad de que Dios sí puede resolverlo.[97] Todos los argumentos ad hominem son empleados contra él, pero se sostiene valientemente en su convicción inexpugnable. Afirma categóricamente que está en buen entendimiento con Dios y se sabe inocente y puro en lo más íntimo de su corazón, a la par que sabe que Dios también conoce su inocencia. Y, sin embargo, todo le sale torcido y el mundo entero le contradice.
La grandeza de Job estriba en que el apasionamiento de su libertad no se deja sofocar o aquietar con una expresión o explicación falsa. En análogas circunstancias este apasionamiento de la libertad queda sofocado por completo en la mayoría de los hombres, porque su pusilanimidad y una mezquina angustia les hace creer erróneamente que sufren a causa de sus propios pecados. El alma de tales sujetos no tiene la constancia y la entereza necesarias para perseguir una idea hasta el fin y por eso se echan para atrás en cuanto el mundo les contradice. Cuando un hombre piensa que la desgracia se ceba en él por culpa de sus pecados, puede ser que tenga razón y, en consecuencia, ese su pensamiento, además de humilde, es bello y verdadero. Pero también puede suceder que lo crea así porque, oscuramente, concibe a Dios como un tirano. Esta concepción absurda aparece perfilada en cuanto se encasille a Dios bajo determinaciones o categorías morales, como si fuera meramente un legislador.
Job, por otra parte, tampoco tiene nada en común con los individuos de tipo demoníaco. Estos individuos, por ejemplo, le dan de palabra la razón a Dios, pero cuidándose muy bien de mantener en su fuero interno el convencimiento absoluto de que son ellos los que en realidad tienen razón. Aman a Dios, según ellos mismos acostumbran a decir, aun cuando Dios tiente precisamente a los que más ama. Y aunque Dios, pensando precisamente en estos pobrecitos individuos que tanto sufren, no esté dispuesto a hacer un mundo nuevo y mejor que éste miserable en que vivimos, ellos mantendrán siempre encendida, con el mayor entusiasmo y valentía del mundo, la llama del amor de Dios. Tal comportamiento es el típico de una pasión demoníaca en el dominio de lo religioso y merece un especial tratamiento psicológico. Tanto en aquellos casos en que semejantes individuos cierran todas las disputas en este punto con una actitud humorística, que lo toma todo a broma para no tener que enfrentarse a ulteriores objeciones,[98] como en aquellos otros casos en que su pasión culmina en la obstinación egoísta de su propia fuerza interior.
Job, pues, se mantiene firme en sus afirmaciones de que la razón está de su parte. Sus palabras son el testimonio de la noble actitud y franqueza de un hombre verdaderamente valiente, esto es, un hombre nada engreído, que se sabe frágil y fugaz como una flor del campo,[99] pero que en la dirección de la libertad encierra algo grandioso, porque tiene una conciencia que ni Dios mismo puede arrebatársela, aunque fue Él quien se la otorgó. Sus palabras, además, demuestran el amor y la confianza de un hombre que está plenamente convencido de que Dios, cuando uno habla con Él directamente y sin intermediarios mezquinos, puede aclararlo y explicarlo todo.
Los amigos, por su parte, no le conceden ni un momento de tregua. La lucha con ellos es un purgatorio en el que constantemente se purifica la idea que Job tiene de que, a pesar de todas las apariencias y ataques, le asiste la razón. Si Job, personalmente, no tuviera los arrestos y el ingenio suficientes para encontrar motivos con los que angustiar su conciencia y amedrentar su alma; si le faltara la imaginación necesaria para poder espantarse de sí mismo por la culpa y el delito que podían quizá estar solapadamente escondidos en lo más recóndito de su interioridad, entonces, ¿qué duda cabe?, sus buenos amigos le ayudarían y estimularían de maravilla con la evidencia de sus alusiones y la insolencia de sus acusaciones, al mismo tiempo que serían muy capaces, con el envidiable talismán de su intromisión, de sacar a luz lo que estuviera más profundamente oculto. El principal argumento que esgrimen sus amigos es el de la desgracia pavorosa que se ha cebado en él. Y desde esta posición sólida continúan incansablemente en su ataque. Se podía pensar que en esta situación a Job no le quedaba otra alternativa que la de volverse loco o hundirse destrozado en su desgracia, capitulando sin condiciones. Elifaz, Bildad, Sofar y, sobre todos, Eliú —que se levanta integer cuando los otros tres compañeros están ya cansados de combatir a Job—,[100] no hacen más que variar el mismo tema, a saber, que la desgracia de Job es un castigo y que si desea que las cosas vuelvan a su sitio y todo se arregle, no tiene otro remedio que arrepentirse y pedir perdón por la culpa cometida. Pero Job resiste con todo su coraje. Su persuasión íntima es como un pasaporte con el que abandona la tierra de los hombres, despreciando sus juicios deleznables. Los hombres protestan, por así decirlo, contra la legitimidad de su persuasión o de su pasaporte, pero Job no se amilana por nada y los cree absolutamente válidos. Ha tratado por todos los medios de enternecer y convencer a sus amigos, unas veces reclamando humildemente su compasión en calidad de tales —«Apiadaos, apiadaos de mí, siquiera vosotros, mis amigos»—,[101] otras espantándolos con sus duras palabras —«Vosotros sois fabricantes de mentiras e inútiles remedios».[102] Pero todo ha sido en vano. Sus gritos de dolor son cada vez más violentos a medida que sus propios amigos con sus objeciones le obligan a reflexionar más profundamente sobre sus sufrimientos. Por cierto que estos sufrimientos no conmueven para nada a los amigos, ya que para ellos el nudo de la cuestión está en otra parte. Con gusto le darían la razón si afirmara solamente que sufre muchísimo, tanto que, a sus mismos ojos, no le faltan motivos para gritar: «¿Rebuzna acaso el asno salvaje junto a la hierba tierna?».[103] Pero no es esta la cuestión, y por eso le exigen que reconozca en todo ello un castigo. ¿Cómo se explica, en definitiva, la persuasión íntima de Job y todas las afirmaciones que la avalan? He aquí la única explicación posible: todo ello es una prueba. Esta explicación, sin embargo, da lugar a nuevas dificultades, que he tratado de aclarar por mi parte de la manera siguiente. La ciencia estudia y explica el mundo y la vida con todos sus problemas, especialmente el de la relación del hombre con Dios. Pero yo me pregunto: ¿dónde se encuentra esa ciencia extraordinaria que pueda dar cabida a una relación que es definida como prueba? Porque la prueba, desde un punto de vista infinito[104] es algo que ni siquiera existe, puesto que solamente existe para el individuo. Por tanto, semejante ciencia tan extraordinaria ni se encuentra ni es posible que se dé en ninguna parte. A esto hay que añadir otra nueva pregunta: ¿cómo puede llegar el individuo a saber que se trata de una prueba? El individuo que se haya representado alguna vez una existencia ideal o un cierto ser de la conciencia, comprenderá con facilidad que este problema palpitante no se resuelve ni aclara con la misma rapidez que se plantea o formula, ni muchísimo menos. En primer lugar, para aclarar ese suceso o sucesos que llevan el nombre de pruebas, habrá que prescindir de cualquier relación puramente mundana. En segundo lugar, será necesario bautizarlos y darles un nombre propiamente religioso. En tercer lugar se los someterá al examen de la ética. Y, finalmente, tras estas tres operaciones nada fáciles, tendremos ya la expresión de lo que es una prueba. Antes de haber iniciado este complicado proceso el individuo, evidentemente, no existe todavía en virtud del pensamiento encerrado en esa expresión. En ese momento previo cualquier explicación es posible y las pasiones correspondientes andan desatadas en loco torbellino, como si el suceso hubiera aturdido por completo al individuo afectado. Porque solamente los hombres que no tienen ninguna noción, o los que la tienen, pero muy pobre y poco digna de lo que significa vivir una vida en virtud del espíritu, solamente ésos resuelven el problema de una manera expedita y rápida, por ejemplo, leyendo durante media hora en un libro piadoso que habla del ánimo con que tenemos que soportar las pruebas que el Señor nos envía. Con esto reciben un consuelo enorme y se quedan tan campantes, como muchos aprendices de filosofía cuando brindan al gran público alguna de sus últimas teorías improvisadas.
La grandeza de Job, por consiguiente, no consiste en que dijera aquellas palabras tan conocidas: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Alabado sea su nombre!»; palabras que por cierto dijo al principio y luego no volvió a repetir nunca. No, la significación enorme de Job está en que en las luchas que el hombre debe sostener para alcanzar los confines de la fe él agotó y resistió hasta lo último todas las dificultades que semejantes luchas comportan. O, dicho de otro modo, su significación está en que representa en el momento de la desgracia una grandiosa insurrección de todas las fuerzas más violentas y rebeldes del apasionamiento humano.
Por eso Job no tranquiliza nuestro ánimo como pudiera hacerlo un héroe de la fe, sino que sólo nos apacigua por unos momentos. No representa, en este sentido, la paz alcanzada, sino una tregua en medio de la lucha más seria de la vida. De esta manera Job viene a ser como la defensa más perfecta que se haya hecho nunca de los derechos humanos en ese gran litigio entre Dios y el hombre, en ese vasto y terrible proceso que surgió cuando Satanás sembró la discordia entre Dios y Job, proceso que concluye con el reconocimiento de que todo ello no fue más que una prueba.
Esta categoría de la prueba no es estética, ni ética o dogmática, sino totalmente trascendente. Para que pudiera encontrar sitio en una teología dogmática, tendría que saberse con anterioridad que la prueba era cabalmente prueba. Pero tan pronto como exista este saber previo, quedará debilitada la elasticidad propia de la prueba y no lograremos la categoría que íbamos buscando, sino otra sencillamente distinta. La categoría de la prueba es absolutamente trascendente y emplaza al hombre en una relación de oposición estrictamente personal a Dios, en una relación que por ser tal le impide al hombre contentarse con una explicación de segunda mano.
El hecho de que no pocas gentes recurran a esta categoría para explicar cualquier percance que les ocurra, con la misma rapidez que se prepara una comida recalentando simplemente la de la hora anterior, no hace más que demostrar bien a las claras que no la han comprendido. Los que, por el contrario, tienen un amplio y profundo conocimiento del mundo, han de recorrer un largo camino antes de alcanzar esta categoría. Tal fue el caso de Job. Su vasto conocimiento del mundo se patentiza en aquella firmeza inquebrantable con que supo liberarse de todos los hábiles subterfugios de la ética y de las insidias engañosas del diablo.[105] Job no es un héroe de la fe, sino el héroe que, con tremendos dolores, da a luz la categoría de la prueba, precisamente porque había alcanzado tal grado de madurez y conocimientos, no poseyéndola en una inmediatez y espontaneidad propiamente infantiles.
Veo muy bien que esta categoría podría terminar cancelando y suspendiendo la realidad entera, al proponerla como una prueba respecto de la eternidad. Esta objeción, sin embargo, no tiene ninguna fuerza para mí. Porque la prueba es una categoría provisional y temporánea, lo que quiere decir, eo ipso, que se define con relación al tiempo y que debe cesar con el tiempo o en el tiempo.
Estas son las consideraciones de gran calado que me han tenido ocupado durante los últimos días. Y como desde el principio, no sé si demasiado osadamente, me he permitido comunicarle todos mis pensamientos, también hoy me he atrevido a escribirle estas líneas sobre el nuevo tema, aunque en realidad las he escrito para mí mismo. Porque de usted, como bien sabe, no deseo nada, sino es que me permita a su vez permanecer.
Suyo afectísimo.

13 de enero
Mi callado confidente:
Calmada la furia de los vientos, de los truenos y de los relámpagos, la tormenta acaba de pasar. Job ha sido sometido ajuicio en las avanzadillas de la humanidad entera. El Señor y Job se han comprendido y reconciliado —«Dios protege de nuevo la tienda de Job como en los días de antaño»[106]—. Los hombres, ¡que tan bien le comprendieron en los días de la adversidad!, vienen ahora a comer con él en su casa, y a condolerse y consolarle. Sus hermanos y sus hermanas le regalan cada uno una moneda y un anillo de oro. Job es bendecido en sus postrimerías y recupera, acrecentado hasta el duplo, todo lo que antes poseyera.[107]¡Esto es lo que se llama una repetición
¡Cuánto bien puede hacer una tormenta! ¡Qué felicidad tan grande debe sentirse cuando se es juzgado por Dios! En cambio, los juicios y reprimendas de los demás hombres sólo suelen servir para endurecer todavía más el corazón del que es juzgado. Pero cuando Dios juzga, el hombre se pierde a sí mismo y olvida todo su dolor en aquel amor que sólo desea edificarlo y educarlo.
¿Quién habría imaginado este final? Y, no obstante, no se puede concebir otro en estos casos, aunque de hecho tampoco éste sea concebible para el pensamiento puramente humano. Porque en tales casos, cuando todas las cosas se paralizan, y el pensamiento se estanca, y la lengua enmudece y todas las explicaciones resultan inútiles, en tales casos lo que tiene que ocurrir, necesariamente, no puede ser otra cosa que una gran tormenta, con sus estallidos horrísonos y sus estragos incalculables. ¿Quién es el hombre capaz de comprender esta solución? Y, sin embargo, ningún hombre puede imaginarse otra distinta.
¿Se equivocó, pues, Job? Desde luego, se equivocó de medio a medio, porque no pudo apelar a un tribunal más alto que el que le juzgó. ¿Tuvo Job razón? Desde luego, tuvo una razón como un templo, precisamente porque se equivocaba delante de Dios.
Se da, por lo tanto, una repetición. El problema está en saber cuándo acontece la verdadera repetición, pues no es nada fácil expresarse sobre este acontecimiento en ningún idioma humano. ¿Cuándo apareció a los ojos de Job? En el momento exacto en que todas las certezas y probabilidades humanamente concebibles cayeron por tierra y no le podían ofrecer, como es lógico, ninguna explicación. Job lo fue perdiendo todo poco a poco; y así, gradualmente, sus esperanzas fueron desapareciendo a medida que la realidad, lejos de suavizarse, iba descargando contra él alegatos y golpes cada vez más duros. En el sentido de la inmediatez todo estaba perdido. Sus amigos, especialmente Bildad,[108] no ven más que una salida, a saber, que Job se incline ante el castigo que lo asola y de esta manera pueda fomentar la esperanza de una repetición sobreabundante. Pero Job no se doblega; con lo que se aprieta cada vez más el nudo de la trama, que solamente podrá soltarse y resolverse con los estallidos de una gran tormenta.
Para mí encierra toda esta historia un consuelo indescriptible. Fue una suerte, aunque usted crea otra cosa, el que yo no siguiera su admirable plan, tan prudentemente calculado. Quizá esto fuera, desde el punto de vista humano, una cobardía por mi parte, pero también puede ser que tal conducta me facilite ahora mucho mejor el auxilio de la providencia divina.
Solamente me arrepiento de una cosa en este sentido, de no haberle rogado a la muchacha que me devolviera mi libertad. Estoy seguro que lo hubiera hecho. ¿Quién no comprende la liberalidad y magnanimidad de que es capaz una joven? Pero, por otra parte, no puedo arrepentirme de ello, puesto que si no me decidí a suplicárselo fue por la opinión tan alta que me había formado de su orgullo de mujer.
¡Ay, qué sería de mí si no tuviera a Job! Por hoy no le cuento más, para no importunarle con mi eterno estribillo.
Suyo afectísimo.
17 de febrero
Mi callado confidente:
Aquí estoy como un preso en mi celda. ¿Inocente, según suelen decir los ladrones cuando la policía los interroga? ¿O quizá como alguien al que le ha sido indultada la pena de muerte por la gracia de su majestad el rey? No lo sé; lo único que sé es que estoy encerrado y no me muevo nunca del mismo sitio.
Aquí estoy, siempre encerrado en mi celda. ¿He alcanzado acaso el punto más alto de mi vida, la cumbre? ¿O quizá no he hecho más que empezar esta larga y difícil ascensión? No lo sé; lo único que sé es que llevo un mes entero sin dar un solo paso[109] y sin atreverme siquiera a estirar las piernas.
Espero una tormenta y, después de ésta, espero la repetición. Pero, al menos, que llegue la tormenta y descargue sobre mí. Ya con esto solamente me consideraré un hombre contento y enormemente feliz, aunque la sentencia que se dicte en mi juicio sea la de la imposibilidad de cualquier repetición.
¿Qué debe lograr en mí o de mí esta tormenta? Hacerme apto para ser un buen esposo.[110] Yo sé que esto acarreará la ruina total de mi personalidad, pero no me importa. Sé que esto casi me impedirá por completo reconocerme a mí mismo en adelante, pero seguiré firme y sin vacilaciones por este camino, aunque tenga que andarlo sobre una sola de mis piernas. De este modo habré salvado mi honor y reconquistado mi orgullo. Y cualquiera que sea la transmutación que mi personalidad haya de sufrir dentro del estado matrimonial, espero, sin embargo, que el recuerdo constante de lo que fui me consuele y me dé fuerzas para mantener en ese estado, el cual hasta cierto punto me causa más miedo que la misma idea del suicidio, porque trastornará mi vida de una manera bien diferente.
¿Y qué sucederá si la esperada tormenta no llega nunca? Pues muy sencillo, que seguiré en la misma línea, pero recurriendo a la astucia. Por ejemplo, no me moriré de verdad, pero aparentaré como si hubiera muerto, de tal suerte que los parientes y amigos se decidan a enterrarme. Entonces, cuando me vayan a meter en el ataúd, encerraré secretamente conmigo mi gran esperanza, tan en secreto que nadie se entere, pues de lo contrario se guardarían muy bien de enterrar a un hombre todavía con vida.
Aparte de esto, hago todo lo que está a mi alcance para prepararme como futuro marido. Sigo encerrado en casa y me limito todo lo que puedo. Prescindo de todo lo inconmensurable para hacerme conmensurable. Cada mañana me despojo con prontitud de todas las impaciencias y afanes infinitos de mi alma, pero éstos vuelven a apoderarse de mí con la misma prontitud con que los arrojé. Cada mañana me corto la barba de todas mis extravagancias ridículas, pero a la mañana siguiente mi barba está otra vez tan larga como el día anterior. Me revoco a mí mismo continuamente, de la misma manera que el banco nacional anula sus billetes para poner otros nuevos en circulación, pero tampoco esto arregla las cosas. Invierto todo mi patrimonio de ideas y mis hipotecas en comprar moneda corriente de cuño matrimonial, pero, ¡que Dios me ampare!, en esta moneda mis riquezas se reducen a bien poca cosa.
No me es posible más en esta carta, pues mi situación y posición no me permiten decir muchas palabras.
Suyo afectísimo.
Aunque ya hace mucho tiempo que he dejado de preocuparme por las cosas del mundo y he renunciado a todo género de teorías,[111] no puedo negar, sin embargo, que mi joven amigo con sus dichosas misivas ha vuelto a desviarme un poco de mi normal movimiento pendular, haciendo que otra vez me interese por él más de lo que yo quisiera.
La conclusión más clara que saco de todas sus cartas anteriores es que el pobre muchacho está metido de pies a cabeza en un error lamentable y completo. Su mal lo podríamos definir como una especie de magnanimidad melancólica y extemporánea, algo que en definitiva sólo puede tener existencia en la mollera de un poeta. Ahora, según él mismo dice, lo que espera es nada menos que una tormenta —o quizá un ataque de nervios— que lo convierta en un modelo de maridos. Pero el efecto de semejante acontecimiento, si sobreviene, será exactamente todo lo contrario.
El muchacho, por lo demás, pertenece al número de esas personas que a todas las horas están diciendo: «¡Batallón, media vuelta y adelante!»,[112] cuando en realidad lo que tendrían que hacer es darla ellos mismos y ponerse de una vez en marcha. Nuestro muchacho, naturalmente, no emplea esa expresión militar, sino la siguiente: ¡Fuera con la muchacha! Pero la moraleja es la misma, pues lo que hubiera debido hacer sería desaparecer del todo y no complicarla a ella en nada. Por cierto que si yo no fuera tan viejo me gustaría hacerme cargo de la joven abandonada, con la exclusiva y sana intención de prestarle a él un gran servicio.
Se felicita por no haber seguido mi juicioso prudente plan. Con ello se retrata de cuerpo entero, según se suele decir. Ni siquiera a estas alturas es capaz de comprender que eso habría sido lo mejor, su única salida airosa. La verdad es que no hay por dónde agarrarlo y que es poco menos que imposible mezclarse en sus asuntos. En este aspecto es una verdadera suerte que no desee en absoluto que le responda a sus cartas. Porque sería ridículo, desde luego, mantener correspondencia con un individuo que no tiene otros triunfos en la mano que los de la esperanza ferviente de una pavorosa tormenta. ¡ Ah, si tuviera al menos mi prudencia y discreción! Al buen entendedor...
En cuanto a la pretensión de dar a ese acontecimiento tremendo, en el caso de que llegue a ocurrir, una significación religiosa, esto ya es asunto suyo muy personal y, por mi parte, no tengo nada que objetar, si bien siempre he considerado que es una cosa buena intentar primero hacer todo aquello que la prudencia humana aconseja y prescribe. Yo en su lugar habría ayudado más y mejor a la joven. Quizá si él lo hubiera hecho así, no tendría ahora la joven tantas dificultades para olvidarlo. Por lo pronto, con su conducta desgraciada, le impidió que se desahogara exhalando gritos cuando la dejó plantada. En estos casos es muy conveniente gritar, cuanto más mejor, lo mismo que es beneficioso sangrar a raudales cuando uno recibe un golpe en determinadas partes del cuerpo. Por eso es no sólo conveniente, sino hasta necesario, dejar que las muchachas se desahoguen a gritos en el tiempo oportuno, para que después no tengan ya nada de que quejarse y lo olviden todo en un santiamén.
Lo más probable es que la joven, cabalmente porque él no siguió mis consejos, se encuentre ahora en una situación penosísima, siempre encerrada en casa y sufriendo por el desaparecido. Esta situación, evidentemente, podría tener consecuencias fatales para el muchacho. Si existiera en el mundo entero una sola joven que sufriese por mí de ese modo y me permaneciera fiel a pesar de todo, yo, lo digo como lo siento, le tendría más miedo que a cualquiera otra cosa, incluso mucho más miedo que el que los amantes de la libertad les tienen a los tiranos. Sería mi tormento y mi pesadilla continuas. Su recuerdo me amargaría a todas las horas del día y de la noche, como pudiera hacerlo un dolor de muelas. ¿Y por qué me atormentaría de una manera tan espantosa? Muy sencillamente, porque representaría para mí algo ideal y fantástico, un auténtico ejemplo de amor y fidelidad. Y esto, cabalmente, es algo que yo no podré soportar nunca, pues en materia de sentimientos soy tan orgulloso que me saca de quicio que otros puedan ser más ardientes y constantes que yo en esa misma materia.
Por eso, si existiera de hecho una joven que se mantuviera enhiesta en esa cumbre ideal y permaneciese amándome de una manera tan ejemplar como molesta para mí, no tendría otro remedio que admitir y deplorar que mi vida, en vez de avanzar hacia adelante, habría quedado inmovilizada en una pausa[113] muy similar a la de la propia muerte. En un caso de éstos, tan terrible, yo podría imaginar muy bien que la víctima, no pudiendo soportar ese sentido de dolo–rosa admiración que la amante le imponía, le llegase a tomar una singular envidia, hasta tal punto que recurriera a cualquier medio para verla caída de tan excelsa cima, esto es, para verla casada. Porque en estos casos la pobre víctima sufre mucho más que si la admirada joven le dijera —cosa que ya se ha dicho, escrito, impreso, leído, olvidado y repetido miles de veces—: «¡Te he amado con toda mi alma! Antes no me atreví a decírtelo, pero ahora —un ahora que también se ha repetido probablemente, dentro de la misma frase, cientos de veces— te lo confieso con la mayor sinceridad». E incluso sufre mucho más que si le dijera: «¡Te he amado más que al mismo Dios!» —lo que no es precisamente decir poca cosa..., ni tampoco mucho en estos tiempos tan religiosos en los que la piedad y el temor de Dios son fenómenos aún más raros que el de un amor tan apasionado y desmedido como el de nuestra joven.
El ideal en estos casos, por parte de la víctima se entiende, no está en morirse de pena, sino en conservarse sano y jovial, defendiendo de la mejor manera posible las propias emociones sentimentales. Casarse con otra tampoco sería una gran solución, sino más bien una debilidad, un virtuosismo trivial y plebeyo, una pobre solución defendida a capa y espada solamente por los bravos burgueses. Todos los que enfoquen la vida con ojos estéticos, reconocerán fácilmente que esa salida constituye un error lamentable, un error que no se podrá reparar aunque uno se case siete veces.
Y, después de este inciso, volvamos a las cartas de nuestro joven amigo. Cuando éste se lamenta de no haberle suplicado a la muchacha que le devolviera su libertad, me parece a mí que podría haberse ahorrado muy bien esta pena inútil. Porque, según todas las probabilidades y cálculos humanos, esa súplica no habría servido de nada o, lo que es mucho peor, sólo habría servido para armar a la joven contra él mismo. Pues eso de pedirle a una joven que le restituya a uno la libertad es, indudablemente, algo muy distinto que explicarle, para consolarla un poco, que se ha convertido en la musa de la propia inspiración poética. Esto prueba, una vez más, que nuestro joven es cabalmente un poeta. Y se puede afirmar, en cierto modo, que un poeta nace para ser el bufón y el hazmerreír de las muchachas. Por eso, aunque la joven se hubiera reído de él ante sus propias narices, no se habría enfadado lo más mínimo, al revés, habría pensado que era una prueba más de su espíritu benigno y magnánimo.
Por esta razón creo que mi amigo, en lugar de felicitarse por no haber seguido mi plan, debería hacerlo por no haber cometido semejante imprudencia. Pues entonces la joven, al recibir dicha súplica, habría hecho todos los esfuerzos imaginables para atraparlo. No sólo se habría atrevido a leerle la pequeña cartilla del erotismo, cosa a la que tenía pleno derecho y es perfectamente legal en el noviazgo, sino que habría puesto inmediatamente sobre el tapete la gran cuestión del matrimonio. Y para hacer fuerza habría apelado a Dios como testigo y le habría conminado a él, evocándole sus recuerdos más sagrados y queridos, a que diese cuanto antes el paso decisivo e inaplazable. En este punto, cuando lo consideran necesario para sus fines, muchas jóvenes suelen dejar atrás a los más atrevidos seductores y recurren tan tranquilas, sin ruborizarse lo más mínimo, a toda clase de engaños y soflamas.[114] Pero yo creo que todo aquel, quienquiera que sea, que en el dominio del erotismo declare que actúa asistido por la ayuda divina y que desea nada menos que ser amado por el amor de Dios y de todos sus santos, demuestra de una manera evidente que ha dejado de ser persona, por cuanto pretende ser más fuerte que los mismos poderes celestiales y revestir para la otra persona a la que dice amar, mucha mayor importancia que la de su felicidad o salvación eterna.
Supongamos que la joven en cuestión hubiera logrado atraparlo en el matrimonio. Nuestro amigo, probablemente, no habría olvidado jamás este sublime comercio o, dicho de otro modo, no se habría curado nunca de las heridas recibidas. Claro que aun en tal caso conservaría un tan alto concepto del honor y de la caballerosidad que no estaría dispuesto a recibir ningún consejo razonable que yo le diera. Al revés, seguida tomando al pie de la letra las apasionadas declaraciones de la joven y considerando cada una de sus frases como verdades eternas. Pero supongamos, además, que el muchacho descubrió con el tiempo que tales frases no eran más que puras exageraciones, fugaces improvisaciones líricas y meros pasatiempos sentimentales. ¿Le habría ayudado entonces su idea sublime de la magnanimidad femenina? ¡Estoy seguro que sí!
Mi amigo, en definitiva, es un poeta, y a los poetas les pertenece esencialmente esa creencia entusiasta en las virtudes de la mujer. Yo, en cambio, sea dicho con todos los respetos, no soy más que un prosista en este sentido. En lo que se refiere al otro sexo tengo mi opinión particular o, dicho con mayor exactitud, no tengo en absoluto ninguna opinión, pues muy raramente me he topado con una muchacha cuya vida pueda encerrarse en una categoría. La mujer, la mayoría de las veces, carece de ese sentido de la consecuencia que es absolutamente necesario tener en cuenta cuando se trata de admirar o despreciar a un ser humano. Una mujer, antes de engañar a otro, se engaña siempre a sí misma y luego, claro está, ya no hay ninguna medida bajo la cual podamos juzgarla.
Por todo esto pienso que mi amigo se va a encontrar muy pronto en una situación desesperada. No tengo lo que se dice ninguna confianza en la tormenta que él está esperando con tantas ansias. Yo creo que no habría obrado nada mal si hubiera seguido los consejos que le di a su debido tiempo. En su amor estaba entonces la idea en movimiento, que es precisamente lo que hizo que me interesara y ocupara de él. El plan que yo le propuse tenía la idea como principio y como meta. Este es el procedimiento más seguro del mundo. Cuando en la vida no se pierde nunca de vista la idea así concebida, entonces todo el que pretenda engañarnos se lleva chasco, y un chasco muy gordo, porque el que no se da cuenta del engaño es cabalmente él, que vino a por lana y salió trasquilado.
La idea, pues, estaba en marcha. Y a mi juicio, si no me equivoco mucho, no solamente lo estaba en el ánimo de él, sino también en el de la misma joven. Si ésta hubiera sido capaz de vivir en el mismo plano —en el que no se necesitan medios extraordinarios, sino sólo contentarse con la interioridad—, entonces se habría expresado de la siguiente manera en el momento en que él la abandonó: «¡Entre nosotros dos ya no hay nada que hacer! Me trae sin cuidado que sea un engañador o no lo sea, o que vuelva o no vuelva a mi lado. Lo único que me importa es mantener la idealidad de mi propio enamoramiento y éste, a fe mía, sí que sabré mantenerlo en su puesto de honor, sin que nadie le quite nunca jamás la aureola que le ciñe».
Si ella hubiera obrado de este modo, la posición de mi amigo sería bastante más incómoda a estas alturas. Porque en este caso sería él quien tendría que cargar con todos los sufrimientos y miserias que produce la compasión o simpatía que otro nos depara. Claro que tampoco estos sufrimientos le hubieran amilanado, pues se resignaría y hasta se sentiría muy contento con poder de esta nueva forma admirar todavía más a la amada. En este caso la vida de ambos habría quedado parada, pero parada como lo puede estar el curso de un río encantado por el poderío mágico de la música.
Y, por último, caso de que la joven no hubiera sido capaz de utilizar la idea como principio regulador de su vida, habría sido infinitamente mejor que el muchacho, una vez que había elegido una salida tan original, no la siguiera atormentando con sus propios sufrimientos.
31 de mayo
Mi callado confidente:
¡Se ha casado! No me pregunte con quién, porque no lo sé. Cuando leí la noticia en el periódico me pareció que un rayo me fulminaba la cabeza y el periódico se me cayó de entre las manos. Desde entonces estoy un poco aturdido y no he sentido ninguna impaciencia por enterarme de más detalles.
Con esto he vuelto a ser otra vez yo mismo. He aquí la repetición. Ahora comprendo todas las cosas y la vida me parece más bella que nunca. En cierto sentido esto también ha surgido en el horizonte como una repentina tormenta, aunque es a la magnanimidad de ella a la que debo agradecer que descargara y lo arrancara todo de cuajo.
Quienquiera que sea el que ella ha elegido —no digo «preferido», porque en calidad de marido cualquiera es preferible a mí—, me ha demostrado una liberalidad extraordinariamente magnánima. Porque aun en el caso de que su elegido sea el hombre más hermoso de la tierra, la amabilidad en persona, capaz de encandilar a todas las jóvenes de la tierra —que quizá ahora se sientan desesperadas porque ella con su «sí» se lo ha acaparado—, aunque todo esto sea verdad, ¿qué duda cabe de que ha obrado con una extraordinaria grandeza de alma y me ha mostrado una generosidad maravillosa..., sino en otra cosa, al menos por cuanto me ha olvidado completamente? ¡ Ah, nada hay más bello que la magnanimidad de una mujer! Su belleza terrena se marchitará, el brillo de sus ojos se apagará, su esbelto talle se encorvará con el peso de los años, los rizos de su cabellera perderán su encanto cuando la humilde cofia los oculte, su día con amor maternal y vigilante sobre la pequeña cuna en que el hijito duerme..., ¡ah, pero una joven que se ha mostrado tan generosa no envejecerá nunca! ¡ Que la vida la premie y le multiplique todo lo que le ha dado! ¡Que reciba de la vida lo que más desee, de la misma manera que yo he recibido ya, gracias a su generosidad maravillosa, lo que más quiero en este mundo, es decir, a mí misino!
Sí, otra vez soy yo mismo. Poseo nuevamente, como si acabara de nacer, mi propio yo, este pobre «yo» que hace bien poco tiempo yacía tirado en la cuneta del camino y nadie se dignaba recogerlo. La discordia que reinaba en mi ser ha cesado y ahora reina la paz. Me encuentro otra vez íntegro y compacto. Los tormentos de la compasión humana, que un día se nutrieron como parásitos a costa de mi propio orgullo y sentido del honor, ya no me chupan la sangre separando y dividiendo las energías de la personalidad.
¿No es esto acaso una repetición? ¿No he recibido duplicado todo lo que antes poseía? ¿No he vuelto a ser yo mismo de tal suerte que hoy puedo conocer doblemente el significado y valor inmensos de mi propia personalidad? ¿Y qué vale una repetición de todos los bienes materiales y terrenos, indiferentes para el espíritu, comparada con una repetición de los bienes espirituales?
Sólo los hijos no los recuperó Job reduplicadamente,[115] pues la vida de un hombre no permite esta forma de reduplicación. En el orden de las cosas profundas de que estamos hablando solamente es posible la repetición espiritual, si bien ésta nunca podrá llegar a ser tan perfecta en el tiempo como lo será en la eternidad, que es cabalmente la auténtica repetición.[116]
Otra vez soy yo mismo. La máquina se ha puesto en marcha. Se han roto las redes en las que estaba prisionero. Y también se ha roto la fórmula mágica que me tenía embrujado hasta la médula y me impedía retornar a mí mismo. Ya no hay nadie que alce su mano contra mí. Mi liberación es un hecho. Acabo de nacerme a mí mismo, cosa que antes no podía, pues mientras la diosa Ilicia[117] se mantenga cruzada de brazos, nunca podrá la parturienta dar a luz a su hijo.
Todo ha terminado. Mi barquilla está de nuevo a flote y en un minuto podré alcanzar la orilla en que reposen los anhelos fervientes de mi alma; aquella misma orilla en que se desencadenarán las ideas con el furor de los elementos, y los pensamientos se abalanzarán los unos sobre los otros con el tumulto de los pueblos invadidos; aquella misma orilla que durante otros muchos períodos de tiempo estará tranquila y sosegada como la calma profunda de los mares del Sur, una calma chicha en la que uno podrá escuchar su propia voz íntima, cuando el alma susurre quedamente todos sus movimientos secretos y entrañables; aquella misma orilla, finalmente, en la que a cada instante se juega uno la vida, y a cada instante la pierde y la reconquista.
Pertenezco a la idea, exclusivamente a la idea. Cuando me hace una seña, me levanto inmediatamente y la sigo. Cuando me cita para un encuentro, la estoy esperando día y noche, siempre disponible. Porque nadie me llama a la hora de comer, ni nadie me espera a la hora de la cena. Cuando me llama la idea lo abandono todo, o, mejor dicho, no tengo ya nada que abandonar, ni dejo a nadie plantado, ni causo dolor y tristeza a nadie mostrando mi fidelidad a la idea, ni tampoco mi espíritu se entristece pensando que otra persona pueda sufrir por ello. Y cuando vuelvo a casa de estos encuentros con la idea, nadie se pone a leer con todo su interés en los rasgos de mi rostro, ni nadie me escruta con su mirada de los pies a la cabeza, ni tampoco nadie trata de sonsacarme una explicación que yo no estoy en condiciones de dar a otra persona, pues en realidad ni yo mismo sé si he alcanzado la cima de la felicidad o me he hundido en el abismo de la miseria, si he ganado o perdido en la vida.
Pero otra vez se me ofrece la copa del más embriagador de todos los licores. La tengo ya cerca de los labios. Capto su delicioso olor y percibo el burbujeo de su música espumosa. ¡Sea mi primer brindis para aquella que salvó mi alma, esta pobre alma mía que se encontraba hundida en la soledad de la desesperación! ¡Sí, gloria y honor a la nobleza y generosidad de las mujeres! Y después de este brindis obligado, brindo y celebro las cosas más grandes de la vida. ¡Viva el vuelo cimero de los pensamientos! ¡Vivan los peligros de la vida al servicio de la idea! ¡Vivan los apuros y el fragor de la lucha! ¡Viva el júbilo festivo de la victoria! ¡Viva la danza en la vorágine del infinito! ¡Viva el golpe de la ola que me sumerge en el abismo! ¡ Viva el golpe de la ola que me lanza sobre las estrellas!
Al ilustrísimo Sr. X. X., verdadero lector de este libro. Copenhague, agosto 1843.[118]
Mi querido lector:
Perdona que te hable con tanta confianza, pero no te preocupes, que todo quedará entre nosotros.[119] Porque a pesar de ser un personaje ficticio, no eres para mí una colectividad, una multitud indiferenciada, sino un individuo particular. Estamos, pues, los dos solos, tú y yo.
Si admitimos de entrada que no son lectores verdaderos los que leen un libro por razones fortuitas y baladíes, extrañas por completo al contenido del mismo, entonces tendremos que afirmar categóricamente que incluso los autores más leídos y celebrados no cuentan en realidad sino con un número muy reducido de verdaderos lectores. ¿Quién, por ejemplo, desperdicia hoy ni un minuto de su precioso tiempo entreteniéndose con esa idea peregrina de que ser un buen lector es un auténtico arte? ¿Y, todavía menos, quién es el prodigio que intente de veras ejercitarse en este arte de ser un buen lector? Este lamentable estado de cosas no ha podido por menos que ejercer una influencia decisiva en un autor a quien conozco personalmente y que, ajuicio mío, hace pero que muy bien, a imitación de Clemente de Alejandría, en escribir de tal manera que los herejes no puedan comprenderlo.[120]
Las lectoras curiosas, que lo primero que leen ávidamente es el final de todo libro que viene a parar a su mesilla de noche, con el afán de enterarse inmediatamente del feliz suceso de la boda de los amantes, se sentirán, desde luego, muy desilusionadas con este pequeño libro. Es verdad que los amantes, por lo general, terminan casándose. Pero mi amigo, que al fin y al cabo es un hombre como el que más, no se casa con ninguna. Y como este inesperado suceso, por otra parte, no parece fundarse en razones circunstanciales y pasajeras, deparará sin duda muchos rompederos de cabeza a las muchachas casaderas y ávidas de contraer matrimonio a todo trance, que al tener que borrar de su lista a un solo representante del sexo masculino, verán un poco amortiguadas sus fervientes esperanzas.
Los preocupados padres de familia, temiendo quizá que su hijo único siga el mismo camino que mi amigo, dirán que el libro no produce una impresión armónica y sedante, por cuanto en él no se corta un traje o uniforme que caiga bien a cualquier recluta. Los genios de ocasión estimarán quizá que la excepción[121] se impone demasiadas dificultades y toma las cosas demasiado en serio. Los fervorosos admiradores de la vida hogareña buscarán en vano el panegírico de las trivialidades cotidianas o la apoteosis de las chácharas de salón. Los combatientes ardorosos del realismo opinarán probablemente, según el refrán, que mucho ruido y pocas nueces. Las señoras de experiencia, especialistas en combinaciones matrimoniales, pensarán que es un libro frustrado, precisamente porque en este caso lo interesante habría sido señalar las dotes que debía reunir la muchacha capaz «de hacer feliz a un hombre semejante». Pues sin duda, según ellas, existirán algunas jóvenes capaces de tal proeza; y si no existen en la actualidad, ellas saben muy bien, por experiencia personal, que antaño existió alguna que se las pintaba para traer contentos a ese tipo de hombres.
Los reverendos decretarán que hay demasiada filosofía en el libro. Y los reverendísimos, con su ademán sesudo y la mirada pensativa, dirán que en él se buscaría en vano lo que los fieles y las comunidades de los mismos más necesitan en esta época calamitosa, a saber: la especulación auténtica.
—¿No te parece, querido lector, que muy bien podemos hablar así ínter nos! Porque, lo comprenderás perfectamente, no iba yo a creerme que todos esos juicios vayan a expresarse de hecho como los he imaginado, pues seguramente que el libro no será leído, ni mucho menos, por tantísima gente.
De lo que sí estoy convencido es que el libro les brindará una oportunidad pintiparada a todos los críticos vulgares para esclarecer con pelos y señales que no se trata de una comedia, ni de una tragedia, ni de un romance o poema épicos, ni siquiera de un epigrama o una novela, al mismo tiempo que juzgarán imperdonable
que no se haya procedido con el rigor del método dialéctico al uso, 1, 2 y 3.[122] Les será muy difícil, por no decir imposible, comprender la marcha del libro, puesto que es justamente una marcha en el sentido inverso al que ellos se piensan. Tampoco les agradará, de seguro, la tendencia o finalidad del libro. Todo esto no me extraña nada, porque los críticos, en la inmensa mayoría de los casos, explican la existencia de tal manera que tanto lo general como lo individual[123] quedan aniquilados.
Después de todo sería demasiado pedir que un crítico vulgar y corriente se interesara por esa lucha dialéctica en la que la excepción irrumpe en lo general a través de un proceso vasto y enormemente complicado, en el cual la excepción sostiene un combate durísimo para defender su derecho a existir. Precisamente la excepción injustificada se reconoce por el hecho de que rehuye esta lucha con lo general, saliéndose de ello.
Esta lucha presenta un carácter muy dialéctico y de infinitos matices, porque presupone como condición una prontitud absoluta dentro de la lógica de lo general y exige una extraordinaria celeridad en la imitación de los movimientos correspondientes. En una palabra, es tan difícil como moler a un hombre a palos y, al mismo tiempo, mantenerle con vida. Las fuerzas en este combate están distribuidas de la siguiente forma. De un lado está la excepción y en el otro se encuentra lo general. La lucha en sí misma representa, por una parte, un extraño conflicto entre la impaciencia colérica de lo general que se exaspera por el espectáculo que arma la excepción, y la predilección enamorada que lo general, a pesar de todo, siente por la misma excepción; porque, al fin de cuentas, lo general se alegra tanto por una excepción como el cielo lo hace por un pecador arrepentido, que le causa una alegría mayor que noventa y nueve justos.[124] Y, por la otra parte, las fuerzas en litigio son la obstinación rebelde y la debilidad enfermiza peculiares de la excepción.
Entre todas estas fuerzas contrarias y contradictorias se produce un choque encarnizado en el que lo general se enfrenta y rompe con la excepción, pero de tal forma que termina reforzando las mismas posiciones de la excepción. Claro que si la excepción no sabe mantener la frente alta durante este choque tremendo y lucha con el mismo encarnizamiento que lo hace su enemigo, entonces lo general, su enemigo, no la ayudará a salir airosa y triunfante, de la misma manera que tampoco el cielo ayudará al pecador que no sepa aguantar a pie firme los dolores del arrepentimiento. La excepción enérgica y decidida es la que sabe defenderse, y también sabe, aunque esté en lucha con lo general, que es un vástago de tu mismo tronco. Así es como se desarrolla la batalla en este frente de la vida.
La excepción, mientras se piensa a sí misma, piensa también lo general; mientras se trabaja a sí misma, modelándose, trabaja también por lo general; y, explicándose a sí misma, explica lo general. La excepción, por tanto, explica lo general y se explica a sí misma. Tan verdadero es esto, que el que quiera estudiar a fondo lo general, no tiene más que contemplar una excepción justificada y legítima. Esta excepción esclarece todas las cosas mucho mejor que pueda hacerlo lo general. La excepción legítima se halla reconciliada con lo general. Es cierto que lo general, por su misma esencia, está destinado a luchar con la excepción, pero también es cierto, según dijimos, que siente predilección por ella, aunque no se la muestre hasta el momento en que la propia excepción lo obligue como a confesarlo. Si la excepción no tiene este poder, ello es prueba evidente de que no es legítima y, por consiguiente, lo general hace muy bien en no señalarse con nada especial antes de tiempo. Cuando el cielo ama a un pecador más que a noventa y nueve justos, esto no lo sabe el pecador desde el principio, ni muchísimo menos. Porque lo que el pecador percibe al iniciar su arrepentimiento es más bien la cólera terrible del cielo, hasta que al final, bien arrepentido, el pecador obliga en cierto modo al mismo cielo a que se pronuncie en su favor.
A la larga uno no puede por menos que sentirse fatigado con tantas chácharas y discursos interminables sobre lo general, los cuales, a pesar de su interminable extensión, no hacen más que repetirse una y mil veces de la manera más insípida y aburrida.[125] También hay excepciones, y ya va siendo tiempo que se empiece a hablar de ellas. Si no se pueden explicar las excepciones, entonces tampoco se puede explicar lo general. Esta dificultad no suele notarse de ordinario, por la sencilla razón de que no se piensa con pasión en lo general, sino con una indolente superficialidad. La excepción, en cambio, piensa lo general con todas las energías de su apasionamiento.
Cuando se obra así, nos encontramos ante un nuevo orden de cosas y la pobre excepción, si tiene bríos para combatir, sale al fin victoriosa y todos son parabienes y felicitaciones, como en el cuento de aquella cenicienta humillada y maltratada por su madrastra.
Una tal excepción es un poeta, que representa el tránsito hacia las auténticas excepciones aristocráticas, esto es, las religiosas. Un poeta, por lo general, es una excepción. Una de las mayores alegrías de este mundo, al menos para nosotros, es poder ser testigo de la aparición y producciones de un poeta semejante. Esto es lo que me hizo pensar, hace ya un cierto tiempo, que valía la pena contribuir personalmente a que apareciera un fenómeno de este tipo. Es todo lo que he podido hacer. Pues a lo más que pueden llegar mis fuerzas es a pensar o imaginar un poeta, e incluso a ayudarle con mis pensamiento y fantasía que surja en cuanto tal, pero lo que no puedo en absoluto es ser yo mismo un poeta, pues mis intereses están en otra parte. Mi tarea se ha limitado estrictamente a estudiar el fenómeno desde el punto de vista estético y psicológico. Es verdad que en el cumplimiento de esta misión he traicionado algunos de mis peculiares rasgos personales, pero, ¡mi querido lector!, si lees con atención y captas el verdadero contenido del libro, comprobarás fácilmente que yo sólo soy un espíritu servicial y que por cierto, como se atreve a insinuar mi joven amigo, nunca he dejado de interesarme por él. El que mi amigo se atreviera a insinuar lo contrario fue una de tantas equivocaciones suyas, si bien yo también di pie a ésta con el fin de ayudarle mejor en el proceso de su formación. Todos los movimientos que yo he hecho sólo han sido con el fin de iluminarlo. Lo he tenido siempre in mente y cada palabra mía, cuando no ha sido meramente la de un ventrílocuo, sólo ha sido dicha en referencia a él. Aun en aquellas partes del libro en que dominan, sin orden y concierto, la malicia y la broma, no hago más que referirme a él. Y donde todo termina en melancolía, no hago otra cosa que aludirlo y señalar sus estados de alma. Por eso todos los movimientos se desenvuelven en una atmósfera puramente lírica y todo lo que yo digo ha de entenderse vagamente dicho sobre él, o dicho con el fin de comprenderlo mejor. De este modo he hecho por él todo lo que yo podía, de la misma manera que ahora, siendo personalmente otro personaje distinto al que aparento, me esfuerzo en servirte a ti, ¡querido lector!, todo lo que puedo.
La vida de un poeta comienza en contradicción con el mundo entero. Se trata para él de encontrar la serenidad o la justificación de su vida. El poeta en el primer choque con el mundo siempre lleva las de perder, y en el caso de que gane al principio es porque su vocación no es sólida. Mi poeta encuentra ahora, al final, una justificación, precisamente porque la vida le absuelve en el momento en que va como a aniquilarse a sí mismo. Su alma gana con ello una especie de vibración o resonancia religiosa. Esto es, en el fondo, lo que sostiene y alimenta toda su vida, si bien no llega a manifestarse nunca plenamente. Su júbilo ditirámbico en la última carta es un buen ejemplo de lo que digo. Pues sin duda esa alegría se funda en una emoción de tipo religioso, pero que permanece siempre latente con interioridad. El joven conserva esta emoción religiosa como un secreto inexplicable, el cual sin embargo le ayuda a explicar poéticamente la realidad. Explica lo general como la repetición y, no obstante, su idea de la misma no concuerda con esta explicación, ya que mientras la realidad se hace repetición, ésta permanece siendo para él la segunda potencia de su conciencia.
El muchacho, la cosa más natural en un poeta, llegó a enamorarse. Pero este enamoramiento suyo era, desde sus mismos puntos de vista, completamente ambiguo: feliz, desgraciado, cómico y trágico. En la perspectiva de la joven todo puede resultar cómico, ya que el joven sufría una marcada tendencia a la compasión y en este sentido sus sufrimientos no eran producidos por sus propios dolores íntimos, sino por las posibles penas de la amada. Ahora bien, si se equivocaba en este aspecto y su amada no sufría en realidad ni mucho ni poco, entonces lo cómico aparece en el primer plano. Por el contrario, si se fija en sus propios sufrimientos, por pequeños que fueran en comparación de los posibles de la amada, entonces domina lo trágico, como también era trágica, en otro sentido, toda su concepción ideal de la amada. Por esto mismo ha conservado casi hasta el final una imagen ideal de toda su historia amorosa, a la cual le ha dado las más variadas interpretaciones, pero siempre en el dominio de los sentimientos, puesto que desconoce por completo el de los hechos reales. Posee, por tanto, solamente hechos de conciencia o, dicho con mayor exactitud, no posee tampoco ningún hecho de conciencia, sino una elasticidad dialéctica que lo empuja a ser productivo en el orden puramente sentimental. Cuando esta actividad creadora alcanza el punto más alto, entonces parece que el joven es llevado en volandas, transportado por un inefable elemento religioso.
Tal era la dirección interior que el muchacho seguía en sus primeras cartas, particularmente en algunas de ellas. Es una dirección muy próxima a una orientación decidida de tipo religioso, pero en el mismo momento en que cesa ese estado de suspensión o vacilación fugitivas vuelve a recuperarse a sí mismo en su forma de vida anterior, es decir, en cuanto poeta, y lo religioso desaparece del horizonte y solamente permanece activo como un sustrato indefinible.
Si nuestro joven hubiera poseído una base religiosa más profunda, nunca habría llegado a ser un poeta. Entonces todo habría tenido un sentido religioso en su vida. La aventura amorosa en la que se había embarcado también tendría importancia para él, pero el impulso para continuarla le habría venido de esferas superiores. Entonces habría actuado, desde luego, con mayor decisión y con unas fuerzas muy diferentes, aunque pagadas al precio de unos sufrimientos aún más atroces. Habría actuado con una consecuencia y una firmeza inquebrantables, y conseguido un incontestable hecho de conciencia en el que apoyarse constantemente, sin ninguna ambigüedad, sino de la manera más seria y segura, porque era un hecho basado en su relación con Dios. En este mismo momento toda la cuestión relativa a lo finito perdería interés para él y la propia realidad inmediata le sería, en el fondo, completamente indiferente. De este modo habría liquidado de repente todas las consecuencias terribles de su aventura amorosa. La realidad, cualquiera que hubiese sido el giro que habían tomado las cosas, se mostraría bajo otra luz y ya no significaría para él ningún cambio esencial, como tampoco cualquier suceso en esta nueva dirección, incluso el más espantoso, podría causarle un tormento mayor que el de los sucesos anteriormente vividos. Entonces, finalmente, habría comprendido con temor y temblor,[126] pero también con fe y confianza, lo que había hecho desde el principio y lo que, consiguientemente, estaba obligado a hacer en el futuro, por más que este deber enfrentara a las cosas más extrañas.
Pero nuestro joven, como es típico y normal en el caso de un poeta, no llegó nunca a tener ideas claras sobre lo que había hecho, cabalmente porque siempre ha titubeado en enfocar su actuación atendiendo a los aspectos exteriores y visibles de la misma o, mejor dicho, porque ha pretendido siempre enfocarla exclusivamente bajo esos aspectos que no ofrecen nunca una perspectiva adecuada y una pista segura. El individuo religioso, por el contrario, se apoya en sí mismo y desprecia todos los garabatos infantiles de la realidad exterior y visible.
Mi querido lector, comprenderás ahora que todo el interés del libro se concentra en el hombre joven, en tanto que yo, en relación suya, soy una persona destinada a esfumarme en el mismo instante en que él aparece, algo así como la madre respecto del niño al que acaba de dar a luz. Esta comparación es perfecta, pues el sentido espiritual yo le he dado realmente a luz y por eso, como adulto que soy, llevo siempre la voz cantante. Mi personalidad es un presupuesto psicológico, necesario para obligarle a que se manifieste, pero que nunca podrá alcanzar aquel dominio en el que el joven se introduce al final, ya que este dominio original constituye el segundo momento. Puedo decir, en definitiva, que el muchacho ha estado desde el principio en buenas manos. Si algunas veces he bromeado con él, lo hice con el único propósito de que se manifestara. La primera vez que le vi, pude observar que se trataba de un poeta. Los hechos han refrendado plenamente esta opinión temprana, pues una aventura que para cualquier hombre del montón habría terminado seguramente en agua de borrajas, llegó a tomar en el alma de nuestro joven unas proporciones gigantescas.
Aunque las más de las veces soy el que llevo la voz cantante, harás muy bien, mi querido lector, en referir al joven todo lo escrito en este libro. Te diré, entre paréntesis, que si te llamo «querido» lector es porque juzgo que estás lo suficientemente capacitado para tender estos estados y movimientos interiores del alma humana. Por eso espero que comprendas debidamente las transiciones en la descripción de la vida emotiva de nuestro joven protagonista. Y también espero que si alguna vez llegan a desconcertarte este o aquel pasaje por su desbordamiento imprevisto y exagerado, compruebes más adelante, con tu atenta lectura, que todas las diversas situaciones tienen su razón y que no hay ni solo pasaje que no guarde estrecha relación con los demás y con el conjunto. Comprobarás, igualmente, que las expresiones de los sentimientos encontrados que agitan el alma del muchacho son bastante correctas, cosa de capital importancia en esta obra en la que el elemento lírico juega un papel preponderante. En determinados momentos te distraerás probablemente considerando la ociosidad aparente de algunas reflexiones sutiles o de algunas exasperaciones destempladas, pero si sigues leyendo con la misma atención, verificarás quizá la legitimidad o razón de ser de las mismas.
Tuyo afectísimo
constantino constantius



[1] Los filósofos de la escuela de Elea, la más importante de las presocráticas, con Parménides como principal representante y Zenón como polemista. La manera efectiva y silenciosa de oponérseles Diógenes de Sínope, el Cínico, la evoca Kierkegaard en completa conformidad con el relato correspondiente de Diógenes Laercio en su Historia de la filosofía antigua y de Hegel en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía.

[2] Todo el libro está lleno de referencias autobiográficas. Los viajes de Constantino a Berlín rememoran inmediatamente los viajes que hizo el propio Kierkegaard a la misma ciudad en los años 1841 y 1843. El  primero el 25 de octubre, a raíz de la ruptura de sus relaciones con Regina Olsen y la defensa de su tesis doctoral, y el segundo el 8 de mayo del año correspondiente, para aliviarse de la enorme emoción que le tenía embargado desde que la misma Regina le dirigió un leve saludo de cabeza en la iglesia de Nuestra Señora—Frue Kirke—el 16 del mes anterior. Mucho más autobiográfica aún es la dolorosa historia de amor del joven que a lo largo de toda la obra, primero de palabra y luego por escrito, se confía al esteta irónico, quien se explaya con el análisis psicológico de la experiencia de su segundo viaje y la experiencia confiada por el joven. El resultado de la primera experiencia propia es la verificación de la imposibilidad de la repetición en el plano estético, poético o puramente especulativo. La lección de la segunda experiencia ajena, con el recurso al ejemplo de Job en su prueba bíblica, es que sólo la religión, la relación con Dios mediante la fe, posibilita la repetición.
El seudónimo se queda casi por completo paralizado en la descripción animada y humorística de ambas experiencias y, aparentemente, no hace más que proclamar los resultados y la importancia filosófico-religiosa de esa categoría única, la más envolvente y escurridiza de todas las kierkegaardianas. Por eso este libro, literariamente magnífico, es solamente una introducción sugestiva al gran tema, cuyo desarrollo hay que ir a buscarlo, en sus rasgos fundamentales y discriminativos con el helenismo y el hegelianismo, en otros de! autor y en sus papeles póstumos.
[3]  Principalmente Platón, que en sus diálogos, en especial el Menón, describe el conocimiento como anamnesis o recuerdo.

[4] El autor se refiere sin duda al núm. 360 de la Théodicée, en el que Leibniz afirma que uno de los principios de su sistema de la armonía preestablecida es que le présent est gross de I'avenir.

[5] Lo dice el propio Kierkegaard, a través del seudónimo de turno, en uno de los Diapsalmata, t. VIII, p. 98, Ediciones Guadarrama.

[6] El famoso cantante napolitano —su nombre propio era Cario Broschi—, que tanta influencia llegó a tener en la corte española, sobre todo en el reinado de Fernando VI, tan dominado por su melancolía como por su favorito, no sólo como cantante, sino también políticamente. Kierkegaard recoge la historia del drama musical Farinelli, traducido del francés por J. L. Heiberg y muy representado en el Teatro Real de Copenhague entre 1837 y 1841.

[7] Pablo Martín Móller fue profesor y amigo de Kierkegaard.
La estrofa citada pertenece a la poesía titulada «El viejo amante»—Den gamle Elsker—, que expresa magníficamente un «amor-recuerdo» y, en cuanto tal, es comentada por el propio Kierkegaard en Pap. III, A, 95.
[8] En el texto se señala una ruta concreta, la del Strandvejo «Camino de la Playa», que desde las Puertas de Copenhague —hoy desde Svanemóllen hasta Klapemborg— se dirigía entre suaves colinas y la ribera del Sund hacia el norte de Selandia.

[9] El amor ya en su mismo nacimiento, según la concepción romántica que aquí tiene inminente el seudónimo a lo largo de su particular exposición psicológica, supone un contacto efectivo con la idea de la eternidad. Esta es la función potenciadora del recuerdo en el plano estético de la existencia, muy precario e insuficiente a los ojos del verdadero autor que no es romántico aunque esta su obra lo sea en grado eminente. Esta idea, por otra parte, puede verse más desarrollada en el t. II de Obras y papeles de Soren Kierkegaard, pp. 67 y ss. ,Ediciones  Guadarrama.

[10] Literalmente significa «Los fosos de las antiguas murallas de la ciudad», junto a la Puerta Norte del viejo Copenhague, y más propicios para el escondimiento que para la pesca.

[11]  En el Prólogo a la fábula.
[12] El autor, como metáfora, emplea aquí otro instrumento, precisamente un instrumento agrícola, el «extirpador».

[13] 1. Esta nueva Elvira no es exactamente «Doña Elvira», de la que Kierkegaard ha trazado una «silueta» magnífica en otro lugar. Cf. t. IX de Obras y papeles de Sóren Kierkegaard, pp. 95-117, Ediciones Guadarrama.

[14] Esta «reintegración en el estado anterior» insinúa más que la simple reanudación de la relación amorosa, una normalización de la misma, incorporándose, sin alteraciones equivocadas y trágicas, a la espontaneidad propia del enamoramiento, hasta culminarla en el matrimonio como cifra de la existencia humana en el estadio ético, que asume lo estético y supone la religión. Pero ni en la vida historiada del joven amante ni en la real del propio Kierkegaard llegó a verificarse de hecho tal repetición. ¿Puede verificarse en absoluto una repetición en ese plano ético? Este libro escamotea esta posibilidad concreta, tan espléndidamente supuesta en los Dos diálogos sobre el primer amor y el matrimonio. Ediciones Guadarrama.

[15] La milla danesa equivale a siete kilómetros y medio.

[16] 1. La repetición es justamente todo lo contrario de la mediación y, en consecuencia, la categoría que expresa de modo global, como se afirmará a renglón seguido, la más absoluta oposición al sistema de Hegel, cuyo nervio, puramente lógico, era la Vermittelung operada por la síntesis de los contrarios, a costa del mismo principio de contradicción.

[17] Sobre esta última doctrina, tal como la interpreta Kierkegaard, véase la larga nota al comienzo del cap. III de El concepto de la angustia, pp. 158-162, Ediciones Guadarrama.

[18] Gjentagelse. El sentido habitual y obvio de esta palabra danesa, a la que se confiere tan eminente rango filosófico, es sencillamente el de repetición. En su pura literalidad significa retoma, recuperación; más en la línea de laredintegratio latina y del sentido que Kierkegaard le ha impreso como clave de su existencialismo cristiano.

[19]  Movimiento. En esta doctrina Kierkegaard se proclama muchas veces seguidor de Aristóteles, si bien transfiriéndola del plano cosmológico al de la libertad histórica y de la existencia.

[20] En el texto se dice «étnica» en vez de pagana, significando la concepción griega directamente, e indirectamente todas las del paganismo, incluso el moderno. Por contraste se dice «moderna» queriendo significar bien a las claras la concepción cristiana de la vida, que es la que él propugna de la forma más seria y chocante.

[21] Este otro texto, que no puede decir más en pocas palabras, es significativo de toda la postura kierkegaardiana y de todo su mensaje. El busca un saber de salvación, de «cómo hacerse individuo», que es la verdadera y única realidad, aparte de la de Dios y en relación esencial con ésta, porque la nueva filosofía, la cristiana, parte de la dogmática, y en esta dirección la fe, el interés, la apropiación y repetición desbancan al puro saber.

[22] Hamann es el pensador alemán que más positivamente influyó en Kierkegaard, más por su humor y estilo que por su mismo pensamiento. La cita, tomada de una carta de H. a su amigo Lindner, es expresiva del estilo estrafalario (snurrig, lo llama el propio Kierkegaard.) en que éste gustaba encerrar sus profundos pensamientos y exigencias enormes enfrentándose así también al empaque formulístico de los innumerables sistemas modernos.

[23] Tage A. Ussing, profesor de derecho en la universidad de Copenhague hacia 1840, era uno de los miembros más activos de dicha sociedad, fundada por los liberales para celebrar la puesta vigor de la constitución danesa de 1831, en el mismo día y mes que daba nombre a la sociedad. El profesor abandonó después el partido liberal, siempre discutido por Kierkegaard, que políticamente, sin significarse, era de tendencias conservadoras.

[24]  Estas dos iglesias de la Gendarmenplatz eran la Neue Kirche y la «Iglesia de los franceses».

[25]  El autor, como es obvio, emplea en el primer entrecomillado la frase alemana: «erhatte sich verandert», y en el segundo, el verbo danés «at forandre sig».

[26] «La validez estética del matrimonio» es el título original del primero de los Dos diálogos sobre el primer amor y el matrimonio.

[27]  Equivalente alemán de «guía» o «acompañante».

[28] 1. En el texto se dice «el que nunca ha estado aufder Eisenbahn». Este libro lo escribió Kierkegaard precisamente en Berlín y en mayo de 1843, lugar y fecha exactos en que discurre la narración, que está llena de términos alemanes y de germanismos.

[29]  Cabalmente en la fecha citada en la nota anterior, en concreto el 25 de dicho mes y año, fue inaugurado e! primer túnel bajo el Támesis. La ironía no puede ser mayor.

[30] Este famoso texto en danés —Ej blot til Lyst— es el de la inscripción que campea en un medallón sobre la escena del Teatro Real de Copenhague.

[31] Nombres de dos restaurantes famosos de la época, en uno de los mejores distritos de Copenhague, el de Frederiksberg. El primero era muy frecuentado por los literatos y por los estudiantes.

[32] Una comedia bufa, con cantos, en tres actos, de Juan Nepomuceno Nestroy, publicada en el mismo año de 1843 y traducida del alemán al danés en 1849. A este género de comedias los alemanes lo llaman Posse
[33] El autor emplea aquí la expresión danesa: det krypte Individ. Es decir, que para designar tal individuo recurre a la palabra griega kryptós, que significa cabalmente «oculto», «secreto», «escondido». Según el contexto, en que se describe el comportamiento de este individuo, podría muy bien designarse como «disfrazado», etc.

[34] Aquí se emplea de nuevo el término alemán de Posse, que en adelante siempre traduciremos, sencillamente, por farsa. Este tipo de obras cómicas de carácter popular y con frecuente uso de expresiones vulgares o dialectales tuvo mucho éxito en la antigua capital alemana alrededor de 1840. El talismán, de Nestroy, y sus representaciones en el teatro de Konigstadter le servirán a Kierkegaard para hacer un comentario extenso y entusiasta del género, dentro de las perspectivas y dirección de gustos del esteta viajero y romántico que le sirve de disfraz en cuanto tal seudónimo, muy característico y bastante distinto de sus otros seudónimos estéticos.

[35] Todos los comentaristas están aquí de acuerdo en que no se encuentra ningún cuadro ni dibujo de Chodowiecki que represente de una manera tan calamitosa a los propios fundadores de Roma. En El concepto de la angustia volverá Kierkegaard a mencionar, más o menos arbitrariamente, otro cuadro de Chodowiecki.
[36] Aunque esta frase está entrecomillada en el texto, no nos da, sin embargo, las palabras exactas del texto platónico a que se refieren —Pedro, 236 a—, sino sólo la idea. Allí le dice Sócrates a Pedro que en vez de dedicarse a examinar las cosas extrañas y los prodigios, «me examino a mí mismo y procuro saber si no soy tal vez un monstruo aún más enredado y humeante que Tifón».
A propósito de la variabilidad de este monstruo primitivo, se le suele representar en la mitología griega ya como un huracán violentísimo, ya como un gigante vomitando llamas.

[37] Federico Beckmann, nacido en Viena —1803—, fue un célebre actor, alma del dicho teatro desde que se inauguró, en 1824, hasta su cierre, en 1845. También escribió una buena farsa. Felipe Grobecker —1815-1883— llegó al teatro Konigstadter el año 1840.

[38] Poeta danés (1746-1826). Lo dice, aunque no exactamente lo mismo, en la crítica que hizo de la opereta escrita por otro gran poeta danés, Oehlenschlá'ger: La cueva de Ludiam.

[39] El doctor Ryge —1780-1824— fue primero, en efecto, médico, pero después se señaló como actor dramático y cómico, como por ejemplo en la farsa mencionada de J. L. Heiberg.

[40] Esta fue una de las famosas aventuras, cuando se cayó en la ciénaga, de Los viajes maravillosos que el estrafalario barón hizo por tierra, mar y aire.

[41] Lo más probable es que esa mención del ajetreo insoportable de la eternidad sea concretamente un ataque contra la doctrina de Kant sobre la felicidad en la otra vida, no concebida como un estado de plenitud y bienestar definitivos y completos como ha hecho siempre la filosofía cristiana, sino como un continuo e inacabable progreso moral hacia la perfección y plenitud.

[42]  Referencia caricaturesca de otro de los grandes poetas daneses, J. Ewald (1743-1781).

[43] En La Eneida —IV, 697—se dice que la reina Dido no podía morir antes de que Proserpina no le hubiera arrancado uno de los cabellos de su cabeza.

[44]  Prov. XIX, 13.

[45] En alemán en el texto: Stielleben. La «naturaleza muerta» se define como "un cuadro que representa animales muertos o cosas inanimadas", por ejemplo, los bodegones. La ironía no puede ser mayor hablando de un restaurante e incluyendo a los comensales.

[46] Poeta alemán —1786-1862—. A Kierkegaard le gustó este episodio, pues lo recoge también en su Diario, en una anotación del 10 de julio de 1838. Ningún comentarista, sin embargo, ha podido localizar en las Obras completas de J. Kerner la narración atribuida.

[47] Es el personaje de otra de las farsas de L. J. Heiberg, titulada Las calamidades de Kóge Kjóge Huskors—. El episodio del fantasma aparece descrito en la escena 46. Koge, por su parte, es una pequeña ciudad de Seelandia, a 38 kilómetros al sur de Copenhague.

[48] En una nota anterior dijimos que en pura literalidad la palabra danesa Gjentagelse —repetición— significa retoma, recuperación. Es el significado directo cuando se separa el verbo y el adverbio que la forma, como aquí en el primer caso subrayado: tage igjen tomar de nuevo, recuperar. En cambio, si el verbo y el adverbio —anteponiendo éste— no se separan: gjentage, significa repetir.

[49] En Trolla y Crlselda, act. I, esc. 2. La frase es de la segunda, como réplica a la de Troilo, el joven troyano, que acaba de decir que en su barba sólo hay tres o cuatro pelos.

[50] En el texto en francés: renonce
[51] Canciones populares Volkslieder— de Herder, editadas por Falk, Leipzig, 1825,1.1, p. 57. Esta cita, en alemán, es la única nota que el propio autor recoge a lo largo de todo el libro.

[52] El texto no dice cometa sino literalmente cuerno de postillón: Posthorn. Esto es, el instrumento músico de viento, con un sonido como de trompa, que usaban los mozos que iban a caballo delante de los que corrían la posta, o montados en una caballería de las delanteras del tiro de las diligencias.

[53] Evocación de la famosa sentencia del Eclesiastés, I, 2. Todo este final impresionante de la primera parte es como un eco del tragicismo pesimista de la vida que domina en ese libro del Viejo Testamento. Un eco romántico. El esteta no puede resolver el enigma de la repetición, que es precisamente la superación efectiva del pesimismo.

[54]  «El que persuade de la muerte», sobrenombre que recibió el filósofo cirenaico Hegesias.

§ En la parte precedente se ha visto cómo Constantino Constantius, después de sus titubeos y el segundo viaje a Berlín, termina dudando e incluso negando la posibilidad de la repetición. El seudónimo, como último representante de los estetas, se mueve exclusivamente en la esfera estética de la existencia, vista al fin con ojos de pesimismo romántico. En virtud de su exclusivismo y perspectivas no es capaz de incorporarse a la esfera religiosa, que es la única en que se verifica la posibilidad y realidad de la repetición auténtica, como expresión del contacto espiritual y de la insistencia decidida del hombre con y en lo verdaderamente eterno, ajustándose en todo a la voluntad de Dios y venciendo así los límites y contradicciones de la vida puramente temporal e inmediata.
Todo lo que el seudónimo ha dicho hasta ahora, moviéndose dentro de esos límites y contradicciones de la inmanencia, no tiene apenas ninguna importancia positiva en comparación de lo que se nos dirá en adelante, especialmente en las ocho cartas que el joven soñador y nostálgico dirige a su confidente silencioso, que es el propio esteta consejero de la primera parte. Job será para el joven el ejemplo admirable de esa búsqueda de la trascendencia y de la insistencia, en medio de la prueba más horrible, en lo eterno, manteniéndose fiel a la voluntad soberana de Dios y alcanzando así la verdadera repetición.
Se trata, pues, de dos partes completamente distintas, de dos libros dentro de este pequeño libro reunidos con un tan enorme empeño. Por eso el autor vuelve a explicitar el título otra segunda vez, la buena, para que el lector caiga en la cuenta de la diferencia. Esto lo explica expresamente Kierkegaard en Pap. IV, B, 117, pp. 284-5: «Todo lo que de decisivo se expone sobre la repetición en este libro se halla precisamente en la última parte del mismo, que empieza en la p. 19 —de la primera edición, se entiende, que vio la luz el 16 de octubre de 1843, el mismo día que lo hizo también Temor y temblor, y en distinta editorial la segunda serie de sus Discursos edificantes—, y para despertar la atención del lector se ha puesto de nuevo, al principio de esta parte, el título de La repetición. Lo dicho en la parte anterior es una broma o sólo algo relativamente verdadero».

[55] En el texto se dice literalmente: «como una Eva doméstica».

[56] Expresión que tomará Sartre casi un siglo después para titular su famosa obra.

[57] El último sustantivo en alemán en el texto: Zumuthung.

[58] Démonas era un filósofo griego del siglo II d. C. Según cuenta Luciano, que es el autor helénico mencionado, su defensa consistió en afirmar categóricamente, cuando los atenienses ya estaban preparados con piedras para matarlo, que no quiso ser iniciado en los misterios eleusinos porque si eran buenos no habría tenido otro remedio que aconsejar a los demás que se iniciaran en ellos y si eran malos, tendría que habérselo desaconsejado honradamente. Kierkegaard, en Pap. IV, A, 39, refiere que ha leído este hecho en las Obras de Hamann, editadas por Fr. Roth, Berlín, 1842, t. VIII, p. 307.

[59] El autor se refiere concretamente a las admirables descripciones satíricas de la vida después de la muerte que hicieron Aristófanes en Las ranas y Luciano en Diálogos de los muertos.

[60] Es una alusión sarcástica a la crítica que hizo Martensen de la comedia de J. L. Heiberg, Un alma después de la muerte En Sjael efter Dóden—. Esta crítica apareció en el periódico Faedrelandet La patria—, y en ella dice el famoso teólogo hegeliano que una de las escenas infernales de la comedia del otro famoso hegeliano —además de excepcional comediógrafo— es verdaderamente «aristofánica». Cf. et. Pap. IV, B, 97, 9.

[61] 3. Doctores de cera era la expresión ridiculizadora, especialmente entre los ingleses, de aquellos monjes mendicantes que, sin la suficiente formación, habían sonsacado el título de doctor en las universidades más indulgentes. Cf. Meiner, Geschichte der hohcn Schulen, Gotinga, 1803, t. II, p. 309. Un pendant de estos especiales doctores eran los doctores bullati nombrados por los condes palatinos sin que hubieran frecuentado ninguna universidad. Para la ironía tanto monta, monta tanto...


[62] En alemán en el texto: was anderes.

[63]  La última palabra, juntos, en latín dentro del texto: in uno. La frase, por otra parte, es sin duda una cita de algún autor, pero ningún comentarista ha podido averiguar quién es el tal autor citado.

[64] Este mito está inspirado en el de la intervención de Aristófanes en El Barquete platónico y Kierkegaard recurre al mismo varias veces en el Diario del seductor In vino ventas.

[65]  Det Vidunderliges Graendse, una hermosa expresión poética para significar la frontera en que comienza lo religioso, «la frontera de Dios».

[66] «Lo absurdo», por el contrario, es una típica expresión brusca de Kierkegaard para caracterizar desde el punto de vista de la especulación pura el contenido de ese mismo territorio elevado de lo religioso. Es decir, el objeto propio de la fe religiosa y cristiana, algo sobre la razón, no precisamente contra, en el caso de que ésta sea humilde.

[67] Estas dos palabras subrayadas se expresan con una sola danesa Ophaevelser, equivalente casi en todo a la alemana Aufhebungen, que fue consagrada por Hegel como uno de los términos clave de su Lógica, precisamente en esos dos sentidos del verbo aufheben —muy parecido al tollere latino— de eliminar y superar, o, si se quiere, tres sentidos: negare, conservare y elevare en la lengua de Cicerón. Cf. Lógica, Hegel, lib. I, sec. 1a, cap. 1, anot. última.
Kierkegaard, en Pap. II, A, 766, dice: «Los hegelianos introdujeron muchas Ophaevelser del concepto sobre las que no merece la pena hacer muchas chácharas gjóre Ophaevelser—».

[68] El autor emplea aquí, pluralizando en danés, con el artículo detrás y sufijo, el italianismo o españolismo «salto mortal»: Saltomortaler. Por cierto un término muy del gusto de Kierkegaard y de uso frecuente y significativo en su concepción de la vida.

[69] Este anuncio apareció, en efecto, en el periódico Adresseavisen, de Copenhague, el 10 de abril del año 1843. Kierkegaard lo anota también en Pap. IV, A, 78, con pequeñas variantes y haciendo las mismas consideraciones.

[70] Institución benéfica y correccional, así llamada por el color de la vestimenta de los jovencitos numerados que formaban parte de la misma.

[71]Versos del poeta danés A. W. Schack Staffeldt (1769-1826).

[72] En todo este párrafo y el siguiente parece que el autor tiene delante el modelo del ama de casa que los romanos describieron on los epítetos: domiseda, lanifica.

[73] Se desconoce el nombre de este poeta y, por tanto, el lugar de la cita. La traducción literal y escueta es como sigue: «Las nubes vagan por el cielo —cargadas y pesadas— para precipiarse de golpe y estrepitosamente, mientras el seno de la tierra se convierte en su tumba».

[74] Eclesiastés,Xll, 1.

[75] 1. Job, 1,21. Sobre este mismo texto escribió Kierkegaard un sermón, el primero de la tercera serie de Discursos edificantes de las tres publicadas en 1843, el mismo año de La repetición. Cf. S. V., IV, pp. 9-23.
La interpretación de la figura de Job por Kierkegaard encuentra un precedente espléndido en los Comentarios al libro de Job de Fray Luis de León, y un epígono no menos magnífico en Peter Lippert con sus meditaciones: El hombre Job habla con Dios.

[76] Job, XXIX, 12yss.

[77] Job, VII, 2.

[78] Job, IX, 3 y XXXIII, 13.

[79] 4. Mateo, XXIII, 14. Este versículo lo juzgan los críticos como extraño al evangelio de San Mateo y como una mera interpolación, probablemente, del evangelio de San Marcos, XII, 40. Por lo demás, es un texto paralelo al antes citado del libro de Job XXIX, 12 y s., levemente tal.

[80] Job, I, 2 y s.

[81] Antes, en el prólogo de esta segunda parte, se mencionó «El ser y la nada», y ahora, al iniciar esta avalancha de preguntas a quemarropa sobre la contradicción de la vida, sale a relucir «La náusea». Estas son algunas de las hojas más superficiales que hacen que muchos, olvidando o desconociendo el rábano, connfundan el existencialismo cristiano de Kierkegaard con el existencialismo ateo de Sartre. [N. del E.: No hay duda de que Sartre tomó éstas y otras expresiones de los escritos de Kierkegaard]

[82] En el texto la palabra híbrida Seelenverkooper, amasada de la alemana Seelenverkaüfer y de la holandesa Zielverkooper.

[83] «¿Para quién el provecho?», cita ciceroniana del Pro Róselo Amerino, XXX, 84. .Job, XIII, 4.


[84] Todo este problema álgido —debatido en esta carta de una manera tan apasionada como chocante— sobre la culpabilidad o inocencia de la ruptura de unas relaciones amorosas, ha sido tratado muy extensamente por Kierkegaard, bajo el seudónimo de Frater Taciturnas, en la tercera parte de los Estadios en el camino de la vida.

[85] El orfanato de Copenhague fue, en efecto, edificado en 1727, bajo Federico IV, con una parte del producto de la venta de la Biblia, los libros de los salmos y el famoso catecismo protestante.

[86] Personaje frecuente en las comedias de L. Holberg.

[87]Cap. 6, III, 2 b.

[88]Ibidem, cap. 1,1,2.

[89] En francés en el texto: clairvoyance.

[90] El autor emplea este típico término danés: Gudshaandsplaster, para significar lo mismo que «cataplasma» en los usos terapéuticos. El traductor ha tenido, necesariamente, que doblar el párrafo para hacer inteligible en nuestro idioma el juego de palabras de la pregunta inmediata.

[91] Los sufrimientos y lamentos de Filoctetes se narran en la tragedia de Sófocles que lleva ese mismo nombre por título. Filoctetes fue desterrado a la isla de Lemnos por sus paisanos griegos, los cuales no podían soportar los gritos que aquél profería a causa de los dolores de la herida incurable que le produjo la mordedura de una víbora.

[92] Job, II, 13.  

[93] Job, III, 1 y ss.
[94] Job, XVI, 21. Kierkegaard no entrecomilla este texto, pero es conforme a la versión danesa de la Biblia, y más aún a la latina de la Vulgata. No así, por ejemplo, a la traducción castellana de Nácar, editada por la B.A.C.

[95] Esta carta y la última del joven no llevan ninguna coletilla para el confidente, ni la de «afectuoso amigo», ni siquiera la de «innominado».

[96] Eclesiastés, III, 1.

[97] El autor dice literalmente «sofisma», donde debía decir «enigma».

[98] Este es otro significado peculiar de la palabra danesa Ophaevelser, que en una nota anterior, refiriendo un ataque a Hegel en el texto correspondiente, comparábamos con la alemana Aufhebungen.

[99] Cf. Isaías, XL, 6 y ss.

[100] Job, XXXII, 1 y ss. La palabra latina integer, empleada en el texto, es la misma que la castellana «íntegro». Aquí, en el caso de Eliú, se quiere significar obviamente que estaba «entero, fresco y bien dispuesto para el ataque».

[101] Job, XIX, 21.

[102] Job, XIII, 4.

[103]  Job, VI, 5.

[104] El autor dice más bien «desde el punto de vista del pensamiento infinito», que para él es siempre lo mismo que el «pensamiento abstracto» y puramente especulativo, sobre todo en la forma en que lo desarrolló Hegel y sus prosélitos, que es a los que se ataca de plano.

[105] Cf. Efesios, VI, 11.
[106]  Job, XXIX, 2 y ss., donde se expresa vivamente este deseo, no el hecho.

[107]  Job, XLII, 10 y ss., referidos con más fidelidad, aunque alterando el orden.

[108] Job, VIII.

[109]  En el texto en latín: suspenso gradu.

[110] Aquí podíamos esperar que «el hombre joven», siguiendo el rumbo de su anterior carta, nos hablara de la repetición en el plano ético o matrimonial de un modo positivo, como reanudación y culminación gozosas, después de las tormentas de la ruptura, de sus relaciones amorosas. Pero este rumbo se quiebra y tuerce a continuación, con una perspectiva pesimista y mordaz del matrimonio.

[111] Ahora el que escribe, como es obvio, es el propio confidente, que rompe el silencio absoluto a que le ha reducido su afectuoso amigo, intercalando entre sus dos últimas cartas este comentario irónico en que le paga con la misma moneda.

[112] Kierkegaard ha empleado esta misma metáfora en Pap, II, A, 378, contra los políticos, que siempre le están diciendo a todo el mundo: «Media vuelta y adelante», mientras ellos siguen plantados como estatuas.

[113]  En el texto en latín: in pausa, y sin la comparación de la muerte.

[114] 1. Aquí Kierkegaard ha suprimido las duras palabras siguientes: «Para el bien de los inexpertos jóvenes, semejantes muchachas deberían poder reconocerse en seguida no sólo por un diente enorme que sobresaliese de su boca, sino porque tenían todo el rostro de color verde. Claro que esto sería pedir demasiado, pues habría en ese caso una bella y extensísima colección de muchachas verdes».
Así estaba escrito en la primera redacción del manuscrito de este libro, que se puede dar por acabada a finales de mayo de 1843 en Berlín. Cabalmente al comienzo del libro debía aparecer esa fecha y lugar de su redacción. Cf. Pap. IV, B, 97, 3.
Pero Kierkegaard suprimió también esta anotación del principio y en las últimas páginas del libro hizo otras muchas supresiones o cambios, e incluso, como puede comprobarse claramente, arrancó seis páginas nada menos del manuscrito original amañando rápidamente la conclusión actual.
¿Significa todo esto que al final del libro cambió de rumbo bruscamente? ¿Fue su primera intención al redactarlo defender la posibilidad de la repetición en el sentido del matrimonio? ¿O quizá pretendió, indirectamente, proponerle a Regina Olsen una continuación de sus relaciones en una especial unió mystica de sus almas, proyectada sobre la historia hacia la eternidad?
Lo único cierto es que Kierkegaard al volver a Copenhague, con su manuscrito de La repetición acabado, se encontró con la noticia de que Regina acababa de prometerse con Fritz Schlegel, con el que se casó poco después. Las reacciones de Kierkegaard ante esta noticia han sido descritas, entre otros comentaristas, por E. Hirsch en Kierkegaard-Studien, Gütersloh, 1930-1933, t. I, p. 248 y ss.


[115].Job,l,2yXLll, 13.

[116] 2. Esta definición de la repetición como eternidad viene a expresar el sentido pleno y la realidad exclusiva de la misma dentro del tercer estadio de la existencia, no el primero que es el puramente estético, ni siquiera en el segundo que es el ético, sino exactamente en el tercero que es el religioso. Este estadio representa para Kierkegaard la forma suprema y perfecta —in vía— de la vida individual, que al «repetirse» no hace más que insistir decidida y constantemente en lo eterno que hay en el hombre, gracias a la relación constitutiva—por haber sido creado a su imagen— y constituyente —porque la actualización de esta imagen es su principal tarea— con Dios, que es el fundamento y fiador único de la eternidad en cuanto es la eternidad por esencia y de la manera más absoluta y concreta, no como la eternidad de las ideas en la filosofía griega o, todavía menos, en la hegeliana, muy entrañadas en el mito y en la poesía.
Sin la repetición en este sentido riguroso y personificador, que por eso no es definible en abstracto, sino de «una forma absolutamente concreta», no puede haber «interioridad, certeza y seriedad» en la vida, pues estas tres categorías existenciales son la expresión misma de la repetición. Para comprender esta equivalencia esclarecedora de todo el sentido del pensamiento kierkegaardiano pueden leerse con mucho fruto las consideraciones pertinentes de todo el último apartado, con sus cuatro números de colofón, del cap. IV de El concepto de la angustia, t. VI, pp. 261-275. Ediciones Guadarrama. En la segunda nota de la p. 270 se dice de manera conclusiva: «Indudablemente hay que entender en este sentido aquella frase de Constantino Constantius que reza así: la eternidad es la auténtica repetición».


[117] Ilithia, diosa protectora de los nacimientos en la mitología griega.

[118] Kierkegaard había pensado con anterioridad datar esta carta-epílogo del seudónimo en «julio 1843»; cf. Pap. IV, B, 97, 30.

[119] El autor emplea el giro germánico: unter uns, equivalente al ínter nos latino.

[120] El Padre griego dice, en Stromateis, que expone la doctrina cristiana de una forma oscura y alegórica para que los no iniciados, los paganos, no le entiendan. En este sentido lo refiere Kierkegaard en Pap. III, B, 5, pero en otras referencias prefiere decir herejes.

[121] La excepción, claro está, es el hombre joven que se sale del camino trillado, o todos aquellos hombres que viven una vida profunda y no son del mundo, aunque vivan en él.

[122] Sorna contra el método hegeliano de la tesis, antítesis y síntesis o, si prefiere decirse de otro modo, de la posición, negación y mediación, que es cabalmente lo contrario de la repetición.

[123]«Lo general», en la acepción más profunda en que Kierkegaard emplea este término, es lo mismo que «lo ético», en cuanto significa los deberes y normas que incumben a cada uno de los hombres por el hecho de serlo. «Lo individual», en cambio, es la existencia propiamente dicha, que implica la incorporación a la auténtica ética y, sobre todo, la relación actualizada a la trascendencia.

[124] Lucas, XV, 7.

[125] 1. Aquí el autor, como es tan habitual en él, ataca otra vez de frente a Hegel y sus discípulos, que han reducido lo general, exaltándolo, a la acepción de lo puramente lógico o universal, con desprecio absoluto no sólo para la excepción, sino también del individuo y de los mismos principios propiamente éticos.

[126] Estas dos palabras forman el título del otro libro de Kierkegaard publicado en el mismo día y en la misma editorial que La repetición. En las ediciones danesas de Obras Completas aparece siempre primero que ésta, pero por su contenido y, probablemente, por su redacción, es posterior.