SØREN KIERKEGAARD
LA
REPETICIÓN
Un ensayo de Psicología experimental
Constantin Constantius
JVE PSIQUÉ
|
Diseño y realización: Héctor O. Pérez
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y OCR: el_gato
Revisión
y corrección: Dulmorth
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Revisión técnica general: Juan Ventura Esquivel
Corrección de galeras: Vanina Murare y Pablo Russo
Traducción: Karla Astrid Hjelmstrom
Título original: Gjentagelsen(\MY)
© 1997
JVE Psique
Juan Ventura Esquivel
Primera edición: marzo 1997
I.S.B.N. 987–95599–6–7
HECHO EN LA ARGENTINA
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Todos los derechos reservados.
Prohibida su reproducción, total o parcial,
por cualquier medio que fuere.
Prefacio
S0REN kierkegaard
(1813–1855), nacido en Conpenhague, estudiante de teología en su ciudad
natal, de filosofía en Berlín con Scheling entre 1841 y 1842; escritor,
polemista, de existencia agónica —en el sentido de Unamuno—, es hoy día
considerado como el fundador de la filosofía existencial. La vigencia de su
figura y de su pensamiento es, en todo caso, mucho mayor de lo que fue en su
propia época. El pensamiento de Kierkegaard —que debería ser considerado
siempre en estrecha unión con sus experiencias vitales— es, en efecto, en gran
medida un pensamiento anticipador de los temas de nuestra época.
Kierkegaard polemiza continuamente contra las
pretensiones a la vez sistemáticas y racionalistas de aquella filosofía que se
le aparece como la negación pura y simple de todo lo existencial: la filosofía
de Hegel. Contra el sistema, afirma la distinción, la separación, el abismo.
Contra la razón, la existencia. Contra la continuidad, la ruptura. Contra la
tranquilidad, la desazón, la angustia.
La identificación del ser con el pensar, la
definición por puras esencias son lo superficial, lo engañoso, lo inconsistente
frente al carácter pleno, concreto y subjetivo radical de la existencia humana,
que es siempre no sólo objeto, sino especialmente sujeto de la filosofía. La
abstracción que la filosofía presenta en su universalidad y objetividad como la
imagen de la realidad suma, no es más que la parte periférica de la existencia
humana, la cual no consiste en el conocer sino en el existir.
El hombre sabe que su ser es existir, y sabe,
además, que este existir es temor y temblor, desesperación y angustia. El
hombre sabe que vive en el pecado, y que su ser —y aun su «genialidad»— es el
pecado. Sabe, en suma, que está suspendido continuamente en la nada. Sabe todo
esto, pero se lo oculta a sí mismo porque pretende llevar una vida sapiente y
objetiva, porque tiene la ilusión de poder vivir en el estadio «estético»,
porque aspira a la felicidad, a la endemonia. Semejante aspiración no es, según
Kierkegaard, una manifestación del fondo de la existencia; por el contrario, es
una manifestación del horror que siente esta existencia hacia su propio vacío.
Para colmar este vacío el hombre se oculta. Pretende ignorar que el existir no
puede reducirse a ninguna esencia, que la verdad radica
en la subjetividad. Pretende, en suma, ignorar el decisivo y tremendo carácter
«decisivo» de la existencia. Pues la existencia es una elección.
El hombre aparece ante Kierkegaard
como algo muy diferente a un ente de razón, una naturaleza que piensa. El
hombre, una vez más, es un «existente» y, en rigor, «este existente». Esta
existencia es la que le permite ser automáticamente, lo que le permite llevar
—por doloroso que ello sea— una vida humana y no una vida racional o «social».
Lo que se elige no es una cosa, ni una esencia: lo
que se elige es la libertad.
Si el hombre deja de elegir, o bien si la elección
se inclina hacia lo «estético» (y ambas cosas pueden, en el fondo, reducirse a
lo mismo), habrá perdido lo único que es. El hombre, al elegir, se elige a sí
mismo, y con la elección absoluta de sí mismo pone la absoluta diferencia.
Su doctrina del pecado, del temor y del temblor, de
la desesperación, se halla situada en este terreno. Aquí se vence realmente a
la Necesidad. La ética misma queda «suspendida» y desde este instante surge todo
lo que parece anonadar al hombre; la crueldad, lo absurdo, todo lo que la
distracción había conseguido ocultar sale ahora a la superficie. La nada misma
se hace patente.
La esencia de Gentagelsen, de la repetición, la cual
no es la reiteración de los acontecimientos, sino, como dice literalmente
Kierkegaard, la fuente misma de la eternidad.
Por ello el pensamiento de Kierkegaard ha penetrado
en múltiples corrientes y sería, desde luego, muy extenso enunciarlas todas.
* *
*
Obras principales: Om Begrebet Ironi, med hensyn til
Sokrates, 1841 (Del concepto de la ironía, principalmente en Sócrates).
–Enten–Eller, 1843 (O lo uno o lo otro). – Stadie paa Livets Vei, 1845
(Estadios en el camino de la vida). – Frygt og Baeven, 1843 (Temor y temblor).
–Gjentagelsen, 1843 (La repetición). – Begrebet angst, 1844 (El concepto de la
angustia). – Philosophiske Smuler, 1845 (Menudencias filosóficas). –Afsluttende
uvidenskabelig Efterskrift, 1846 (Postescritos incientíficos). – Oejebliket,
1845 (El momento). – Diarios (escritos entre 1833 y 1835)–
SØREN
KIERKEGAARD
La
Repetición
1
«En los árboles silvestres son las flores
las que despiden un aroma delicioso,
en los de cultivo son los frutos, los que
huelen bien».
Flavio Filóstrato el Viejo: Heroica
Todo el mundo sabe que cuando los Eleatas negaron el movimiento,
Diógenes les salió al paso como contrincante. Digo que «les salió al paso»,
pues en realidad Diógenes no pronunció ni una sola palabra en contra de ellos, sino que se contentó
con dar unos paseos por delante de sus mismas narices, con lo que dejaba
suficientemente en claro que los había refutado.[1]
Algo semejante me ha acontecido a mí mismo, por
cuanto hacía ya bastante tiempo que me venía ocupando, especialmente en
determinadas ocasiones, el problema de la posibilidad de la repetición y de su
verdadero significado, si una cosa pierde o gana con repetirse, etcétera, hasta
que un buen día se me ocurrió de repente la idea de preparar mis maletas y
hacer un viaje a Berlín. Puesto que ya has estado allí una vez, me dije para
mis adentros, podrás comprobar ahora si es posible la repetición y qué es lo
que significa.[2] En mi propia casa, y dentro
de las circunstancias habituales, me sentía como estancado en torno a este
problema, que por cierto, dígase lo que se quiera sobre el mismo, llegará a
jugar un papel muy importante en la nueva filosofía. Porque la repetición viene
a expresar de un modo decisivo lo que la reminiscencia representaba para
los griegos. De la misma manera que éstos enseñaban que todo conocimiento era
una reminiscencia,[3] así enseñará también la
nueva filosofía que toda la vida es una repetición. Leibniz ha sido el único
filósofo moderno que lo ha barruntado.[4] Repetición y recuerdo
constituyen el mismo movimiento, pero en sentido contrario. Porque lo que se
recuerda es algo que fue, y en cuanto tal se repite en sentido retroactivo. La
auténtica repetición, suponiendo que sea posible, hace al hombre feliz,
mientras el recuerdo lo hace desgraciado, en el caso, claro está, de que se
conceda tiempo suficiente para vivir y no busque, apenas nacido, un pretexto
para evadirse nuevamente de la vida, el pretexto, por ejemplo, de que ha
olvidado algo.
Un autor ha dicho que el amor–recuerdo es el único
feliz.[5] Esta
afirmación, desde luego, es muy acertada, con la condición de que no se olvide
que es precisamente ese amor el que empieza haciendo la desgracia del hombre.
El amor–repetición es en verdad el único dichoso. Porque no entraña, como el
del recuerdo, la inquietud de la esperanza, ni la angustiosa fascinación del
descubrimiento, ni tampoco la melancolía propia del recuerdo. Lo peculiar del
amor–repetición es la deliciosa seguridad del instante. La esperanza es un
vestido nuevo, flamante, sin ningún pliegue ni arruga, pero del que no puedes
saber, ya que no le has puesto nunca, si te cae o sienta bien. El recuerdo es
un vestido desechado que, por muy bello que sea o te parezca, no te puede caer
bien, pues ya no corresponde a tu estatura. La repetición es un vestido
indestructible que se acomoda perfecta y delicadamente a tu talle, sin
presionarte lo más mínimo y sin que, por otra parte, parezca que llevas encima
como un saco. La esperanza es una encantadora muchacha que, irremisiblemente,
se le escurre a uno entre las manos. El recuerdo es una vieja mujer todavía
hermosa, pero con la que ya no puedes intentar nada en el instante. La
repetición es una esposa amada, de la que nunca jamás llegas a sentir hastío,
porque solamente se cansa uno de lo nuevo, pero no de las cosas antiguas, cuya
presencia constituye una fuente inagotable de placer y felicidad. Claro que
para ser verdaderamente feliz en este último caso, es necesario no dejarse
engañar con la idea fantástica de que la repetición tiene que ofrecerle a uno
algo nuevo, pues entonces le causará hastío.
Para poder esperar y recordar se necesita juventud,
pero quien desea la repetición ha de tener, sobre todo, coraje. El que sólo
desea esperar es un pusilánime, el que no quiere más que recordar es un
voluptuoso, pero el que desea de veras la repetición es un hombre, y un hombre
tanto más profundo cuanto mayor sea la energía que haya puesto en lograr una
idea clara de su significado y trascendencia. En cambio, el que no ha
comprendido que la vida es repetición y que en ésta estriba la belleza de la
misma vida, es un pobre hombre que ya se ha juzgado a sí mismo y que no merece
otra cosa mejor que morirse en el acto, sin necesidad de aguardar a que las
parcas corten el hilo de sus días. Pues la esperanza es un fruto sugestivo que
no sacia, el recuerdo un miserable viático que no alimenta, mas la repetición
es el pan cotidiano que satisface con abundancia y bendición todas nuestras
necesidades. Cuando se ha culminado la navegación por el mar de la vida, deberá
mostrarse si se tienen ánimos para comprender que la vida es una repetición e
igualmente, si se encuentra placer en gozarla en ese sentido. Quien no esté de
vuelta de esa navegación antes de comenzar a vivir, jamás logrará vivir de
veras. Quien esté de vuelta y se sienta hastiado o sencillamente harto, demuestra
bien a las claras que poseía una naturaleza anormal. Por el contrario, el que
elige la repetición, ése vive de veras. No anda, como los niños, a la caza de
las mariposas. Ni tampoco, poniéndose de puntillas, se queda extasiado en la
contemplación de las maravillas del mundo, porque las conoce de sobra. Ni se
está sentado, como una vieja, junto a la rueca en que se tejen los recuerdos.
No, nada de esto; nuestro hombre avanza sereno y sigue su camino, contento con
ejercitar la repetición.
¿Qué sería, al fin de cuentas, la vida si no se
diera ninguna repetición? ¿Quién desearía ser nada más que un tablero en el que
el tiempo iba apuntando a cada instante una breve frase nueva o el historial de
todo el pasado? ¿O ser solamente como un tronco arrastrado por la corriente de
todo lo fugaz y novedoso, que de una manera incesante y blandengue embauca y
debilita al alma humana? El mundo, desde luego, jamás habría empezado a existir
si el Dios del cielo no hubiera deseado la repetición. Porque entonces una de
dos, o Dios había seguido los planes fáciles de la esperanza, o se había
contentado con evocar todas las cosas en su memoria, conservándolas en el
recuerdo. Pero Dios no hizo ni lo uno ni lo otro, por eso hay mundo y subsiste
gracias a que es cabalmente una repetición. La repetición es la realidad y la
seriedad de la existencia. El que quiere la repetición ha madurado en la
seriedad. Este es mi firmísimo criterio particular, en virtud del cual opino,
además, que la seriedad de la vida no consiste de ninguna manera en estarse
cómodamente sentado en un sofá y escarbarse los dientes con un palillo, al
mismo tiempo que se es, por ejemplo, abogado del Estado; ni tampoco en pasearse
ensimismado por las calles y ser, como ejemplo de otra profesión, jerarquía de
la Iglesia. En este sentido de falta de seriedad en la vida daría lo mismo que
se fuera caballerizo de las cuadras reales. Todas estas cosas son, a mi juicio,
una pura broma, y a veces, en cuanto tal broma, bastante pesada.
El amor–recuerdo es el único feliz, ha dicho un
autor. Por cierto que este autor, en cuanto yo lo conozco, es con frecuencia
bastante insidioso. No porque afirme una cosa y piense otra, sino en cuanto
fuerza el pensamiento hasta el extremo y le confiere una prioridad absoluta, de
tal suerte que si el lector no lo capta con la misma energía, puede comprender
lo dicho en un sentido muy diverso. Esa afirmación suya está hecha de modo que
quien la lee por primera vez se siente fácilmente tentado a considerarla exacta
en su literalidad, olvidando por completo que lo que el autor ha querido
expresar con ella es cabalmente la forma de la más profunda melancolía, hasta
tal punto que tan honda tristeza, concentrada en una sola frase dialéctica, no
ha podido encontrar mejor expresión.
Hace poco más o menos un año que empecé a
interesarme verdaderamente por un joven con el que ya antes me había
relacionado con cierta frecuencia. Siempre me habían atraído, casi seducido, su
bello aspecto exterior y la expresión espiritual de su mirada. El mismo modo
brusco de mover la cabeza y una singular arrogancia en todas sus actitudes me
llevaron al convencimiento de que se trataba de una naturaleza especialmente
profunda y complicada, de la que se podía sacar mucho partido. De otro lado,
una marcada inseguridad en todos sus modales, delataba que el muchacho se
encontraba en esa encantadora edad en la que comienza a anunciarse la madurez
del espíritu, así como en un período mucho más temprano la madurez del cuerpo
se anuncia y manifiesta con los típicos cambios de la voz. Con ayuda de mis
descuidadas y divertidas maneras de hombre habituado a las tertulias de café,
logré hacer que también él se sintiera atraído hacia mí, frecuentara mi trato y
viera en mí un verdadero confidente., Con los mil recursos de mi conversación
lograba fácilmente que la melancolía encerrada en su espíritu se desbordase de
la forma más violenta y apasionada. En este papel de confidente me consideraba
como un Farinelli, que con sus artes arrancaba al enajenado rey del lóbrego
escondrijo de su melancolía.[6] Claro que como mi amigo era
aún joven y flexible, esta operación no exigía por mi parte mayor esfuerzo.
Así estaba nuestra relación cuando el muchacho, hace
de esto aproximadamente un año, según dije antes, se presentó un día en mi casa
totalmente fuera de sí y emocionadísimo. Su actitud era más enérgica que de
ordinario, su aspecto físico todavía más hermoso y sus grandes ojos,
brillantes, querían como salírsele de las órbitas. En una palabra, parecía un
iluminado, transfigurado por la emoción que le dominaba. Cuando me explicó que
estaba enamorado, no pude por menos que pensar que, necesariamente, tenía que
ser muy dichosa la joven que era amada con tanta intensidad y arrebato. Lo de
su enamoramiento, según sus propias palabras, era un hecho bastante antiguo,
pero había creído oportuno no descubrírselo a nadie, ni siquiera a mí mismo.
Ahora, en cambio, ya no había ninguna razón para seguir ocultándolo, puesto que
acababa de conseguir el cumplimiento de sus deseos más ardientes, esto es,
acababa de declararle su amor a la muchacha y había comprobado que ésta le
correspondía con la misma moneda.
Aunque yo, conforme a mis inveterados hábitos, sólo
suelo sentirme inclinado a ser mero espectador de la vida de los demás hombres,
en el caso de este joven no me fue posible en absoluto comportarme de tal
manera. Creo, por más que la idea les parezca a muchos descabellada, que un
joven profundamente enamorado es un espectáculo tan bello que la alegría de
contemplarlo le hace olvidar a uno todas sus dotes de pura observación. Se
puede afirmar, en general, que las emociones profundas de la naturaleza humana
le dejan a uno desarmado para jugar el papel de simple espectador. Solamente se
desea representar este papel en aquellas circunstancias en que tales emociones
son reemplazadas por una cierta vacuidad sentimental, o cuando se disimulan
bajo la capa de la coquetería. Si un hombre, por ejemplo, contemplara como
testigo oculto a otro hombre en el momento en que éste hacía su oración con
todo el fervor de su alma, ¿cómo podría el primero ser tan desnaturalizado que
se sintiese a gusto con el pape! de mero espectador? ¿No sería entonces lo más
humano que también él se sintiera un poco conmovido y absorto por los efluvios
luminosos de la actitud piadosa del orante? Por el contrario, si vamos a la
iglesia y oímos a un sacerdote declamar un sermón bien estudiado, en el que con
insistencia machacona y rebuscada entonación, sin que el auditorio de la
comunidad parroquial se lo pida, no hace más que declarar que lo que predica es
el meollo y expresión de la fe sencilla, algo que no tiene nada que ver con los
afiligranados estilos oratorios, sino algo que él cabalmente ha encontrado en
la oración y que, según sus mismas palabras y sin duda por poderosísimas
razones, en vano fue a buscarlo en la poesía, el arte y la ciencia...;
entonces, desde luego, recurrimos al microscopio sin el menor escrúpulo de
conciencia, procuramos que nuestros oídos no se emboten con semejantes ruidos y
ejercitamos despiadadamente la crítica más severa, sopesando cada sílaba y cada
palabra.
El joven del que os estoy hablando se había
enamorado del modo más íntimo, profundo, hermoso y humilde. Hacía ya muchísimo
tiempo que yo no había experimentado un gozo tan maravilloso como el que me
causaba su contemplación. Porque, la verdad, eso de ser un mero espectador
resulta no pocas veces una cosa bien triste. Le hace a uno tan melancólico como
lo de ser agente de la policía. Y cuando un espectador ha cumplido a fondo su
tarea, se le puede comparar con un policía secreto o un espía al servicio de
los más altos intereses de la nación. El arte del espectador, al fin y a la
postre, no consiste en otra cosa que en descubrir lo que está oculto.
Mi joven amigo me habló de la muchacha de la que se
había enamorado, pero lo hizo sin ninguna verborrea, escuetamente. Su discurso,
en este sentido, no se parecía en nada a esas peroratas insípidas a que nos
tienen acostumbrados los novios, mientras se deshacen en elogios a la amada. No
se daba la menor importancia, como suelen hacerlo muchos mozos presumidos que
pretenden convencernos de que acaban de pescar en sus redes una muchacha
estupenda. Tampoco se mostraba muy seguro de sí mismo o infatuado. Todo esto
demuestra que su amor era puro, sano y, por así decirlo, un amor virgen, completamente
intacto. Me confesó, con una franqueza encantadora, que uno de los motivos de
su visita era la enorme necesidad que había sentido de confiarse a alguien, en
cuya presencia pudiera hablar a sus anchas y en voz alta consigo mismo. Otro de
los motivos, también muy decisivo, era que le había entrado un miedo espantoso
de poder llegar a aburrir a la muchacha si estaba a todas las horas del día con
ella. Más de una vez se había decidido a visitarla en su propia casa e incluso
había estado ya a punto de llamar a su puerta, pero en el último instante
cambiaba de intención y, haciéndose no poca violencia, se volvía sobre sus
pasos.
Después de contarme todas estas cosas, me rogó que
saliéramos juntos a dar un paseo en coche, pues necesitaba expansionarse y
dejar que corriese el tiempo. Accedí muy gustosamente a sus deseos, ya que el
buen muchacho, una vez que se me había confiado con tanta sinceridad, podía y
debía estar completamente seguro de que me tenía a su completa disposición. La
media hora que tardó el coche en venir a buscarnos, la empleé en escribir
algunas cartas de negocios, mientras que a mi amigo, para que no se aburriera,
le invité a que fumase una pipada y hojease en un álbum que había sobre la mesa
de mi despacho. El joven, sin embargo, no tenía ninguna necesidad de semejantes
ocupaciones, por cuanto que estaba demasiado ocupado consigo mismo. No era
capaz de estarse sentado ni siquiera un minuto. Lo único que hacía era recorrer
la habitación grandes pasos, de un lado para otro. Sus andares, sus movimientos
y todos sus gestos eran sumamente elocuentes y expresaban el amor que le ardía
en el pecho como una llama viva. Y este amor que lo devoraba por dentro se
manifestaba de una manera casi visible en toda su figura, algo así como el
racimo de uvas que al término de su sazón se hace transparente y lúcido,
mientras su delicioso jugo se rezuma y filtra a través de las finísimas venas,
o como cuando se rompe la cáscara de otra fruta plenamente madura.
Yo, mientras escribía mis cartas, no dejaba ni un
momento de mirarle de soslayo, casi como si me hubiera enamorado de él. Pues
sin duda ver a un joven en semejante estado puede ser tan seductor y atrayente
como contemplar a una muchacha en flor.
Los amantes recurren con frecuencia a las palabras
de los poetas para expresar de la forma más explosiva y alborozada los dulces
tormentos de su amor. Esto mismo es lo que hacía nuestro joven. Mientras
recorría la estancia de un lado para otro, repetía incesantemente aquella
estrofa de Pablo Móller:[7]
Sentado en el sillón de mi
vejez,
sueño en el amor primaveral
de mi juventud
y siento una íntima nostalgia
hacia ti,
oh luz y sol de las mujeres.
Estos versos, repetidos una y mil veces, le hacían
llorar la lágrima viva, hasta que no pudo resistir más y fue a tumbarse en uno
de los sillones de mi estancia. La escena me causó una impresión enorme. ¡Santo
Dios —pensé y exclamé para mis adentros—jamás en toda mi vida me he tropezado
con un caso de semejante melancolía! Yo, desde luego, sabía muy bien que se
trataba de un temperamento melancólico, pero lo que no podía ni siquiera
sospechar era que precisamente la pasión de su enamoramiento le iba a producir
un efecto de este tipo. Claro que también se puede afirmar que hay mucha lógica
en todo estado de alma Incluso cuando es anormal, si se desarrolla normalmente
según la propia personalidad de cada uno. La gente les suele aconsejar con
mucho énfasis a los melancólicos que se echen novia, como si con ello se
curasen de raíz todos sus males. Pero yo me pregunto, si un determinado
individuo es realmente de temperamento melancólico, ¿cómo podrá su alma actuar
sin melancolía cuando está cabalmente ocupada con aquello que es lo más
importante de todo en la vida de tal individuo?
Nuestro joven, pues, estaba profunda e íntimamente
enamorado. De esto no podía caber la menor duda. Y, sin embargo, ya en los
primeros días de su enamoramiento se encontraba predispuesto no a vivir su
amor, sino solamente a recordarlo. Lo que quiere decir que, en el fondo, había
agotado ya todas las posibilidades y daba por liquidada la relación con su
novia. En el mismo momento de empezar ha dado un salto tan tremendo que se ha
dejado atrás toda la vida. El que la muchacha muriera de hecho mañana mismo, no
representaría ningún cambio esencial para él, porque seguiría haciendo las
mismas cosas, arrojarse en el sillón, llorar a lágrima viva y repetir
incesantemente los versos del poeta. ¡Qué dialéctica tan extraña! El muchacho
desea con todo su ardor a la joven, tiene que hacerse violencia para no estar a
todas las horas al lado de ella y, no obstante, ya desde el primer momento se
ha convertido en un hombre viejo en lo que concierne a la total relación con su
novia.
Yo pienso que el punto de partida de esta relación
amorosa tuvo que ser, necesariamente, una incomprensión o error fundamental. A
lo largo de toda mi vida pocas cosas me han conmovido e interesado tanto como
este episodio. Era evidente que el muchacho se había puesto ya en el camino de
ser un desgraciado e igualmente, estaba bien claro que la joven correría la
misma oscura suerte, aunque por el momento no se podía prever todavía la forma
concreta de su desgracia. En todo caso una cosa era certísima, a saber, que en
el mundo entero no había otro ser humano en mejores condiciones que nuestro
joven para poder hablar a fondo del amor–recuerdo. La gran ventaja del recuerdo
es que comienza con una pérdida, por eso está tan seguro, pues ya desde el
principio no tiene nada que perder.
Entretanto había llegado nuestro coche. Por la
carretera de la costa[8] nos dirigimos hacia el
norte, hasta internarnos en la zona de los espesos bosques. Una vez que, contra
mi voluntad, había tenido que adoptar una actitud observadora hacia el
muchacho, no me quedaba otro remedio que intentar con toda clase de
experimentos y artimañas, como los pescadores que echan sus redes junto a los
bancos de sardinas, seguir el rumbo de su melancolía. También intenté sacarle
de ésta, pero de nada sirvieron todos los esfuerzos que hice con el fin de
suscitar en él las más varias emociones eróticas. Traté de aprovechar los
maravillosos efectos del paisaje cambiante que íbamos atravesando, pero nada de
esto hacía mella en su ánimo abatido. Ni la furia salvaje del mar, ni la
adormecedora quietud del bosque, ni la sugestiva soledad del atardecer lo
podían liberar de aquel estado de profunda nostalgia melancólica en el que, más
que acercarse a su amada, lo único que hacía era apartarse más y más de ella.
Su error era irremediable. Y este error suyo consistía en creer que ya había
alcanzado el fin sin haber comenzado todavía. Un error semejante constituye,
fatalmente, la ruina del hombre.
Sostengo, no obstante, que su estado de ánimo es
legítimo en cuanto disposición erótica, tan legítimo que quien no haya
experimentado lo mismo cabalmente al comienzo de su enamoramiento, no ha amado
en realidad nunca. Lo malo, por tanto, en el caso de nuestro muchacho no estaba
en que sintiera tal emoción, típicamente erótica, sino en que junto con ella no
tuviera otras disposiciones como recursos defensivos. Porque ese recordar
potenciador es como la expresión eterna del amor en sus comienzos y señal
evidente de amor auténtico.[9] Pero, por otra parte,
también es necesaria una cierta elasticidad irónica para manipular debidamente
el recuerdo. Y esta elasticidad irónica es la que le faltaba por completo al
muchacho, justamente porque era de un talante demasiado blando. Cada uno debe
de hacer verdad en sí mismo el principio de que su vida ya es algo caducado
desde el primer momento en que empieza a vivirla, pero en este caso es
necesario que tenga también la suficiente fuerza vital para matar esa muerte
propia y convertirla en una vida auténtica. En el alborear de la pasión amorosa
luchan entre sí el presente y el futuro con el fin de alcanzar una expresión
eternizadora. Esta forma de recordar es cabalmente la proyección retroactiva de
la eternidad en el presente, en el supuesto de que el recuerdo sea sano.
Después de nuestra frustrada excursión nos volvimos
a casa y me despedí de él sin decir apenas palabra. Sin embargo mi simpatía
hacia el muchacho se había puesto, por así decirlo, al rojo vivo, y había
llegado casi a perder mi control habitual de espectador. Estaba completamente
convencido que muy pronto tendría que ocurrir una tremenda explosión.
Durante los quince días siguientes me volvió a
visitar de vez en cuando. Empezaba a darse cuenta de que había cometido un gran
error y a sentir la sensación de que la adorada muchacha se le estaba
convirtiendo en una carga poco menos que insoportable. Y, no obstante, era su
amada, la única mujer que él había amado hasta la fecha y, seguramente, la
única mujer amada de toda su vida, por muy larga que ésta fuera. Pero, por otro
lado, no la amaba en absoluto, sino que lo único que hacía era suspirar por
ella.
En medio de esta chocante situación emotiva el
muchacho experimentó una curiosa metamorfosis. De repente se despertó en él un
enorme afán de actividad poética, y ésta se desarrollaba en tales proporciones
que yo jamás lo habría podido imaginar. El conocimiento de esta transformación
fue para mí como la clave para descifrar todo el enigma de su intrincada
relación amorosa. La muchacha no era en realidad su amada, sino simplemente la
ocasión que despertó en él la vena de la actividad creadora y lo convirtió en
un poeta. Por esto mismo la amaba, por esto no la podía olvidar mientras
viviese, ni nunca sería capaz de amar a otra mujer. Claro que, como hemos
dicho, todo esto no significa que la amara, ya que solamente seguía suspirando
por ella, como consumido por su nostalgia. La joven había penetrado e
impregnado todo su ser, de suerte que el recuerdo de ella permanecería siempre
vivo en su memoria, eternamente fresco. Ella lo había sido todo para él, porque
lo había transformado en poeta. Pero con esto la joven había firmado también la
sentencia de la pena de muerte para el pobre muchacho.
A medida que transcurría el tiempo se fue haciendo
su situación cada vez más penosa y atormentada. Su melancolía lo dominaba cada
día con mayor intensidad y sus fuerzas físicas se iban agotando a causa de la
terrible lucha que sostenía su alma. Comprendía que había hecho desgraciada a
la muchacha, pero no por eso se sentía culpable, sino completamente inocente.
El hecho, sin embargo, de haber causado la desgracia de la muchacha de una
manera completamente inocente era lo que más le alarmaba, llenándole de desazón
y poniendo sus pasiones en movimiento salvaje. Confesarle a ella lisa y
llanamente todo lo sucedido, los motivos y la manera adecuada de entenderlo, le
parecía a él que sólo serviría para mortificarla todavía más e incluso
destrozarla por completo. Porque equivaldría a decirle que ella era de
naturaleza inferior, que no se acomodaba en nada a la suya, y que, en
consecuencia, ya no la necesitaba para nada, pues solamente había sido para él
un motivo de inspiración que le había lanzado por unos derroteros muy
distintos. ¿Cuál sería, en definitiva, el resultado de una tal confesión? Que
la pobre muchacha, una vez que estaba convencida de que el joven no amaría
jamás a otra mujer, no tenía más remedio que considerarse ya como su
desconsolada viuda, sin más ideal en su vida que el de recordarle a cada
instante, siempre pensando en aquella extraña relación que existió entre ambos.
No, el muchacho no le podía confesar ni explicar
nada a la joven. Se lo impedía un cierto orgullo, algo así como una mezcla de
amor propio y de temor a la misma joven, a sus posibles reacciones
aniquiladoras. Esto le hacía empecinarse todavía más en su melancolía, hasta
que al fin se decidió a continuar el engaño y empleaba todas las dotes de su
genio poético en alegrar y divertir a la muchacha. Su genio poético, por
cierto, podía haber servido para aliviar a muchísimos otros seres humanos, pero
él todo se lo destinaba exclusivamente a ella. La joven, pues, era y seguiría
siendo su amada y la única mujer adorada por él en el mundo entero y mientras
viviese, aunque esto le ponía al borde de perder la razón, angustiado con la
idea de la tremenda falsedad que no servía sino para cautivar aún más
íntimamente a la pobre muchacha. La existencia o no–existencia de ésta no
tenía, en cierto sentido, ninguna importancia real para él. Su melancolía sólo
encontraba gozo en hacer que la vida fuera para ella un hechizo y un
encantamiento. En tal situación es bien comprensible que la joven se sintiera a
las mil maravillas, pues no sospechaba para nada lo que en realidad estaba
sucediendo y, por otra parte, el alimento que se le suministraba no podía ser
más apetitoso. Él tampoco deseaba de verdad crear nada poéticamente, en el
sentido riguroso de esta expresión, pues en tal caso la habría abandonado en un
principio. Por eso prefirió, como él mismo solía decir, mantener bajo el
control de la podadera los impulsos de su estro poético, y de esa manera, con
las flores que cortaba, ir haciendo algunos ramilletes para ofrecérselos sólo a
ella. La joven, como queda dicho, no sospechaba lo más mínimo. De esto estoy
completamente seguro. Sería, además, una cosa repelente hasta más no poder que
una joven estuviera tan dominada por el amor propio que tomase a broma,
profanándola, la melancolía de un hombre. No es, sin embargo, la primera vez
que esto ocurre. Yo mismo estuve en cierta ocasión a punto de descubrir una
relación de este tipo. También es cierto que no hay nada tan tentador para una
joven como eso de ser amada por un hombre de naturaleza poético-melancólica. Y
cuando una joven ha encontrado un hombre así y es lo bastante orgullosa y
egoísta como para imaginarse que lo ama fielmente por el hecho de que se agarra
a él como a un clavo, en vez de abandonarlo y dejarle que siga solo su camino
de oscura melancolía, entonces se puede decir que semejante joven ha encontrado
también una tarea bien fácil en la vida. Porque, por un lado, puede sentirse
con la conciencia bien tranquila y gozar una fama estupenda, puesto que lo ama
con tanta fidelidad. Y, por otro lado, saborea la más fina y delicada
destilación de los amores. ¡Que Dios nos libre de llegar a ser la presa de una
fidelidad tan grande!
Un día llegó a mi casa sobresaltado. Su sombría
pasión le tenía ya dominado por completo. De la manera más furiosa empezó a
echar maldiciones de la existencia, de su amor y de la muchacha amada. Me dijo
que no le volvería a ver más en mi casa. El muchacho, probablemente, no podía
perdonarse a sí mismo el haber confesado a un tercero que la joven se le había
convertido en una carga insoportable. Con ello lo había echado todo a perder,
incluso aquella primera alegría que le proporcionó el proyecto de fomentar y
mantener muy alto el orgullo de la joven, haciendo de ella como una diosa. Yo
creo que me había tomado hasta odio. Cuando me divisaba por las calles, daba un
rodeo para no tener que cruzarse conmigo. Si nos encontrábamos de improviso en
algún lugar, no me dirigía nunca la palabra y se esforzaba en mostrarse sereno
y contento. Yo estaba dispuesto a espiar todos sus pasos más de cerca y con
este fin había ya trabado algunos contactos con aquellas personas subalternas
que podían suministrarme alguna información preciosa sobre sus idas y venidas.
Pues en estos casos de melancolía no suele haber mejor fuente de información
que los subalternos o servidores. El melancólico, de ordinario, sólo le confía
sus cuitas a un criado o a una criada. A veces suele tratarse de un viejo
servidor de la casa, que pasa desapercibido por su humildad e insignificancia,
pero que conoce al dedillo todos los secretos de la familia, desde varias
generaciones atrás. En cambio, el melancólico nunca suele comunicarse con las
personas de su mismo rango social o cultural. En cierta ocasión conocí a un hipocondríaco
que se las pintaba estupendamente para cruzar como un bailarín por la escena de
la vida, despistando a todo el mundo sobre su verdadera personalidad, incluso a
mí mismo, tan ducho en estos asuntos. Pero un buen día, gracias a un humilde
barbero, pude enterarme de su auténtica trayectoria vital. Nuestro barbero era
un hombre entrado en años y de muy pocos recursos económicos, por lo que no
tenía otro remedio que atender él solo a su clientela. El aludido
hipocondríaco, compadecido de la precaria situación económica del barbero, le
contó a éste con todo detalle lo mucho que sufría a causa de la melancolía, con
lo que el pobre barbero, mientras atendía a su atormentado cliente, se enteró
de lo que los demás ni siquiera barruntábamos.
El muchacho, sin embargo, me evitó la molestia de
tener que espiarlo valiéndome de aquellas personas que, de una u otra manera,
estaban a su servicio. Porque otro de aquellos mismos días se presentó de nuevo
en mi casa, aunque jurando y perjurando de entrada que nunca jamás volvería a
pisar en ella. Esta vez, desde luego, dijo la verdad, pues jamás volví a verlo
en mi domicilio. Me propuso, en cambio, que en adelante nos viéramos en lugares
solitarios y a una hora determinada. Como es de suponer acepté la propuesta con
mucho gusto y con tal fin compré dos licencias de pesca para los cotos de
Stadsgraven.[10] Allí nos reuníamos al filo
del amanecer, a esa hora en la que el día lucha con la noche y en la que,
incluso a la mitad del estío, una brisa helada taladra toda la naturaleza.
Allí, al lado de los canales de los fosos de la ciudadela, permanecíamos juntos
como dos sombras envueltas por el espeso manto de la niebla matinal y la
humedad de la hierba y de los–matorrales, mientras los pájaros huían
despavoridos hacia las lomas cercanas, espantados por los agudos gritos que el
muchacho lanzaba de vez en cuando. Y allí mismo nos separábamos a esa otra hora
en la que el día sale victorioso y todas las criaturas se alegran con la
existencia; a esa hora en la que la muchacha amada, a quien el joven nutría sin
cesar con sus dolores y sus penas, levantaba la cabeza de la almohada y abría
sus hermosos ojos, al mismo tiempo que el dios del profundo sueño, que la había
amparado fielmente durante toda la noche en su tierno lecho, la abandonaba
hasta la noche siguiente; y a esa misma hora en la que el dios de la
duermevela, con sus breves y ligeros sueños, volvía a cerrar suavemente los
dulces párpados de la joven y le contaba cosas que ella no había sospechado
jamás, cosas sugestivas y adormecedoras, narradas con una voz casi
imperceptible, leve como un susurro, tan leve que la muchacha, al despertarse
de nuevo, las había olvidado por completo. Estoy seguro, sin embargo, que por
muchos que fueran los secretos que el dios de los ligeros y cortos sueños le
confiara, la joven no soñó para nada en lo que estaba aconteciendo entre
nosotros dos, su amado y el confidente de éste. ¿Qué milagro, pues, que el
muchacho estuviera pálido como la cera? ¿Y qué tiene también de extraño el
hecho de que yo haya llegado a ser su confidente y el de tantos otros jóvenes
por el estilo?
Volvió a transcurrir un cierto tiempo. Yo sufría
realmente muchísimo, a causa de la simpatía que le había tomado, con este pobre
muchacho que se iba debilitando cada día más. Con todo no me arrepentía lo más
mínimo de participar en sus penas, porque en su típica forma de amar estaba
siempre la idea, al menos ésta, en constante movimiento. Gracias a Dios, sea
dicho entre paréntesis, todavía se ven alguna vez amores de esta clase en la
vida, amores que en vano se buscarían en las novelas u otras historias
semejantes. Solamente en estos casos, cuando se vive el amor como una idea,
tiene aquél sentido. Y se puede afirmar, sin ningún género de dudas, que se
hallan excluidos del reino de la poesía todos aquellos individuos que no estén
íntima y ardientemente convencidos de que la idea es el principio vital en el
amor, hasta tal punto que, en caso necesario, a la idea se le debe ofrecer la
vida e incluso, lo que es mucho más, el amor mismo, y esto por muy
favorablemente que le sonría a uno en la realidad. Cuando, por el contrario, el
amor arranca de la idea, entonces cada movimiento e incluso el más pequeño roce
o impulso tienen un significado auténtico. Porque entonces se verifica lo que
es esencial en el amor, es decir, esa colisión poética que lo caracteriza y que
en verdad puede llegar a ser, según lo que yo sé por experiencia, mucho más
espantosa que la que ahora les estoy describiendo en este libro. Claro que el
que quiere servir a la idea — lo que en el caso del amor tampoco tiene nada que
ver con lo de servir a dos señores— se echa sobre sus hombros una tarea
sumamente difícil, pues ninguna beldad exige cuentas tan exactas como lo hace
la idea, ni el enfado de ninguna muchacha puede abatirle a uno tanto con la
cólera de la idea, la cual es más imposible de olvidar que cualquier otra cosa
de este mundo.
Esta historia resultaría más larga que una novela de
serie si mi propósito fuera describir de un modo exhaustivo la vida emocional
de nuestro joven, tal como yo la llegué a conocer, bastante a fondo por cierto.
Y nada digamos si yo, de una manera poética, me hubiera propuesto incorporar a
la misma una multitud de detalles que no vienen al caso, como, por ejemplo, los
referentes a los salones y al cuarto de estar, a la vestimenta casera y a los
trajes de calle, a los parajes bellos, a toda la parentela y al círculo de
amigos. La verdad es que esta clase de descripciones superficiales me disgusta
sobremanera. Me gusta mucho la lechuga y, en general, las hortalizas, pero
solamente como el cogollo, pues pienso que las hojas exteriores son para los
cerdos. Siempre preferiré, según decía Lessing,[11] el goce de la
concepción a los dolores del parto. Otros, probablemente, serán de otro parecer
y echarán pestes contra lo que acabo de decir. ¡Allá ellos, su parecer y su
réplica me importan un bledo!
El tiempo seguía transcurriendo. Siempre que me era
posible asistía a aquella especie de rito religioso en el que nuestro joven se
ejercitaba al filo del amanecer, con unos gritos tan salvajes que parecía como
si quisiese acumular en sus pulmones aire fresco para todo lo largo de la
jornada, puesto que ésta no la empleaba en otra cosa que en hechizar y embaucar
a la muchacha. Como Prometeo que, encadenado a la roca y mientras el buitre
picoteaba su hígado, cautivaba a los dioses con sus presagios, así nuestro
joven trataba de cautivar y de hecho cautivaba a la amada. Cada día derrochaba
todos sus recursos en esta tarea enorme, pues cada día era para él como el último.
Pero las cosas no podían continuar así. Mordía la cadena que lo tenía atado y
cuanto más espumajeaba su pasión, tanto más dichoso era su canto, más tierno su
discurso y más apretada la cadena. Nuestro joven era totalmente incapaz de
convertir este lamentable equívoco en una relación real, porque esto, según él,
equivaldría a entregar y abandonar a la muchacha en un engaño eterno. Por otra
parte, explicarle a la joven en qué consistía el equívoco, diciéndole
sencillamente que ella no era para él más que la figura o forma sensible de
otra cosa que él mismo andaba buscando con todas las fuerzas de su alma y de su
pensamiento, otra cosa que al principio había creído encontrar encarnada en
ella, esto, pensaba el joven, sería injuriarla aún más, hasta las raíces de su
alma de mujer, al mismo tiempo que era como renunciar cobardemente a su
dignidad de hombre. Y en esto el muchacho tenía razón más que sobrada. Por eso
este segundo procedimiento le inspiraba el mayor desprecio, pues lo creía el
más indigno y demoledor de todos. Es despreciable, desde luego, engañar y
seducir a una joven, pero mucho más despreciable es abandonarla de tal manera
que uno no tenga que ser considerado como un pícaro de siete suelas, porque ha
buscado una retirada estupenda, explicándole con mucha suavidad y comedimiento
a la interesada, como para consolarla, que ella no fue otra cosa que el ideal y
la musa inolvidable de la propia inspiración poética. Semejante conducta es
fácil cuando se tiene alguna práctica en el arte de encantar a las muchachas
con una conversación florida e interesante. Así, en caso de necesidad, cuando
uno de estos engatusadores desea desentenderse de una joven, la convence en
seguida y ella misma se siente un poco orgullosa dejándole marchar tan
bonitamente, como si fuera todo un caballero y, por añadidura, una persona
encantadora y amable. Claro que la muchacha en cuestión no tarda tampoco apenas
nada en sentirse realmente más ofendida que la que se sabe engañada
desde el principio. De ahí que en toda relación amorosa que llega a un punto
muerto, la peor ofensa sea la delicadeza. El que tiene idea de lo erótico y,
por otra parte, no es un cobarde, sabe muy bien que ser indelicado es el único
medio que le queda de respetar a la muchacha de la que se separa.
Para poner fin a los tormentos de mi joven amigo le
propuse con el mayor encarecimiento que se arriesgara a tomar una decisión
extrema. Se trataba sencillamente de encontrar un punto de equilibrio y paridad
entre los dos jóvenes. Con este fin le dije, empleando toda la autoridad que
creía tener sobre él: «¡Eh, muchacho, rompe este intrincado nudo y aniquila
todo lo que sea necesario! ¡Conviértete a ti mismo en un ser despreciable, que
sólo encuentra alegría engañando y mistificando! Si lo logras, entonces los dos
estarán en iguales condiciones y en este caso ya no se podrá hablar más de
diferencias de orden estético que te confieran ninguna superioridad sobre ella,
superioridad que los hombres suelen conceder con harta frecuencia a las que
ellos llaman personalidades poco comunes. Entonces será ella la que vence, la
que tiene toda la razón, y tú quedarás desprovisto de todos los derechos. Pero
no emplees esta táctica con demasiada rapidez, pues esto sólo serviría para
encender todavía más el amor que ella siente por tí. Lo primero que tienes que
hacer, en cuanto te sea posible, es mostrarte a sus ojos como un ser más bien
desagradable y un poco repelente. No la contraríes abiertamente, pues con ello
la excitarías, cosa que debes evitar a todo trance. Muéstrate inconstante y
gruñón. Haz un día una cosa y al siguiente otra muy distinta. Pero todo esto
sin el menor apasionamiento y como una pura rutina. Lo que no quiere decir que
te has de mostrar desatento con ella, como si no te importara nada, al revés,
ahora más que nunca has de prestarle una atención exquisita, si bien meramente,
como algo que se hace sólo por oficio, sin poner ninguna interioridad ni
espontaneidad en ello. Sustituye el placentero goce del amor con la aparente
pasión de un semiamor empalagoso e insípido, que no sea indiferencia ni deseo
ardiente. Que toda tu conducta provoque un desagrado parecido al que causa el
espectáculo de un hombre goloso ante una bandeja de pasteles. Sin embargo,
querido amigo, no inicies este plan si no estás completamente convencido de que
tendrás fuerzas suficientes para desarrollarlo hasta el fin, pues de lo
contrario pierdes inútilmente el tiempo y no sacarás ningún provecho. Porque
has de saber que nadie hay tan prudente como una muchacha cuando se trata de
dilucidar la cuestión, tan importante para ella, de si es o no es realmente
amada. En una operación de éstas no es nada fácil emplear el bisturí, un
instrumento que por cierto les exige muchas horas de práctica a los médicos
para poder llegar a ser buenos cirujanos.[12] Así que cuando inicies el
plan, no tienes más que ponerte otra vez en contacto conmigo y yo me encargaré
del resto. Entonces dejas correr el rumor de que tienes una aventura amorosa
con otra joven, precisamente de las del montón, vulgar y prosaica hasta más no
poder, pues de lo contrario no harías más que estimular y enardecer a la amada.
Yo sé muy bien que semejante idea te repugna y que jamás la habrías concebido
por tí mismo. Pero no te apures, los dos seguiremos firmemente convencidos de
que ella es la única mujer que tú amas, aunque te sea imposible hacer realidad
este amor puramente poético. El rumor, por su parte, no ha de carecer de
fundamento. Yo mismo, como le he dicho, me encargaré de este asunto. Elegiré
una muchacha en la ciudad y concretaré con ella, en una conversación previa, lo
que más convenga».
No fue solamente la consideración y el interés por
mi joven amigo lo que me movió a elegir este plan y, en cuanto estuviera de mi
parte, ponerlo en práctica. He de confesar también que desde un cierto tiempo
atrás había empezado a mirar con malos ojos a su amada. ¿Cómo explicar, me
preguntaba a mí mismo, que la joven no se diera cuenta de lo que en realidad
estaba pasando? ¿Cómo era posible que no sospechara nada de los enormes
sufrimientos del muchacho y desconociera los motivos de los mismos? Y si de
hecho conocía estos sufrimientos y lo que los motivaba, ¿por qué no intentaba
ni hacía nada para salvarlo? Lo único que el joven necesitaba era la libertad y
ésta se la podía conceder muy bien la muchacha, dejándole que siguiera solo su
camino y sin preocuparse del pasado. La libertad era cabalmente lo único que
podía salvarlo, con la condición>de que fuera ella la que se la diese.
Porque de esta manera se volvía a mostrar superior a él, gracias a su prueba de
magnanimidad, y no tenía por qué considerarse ofendida.
A una joven puedo perdonárselo todo, todo menos una
cosa, absolutamente
imperdonable. A saber, que precisamente en su amor se equivoque y no realice la
tarea y el deber supremo del amor. Cuando una joven no se sacrifica en el amor
es porque no es mujer, sino más bien un hombre. Y en este caso siempre será
para mí un placer inmenso verla convertida en víctima de la venganza o del
ridículo. ¡Ah, qué materia tan magnífica para un poeta cómico! Este poeta,
después de habernos descrito cómo semejante tipo de amante con la más ardorosa
pasión le había chupado la sangre al hombre adorado, hasta que éste, aburrido y
desesperado, no tuvo más remedio que romper con ella, nos la podía representar
muy bien haciendo el papel de una nueva Elvira; una Elvira que llena de empuje
y bravura se presentaba ante sus parientes y amigos compadecidos; una Elvira
que llevaba la voz cantante en el coro de las engañadas; una Elvira que podía
declamar con toda su energía y su énfasis contra la infidelidad masculina,
infidelidad que sin lugar a dudas le costaría la vida; una Elvira, finalmente,
que con el mayor aplomo y seguridad proclamaba todas estas villanías a los
cuatro vientos, sin pararse a pensar ni siquiera un segundo que su fidelidad
era justamente la que estaba mejor calculada para acabar con la vida del hombre
así amado.[13] Grande e impresionante,
desde luego, es la fidelidad femenina, especialmente cuando uno no se interesa
ya nada por tal fidelidad. Siempre será, hasta el final de los tiempos, algo
insondable e incomprensible. La descripción del poeta podía alcanzar su punto
culminante, en una escena de verdadera maravilla, si hacía que el amante de
esta nueva Elvira, a pesar de toda su desgracia y miseria, conservara el
suficiente humor para no decir ni una sola palabra fuera de tono o la más
mínima réplica de cólera contra ella, contentándose con una forma de venganza
más substancial, esto es, seguir despistándola y afianzándola en la idea que
ella se había hecho de que la engañaba vergonzosamente.
Si el descrito fuera realmente el caso de la
muchacha en cuestión, puede estar segura, se lo prometo, que la venganza hará
estragos con ella, y esto sin usar otros recursos que los del arte. A
condición, claro está, de que el joven estuviera dispuesto también a ejecutar
este segundo plan correspondiente. Él siempre piensa, con toda la sinceridad de
su alma, que hace las cosas lo mejor que puede. Ahora bien, con esta honradez
suya yo podría, manejándola artísticamente, conseguir que la muchacha sufriera,
si es una egoísta del tipo aludido, el más terrible de los castigos. Y lo mismo
digamos de ese modo tan solícito con que la trata desde el punto de vista
erótico. Este tratamiento, bien dirigido, podría constituir para ella de hecho
el más duro golpe asestado a su amor propio.
El muchacho, por lo pronto, aprobó sin la menor
reserva mi primitivo plan. En una tienda de modas de la ciudad encontré a la
joven que iba buscando, verdaderamente hermosa y que, después de prometerle yo
que le suministraría todo lo que necesitase en el futuro, se avino sin otras
dificultades a secundar nuestro plan. Mi amigo debería mostrarse con ella en
público, en los lugares más concurridos, y de vez en cuando irla a visitaren su
propio domicilio, a unas horas muy concretas, de suerte que no hubiese duda de
que estaban liados. Con este fin le logré a la modistilla un piso en un
edificio que tenía entrada, mediante un pasadizo, por las dos calles paralelas.
De esta suerte el muchacho no necesitaba más que cruzar el pasadizo un poco
entrada la noche, para que todas las criadas y comadres de la vecindad se
enteraran de la nueva aventura y la propalasen por toda la ciudad. Como si esto
fuera poco, procuré por otros medios que la muchacha amada tuviera un conocimiento
más exacto de las nuevas relaciones del joven. La modistilla no estaba nada
mal, pero con todos los rumores que corrían no le dejaban en muy buen lugar,
por lo cual la muchacha amada, sin necesidad de sentirse celosa, no podía por
menos de sorprenderse de que el mozo prefiriese a la otra. Si mi propósito
hubiera sido espiar precisamente a la muchacha, no cabe duda de que tendría que
haber elegido otra modistilla un poco diferente. Pero como yo, al fin de
cuentas, no sabía nada concreto de las correrías de la modistilla y, por otra
parte, no tenía la menor intención de crearle más líos al pobre muchacho, por
eso mismo elegí a la que primero encontré, interesado solamente en que el joven
alcanzase por este método el fin del plan propuesto.
La modistilla fue contratada por un año. Todo este
tiempo debía durar la relación con ella para despistar completamente a la otra.
El joven, por su parte, debía tratar a lo largo de este año de terminar para
siempre con su existencia–de–poeta. Si lo lograba, entonces no solamente se
podía hablar, sino incluso intentar de hecho una redintegratio in statum
pristinum.[14] La joven,
además, había tenido durante todo el año anterior, cosa que merece señalarse
como muy importante, la oportunidad de liberarse y dejar las relaciones con el
muchacho. Éste, por su parte, le había indicado con una claridad que no dejaba
lugar a dudas, cuál sería el resultado de tal decisión. Si ahora resultaba, en
el caso de que llegara el instante de la repetición, que ella se sentía cansada
y no deseaba hablar más del asunto, el joven no tendría nada que echarse en
cara, pues había obrado honrada y generosamente.
Todas las cosas, pues, estaban preparadas y
perfectamente en orden para iniciar la operación. Yo tenía, según suele
decirse, los hilos en las manos y esperaba con una impaciencia insólita el
desenlace de los acontecimientos previstos. Pero hete aquí que en este preciso
momento, como si se lo hubiera tragado la tierra, el muchacho desapareció y no
volví a verlo nunca más. Evidentemente le habían faltado ánimos para poner el
plan en práctica. Su alma carecía de la elasticidad de la ironía. No tenía
fuerzas suficientes para pronunciar el voto secreto de la ironía, ni tampoco
las tenía para mantenerlo. Ahora bien, sólo el que guarda silencio podrá llegar
a ser algo en la vida. Solamente es un hombre el que es capaz de amar de verdad
y realmente. Y solamente es artista quien puede expresar su amor de una manera
arbitraria y caprichosa. Hasta cierto punto casi se puede afirmar que lo mejor
que pudo hacer nuestro joven fue no comenzar la operación planeada, pues a
duras penas había soportado los horrores de la aventura. Ya desde un principio
me había yo sentido un poco escéptico en este aspecto, en cuanto verifiqué la
necesidad que tenía de un confidente. El que sabe callar, descubre un alfabeto
no menos rico que el de las lenguas al uso. En su misteriosa jerga es capaz de
expresarlo todo. Porque con ella siempre dispone del recurso de una cierta
sonrisa que corresponde de maravilla al suspiro más hondo de un corazón, o de
una argucia humorística que excite todavía más las encendidas y reiteradas
súplicas, compensándolas con creces. Un tal sujeto vivirá seguramente algunos
momentos en los que se sentirá como loco. Sin embargo, por muy terribles que
sean para él estos momentos, sólo serán eso, unos momentos pasajeros. Algo
parecido a lo que sucede con la fiebre que se experimenta a veces entre las
once y media y las doce de la noche, que pasa muy pronto y ya a la una de la
madrugada nos encontramos con más ganas de trabajar que nunca. Quien sea capaz
de aguantar los ramalazos de esta típica locura, ése está a punto de lograr la
victoria.
Si me he demorado tanto en la descripción meticulosa
de lo que precede, lo he hecho con el único fin de mostrar que es cabalmente el
amor–recuerdo el que hace al hombre desgraciado. Mi joven amigo no comprendía
la repetición, no creía en ella ni la quería con verdadero coraje. Lo más
triste de su historia consistía en que en realidad amaba a la muchacha, pero
para realizar de veras este amor tenía que salir primeramente de aquel
laberinto poético en el que se había metido. Podía haberle confesado que estaba
irremediablemente dominado por el entusiasmo de la poesía, pues una confesión
de este tipo suele ser un medio generalmente admitido como bueno y digno para
desentenderse de una joven. Pero el muchacho no quería por nada del mundo
recurrir a tal medio, pues lo juzgaba, cosa en que yo le daba toda la razón,
injusto e indigno de un hombre. De esta manera, en efecto, le habría cortado a
ella la posibilidad de seguir creyendo que vivía bajo sus propios auspicios.
Además, al liberarse de ella de ese modo, podría suceder que la desdichada
joven le hiciese objeto de un desprecio absoluto y él, personalmente, se
sintiera presa de un miedo y una angustia invencibles por no poder ya nunca
jamás recuperar lo perdido.
¡Ay, de cuántas cosas habría sido capaz nuestro
muchacho si hubiera creído en la repetición! ¡Qué interioridad tan grande no
podría haber alcanzado en la vida!
Con esto he adelantado acontecimientos que por el
momento, lo digo sinceramente, no hubiera deseado descubrir. Mi intención era
describir solamente aquellos primeros momentos en que empezó a mostrarse bien a
las claras que nuestro joven se había convertido, en el sentido pleno de la
acepción, en el caballero atormentado del amor–recuerdo, el único feliz. Ruego
al lector que me permita evocar otra vez aquel instante en el que el joven,
ebrio de recuerdos, entró en mi habitación y dejó que su corazón se desbordara
en aquellos versos de Pablo Móller, mientras me confesaba que se tenía que
hacer una violencia enorme para no estar a todas horas junto a la amada. Estos
mismos versos los repitió la tarde aquella en que nos separamos para siempre.
Jamás lo podré olvidar. El recuerdo de la desaparición súbita podrá muy bien
borrarse en mi memoria, pero nunca jamás el de aquel instante último en que
estuvimos juntos. Igualmente puedo afirmar que las noticias de su marcha
precipitada me angustiaron mucho menos que la situación tensa de aquel último
instante. Mi naturaleza, en definitiva, está así hecha. En el primer temblor
estremecido del presentimiento mi alma intuye y traspasa todas las
consecuencias, las cuales de ordinario necesitan no poco tiempo para
manifestarse en la realidad como hechos consumados. La concentración del
presentimiento nunca se olvida. Así creo que ha de estar dotado, por la misma
naturaleza, todo el que se precie de observador. Claro que quien está dotado y
constituido de esta forma no puede por menos que sufrir muchísimo. Porque en el
primer momento de pálido desfallecimiento acaba de fecundarle la idea, y en
adelante su relación con la realidad es necesariamente observadora e
inquisitiva. Para esta observación profunda es completamente inepto todo hombre
que no posea esta peculiaridad femenina gracias a la cual pueda la idea entrar
en la debida relación con él, relación que siempre será como una cópula. Y la
razón es muy sencilla, pues quien no descubre de golpe la totalidad, no
descubre propiamente nada.
Cuando nos separamos aquella tarde y el muchacho,
una vez más, volvió a darme las gracias por lo mucho le había ayudado a pasar
el tiempo —que siempre era para él demasiado lento a causa de su incurable
impaciencia—, me hice a mí mismo las siguientes preguntas. ¿Se habrá sentido
quizá tan comunicativo que haya contado todo a la muchacha, que entonces le
amaría aún más profundamente? ¿Habrá hecho semejante cosa? Si se hubiera
aconsejado conmigo sobre este particular, yo le habría dicho que no lo hiciera
por nada del mundo, que se «mantuviera tieso al principio, pues en el aspecto
puramente erótico es siempre lo más prudente, al menos cuando no se posee la
seriedad de espíritu capaz de dirigir nuestros pensamientos hacia metas más
altas». En fin, no sé si ha hablado o no a la muchacha en los términos
aludidos, pero si lo ha hecho no ha obrado con paciencia.
El que haya tenido ocasión de observar a las
muchachas y podido captar sus conversaciones, habrá oído no pocos estribillos
del siguiente tenor: «¡Sabes, Fulano es un buen muchacho, pero es más aburrido
que una ostra! ¡Zutano, en cambio, es la mar de interesante, si oyeras las
cosas que dice, tan escabrosas!». Cada vez que escucho estas palabras en los
labios de una tierna doncella, siento ganas de espetarle a ella misma en la
cara: ¡Vergüenza te debiera dar, mocosilla! ¿No piensas acaso que es una
verdadera pena que una jovencita como tú se exprese de semejante modo?». Desde
luego, una pena muy grande y, en cierto sentido, una culpa. Porque si un hombre
se ha extraviado en el terreno de lo interesante, ¿quién lo podrá salvar si no
es justamente una muchacha? La culpa es todavía mucho más grave si la joven se
atreve a tomarle a un hombre la delantera en ese mismo terreno. Pues una de
dos: o el hombre está comprometido y no puede aceptar tal cosa, y entonces es
una indelicadeza enorme el exigíaselo; o no le ata compromiso alguno y
entonces... Una joven debe ser muy precavida en este terreno y no fomentar
jamás lo que se dice interesante. La que lo hace, mirando las cosas según la
idea, siempre sale perdiendo, ya que lo interesante no se repite nunca. La que
no lo hace, triunfa entre todas.
Hace ahora unos seis años que me encontraba yo de
viaje a unas ocho millas[15] de la capital, por las
tierras del interior de nuestra hermosa comarca. En un pequeño reservado de una
de las fondas del camino me acababan de servir una suculenta y abundante
comida, rociada con los mejores vinos. He de confesar que me sentía un poco
alegre a la hora de tomar el café. Precisamente en el momento en que tenía la
taza entre mis manos y me estaba deleitando a mis anchas con su delicioso
aroma, veo pasar por delante de la ventana a una linda jovencita, ágil y
encantadora, que se dirigía hacia el gran patio interior de la posada, de lo
que deduje que iba a solazarse en el bello jardín posterior, muy bien cuidado y
que en declive se perdía entre los canales que lo separaban del espeso bosque.
Sentí que la sangre me ardía en las venas, pues, ¡qué caramba, uno es todavía
joven y le gustan las muchachas! De un sorbo tomé todo el café, encendí un buen
cigarro puro y me dispuse sin más a seguir los guiños sugestivos del destino y
los pasos de la linda jovencita. Pero, ¡sorpresa!, en ese mismo instante llaman
con unos suaves golpecitos a la puerta de mi reservado y veo entrar, tranquila
y decidida, a la joven que me tenía electrizado. Lo primero que hizo fue
saludarme con una graciosa inclinación de cabeza y con las mismas me preguntó
si era mío el carruaje aparcado en el patio central y si pensaba volverme a
Copenhague una vez comido. En este caso, dijo, me quedaría muy agradecida si le
permitía hacer el viaje conmigo. La manera recatada y digna, completamente
femenina, con que me saludó y rogó que la llevara a la ciudad en mi coche, fue
más que suficiente para que se borraran como por ensalmo en mi mente todos los
proyectos que acababa de hacerme en la dirección de lo interesante y lúbrico. A
pesar de que, ¿no me lo negarán?, infinitamente más interesante que encontrarse
con una joven en un jardín es tener que viajar solo con ella un trayecto de
ocho millas en el propio coche y sin más testigos que el cochero y el criado
fidelísimos. La verdad que esto es como tenerla por completo a merced de uno
mismo. Sin embargo, estoy totalmente convencido de que ni siquiera otro hombre
de carácter más ligero que el mío se habría sentido tentado lo más mínimo en
semejantes circunstancias. Aquella confianza con la que ella se había entregado
en mi poder era una defensa mucho mejor que toda la prudencia y artimañas
femeninas. Así que hicimos el viaje junto. No hubiera viajado más segura ni con
su propio padre o uno de sus hermanos. Me mantuve silencioso y reservado
durante todo el trayecto. Solamente me mostraba solícito cuando ella hacía
alguna advertencia o me preguntaba una cosa. Di órdenes a mi cochero para que
azuzase a los caballos, de suerte que el viaje durase lo menos posible. En las
paradas consabidas nos deteníamos no más de cinco minutos, lo estrictamente
necesario. Yo descendía el primero y, con el sombrero en la mano, le preguntaba
si deseaba tomar un refresco o cualquier otra cosa que le apeteciese. Mi criado
se hallaba a mi vera, un poco más atrás y también con el sombrero quitado.
Cuando estábamos llegando la ciudad, le dije al cochero que desviara un poco la
ruta y continuara por una de las carreteras secundarias. Aquí me bajé yo del
coche y, solitario, me fui caminando poco a poco la media milla que quedaba
para llegar Copenhague. Lo hice con el fin de que ningún encuentro imprevisto o
cosa semejante pudiera causar molestias a la joven. Ni entonces ni nunca
después he hecho nada para enterarme de quién era, dónde vivía o cuál había
sido el motivo de su repentino viaje. Su recuerdo, no obstante, es una de las
cosas más agradables que conservo en mi memoria, recuerdo que siempre he
procurado mantener intacto y puro, sin mancharlo ni siquiera con el más leve
detalle o noticia adquiridos por la curiosidad más inocente.
La muchacha que busca lo interesante se echa el lazo
a sí misma. La que no lo busca, ésa cree en la repetición. ¡Honra y honor a
aquellas jóvenes que desde el principio fueron así! ¡Y también para aquellas
que lo llegaron a ser con el tiempo!
Es necesario que repita sin cesar que todas las
cosas que estoy diciendo, las digo cabalmente a propósito de la repetición, no
como puras digresiones. La repetición es la nueva categoría que es preciso
descubrir. Cuando se tiene conocimiento de la moderna filosofía y no se
desconoce totalmente la griega, se comprende con facilidad cómo esta categoría
viene a aclarar exactamente la relación entre los Eleatas y Heráclito, y cómo
la repetición es propiamente lo que por error ha dado en llamarse mediación.[16] Es increíble
que en el sistema hegeliano se haya hecho tanto ruido en torno a la mediación y
que, bajo esa misma enseña, gocen de honor y gloria las chácharas descabelladas
del inmenso coro de sus prosélitos. Mucho mejor hubiera sido repensar a fondo
lo que significa esa palabra y de este modo hacerles un poco de justicia a los
griegos. Porque el desarrollo que hicieron los griegos de la doctrina del ser y
de la nada, de la doctrina del instante y del no–ser,[17] etc., pone fuera
de juego a Hegel, dándole, si se me permite la expresión, jaque mate. La
palabra mediación es un término extranjero, repetición[18] es una buena palabra
danesa y no puedo por menos que felicitar al idioma danés porque posee tal
término filosófico. En nuestra época no acaba de explicarse cómo se verifica la
mediación, si resulta del movimiento de ambos momentos anteriores o si hay que
presuponerla, y en este caso cómo está ya contenida en ellos o es algo
absolutamente nuevo que viene a incorporárseles, y en este segundo caso cómo se
les incorpora de hecho. En este sentido podemos afirmar que la noción griega de
la kinesis,[19] que corresponde a la categoría
moderna de la transición, merece la máxima atención. La dialéctica de la
repetición es fácil y sencilla. Porque lo que se repite, anteriormente ha sido,
pues de lo contrario no podría repetirse. Ahora bien, cabalmente el hecho de
que lo que se repita sea algo que fue, es lo que confiere a la repetición su
carácter de novedad. Cuando los griegos afirmaban que todo conocimiento era una
reminiscencia, querían decir con ello que toda la existencia, esto es, lo que
ahora existe, había ya sido antes. En cambio, cuando se afirma que la vida es
una repetición, se quiere significar con ello que la existencia, esto es, lo
que ya ha existido, empieza a existir ahora de nuevo. Si no se posee la
categoría del recuerdo o la de la repetición, entonces toda la vida se disuelve
en un estrépito vano y vacío. El recuerdo representa la concepción pagana de la
vida y la repetición es la concepción cristiana.[20] La repetición
es el interesse de la metafísica, pero al mismo tiempo es el interés en
el que la metafísica naufraga. La repetición es la solución de toda concepción
ética; la repetición es la condicióname qua non de todo problema
dogmático.[21]
Cada cual puede juzgar lo que le venga en gana
acerca de lo que acabo de decir sobre la repetición y también puede pensar lo
que quiera de que lo diga precisamente en este libro y de la manera en que lo
hago, hablando, a ejemplo de Hamann, «toda clase de lenguas, lo mismo la de los
sofistas que la de los que solamente emplean juegos de palabras, lo mismo la de
los cretenses que la de los árabes, los blancos, los moros y los criollos; y
mezclando arbitrariamente toda clase de cuestiones, lo mismo de crítica que de
mitología, de hechos y de realidades como de principios; y, finalmente,
argumentando tan pronto de una manera humana como de un modo completamente
excepcional.[22] Por otra parte, pienso que
lo más correcto en mi caso, suponiendo que todo lo dicho no sean puras
mentiras, hubiera sido enviar mis aforismos a uno de esos peritos sistemáticos
que controlan errores y velan por la pureza déla filosofía, sobre todo en el
aspecto formulístico. Entonces, quizá, se habría sacado algo en limpio de estos
mis humildes aforismos; por ejemplo, una mención honorífica en algunos de los
apéndices del sistema. ¡Qué idea tan sublime! ¿Qué más le podía pedir a la
vida, una vez que había llegado a ocupar un puesto de privilegio?
Por lo que se refiere a las innumerables cosas que
puede significar la repetición, diré sencillamente que son tan innumerables que
el que intente registrarlas no debe tener el menor temor a repetirse. El
profesor Ussing, sus buenos tiempos, pronunciaba no pocos discursos en la «Sociedad
del 28 de Mayo»[23]. En cierta
ocasión una de las expresiones de su discurso no agradó nada a la distinguida
concurrencia que le escuchaba. ¿Qué hizo entonces el famoso profesor, que en
aquella época era tan decidido y enérgico? Pues muy sencillo, dio un golpe
sobre la misma mesa de la presidencia y dijo sin inmutarse: « ¡Repito lo
mismo!» En aquella época, pues, el profesor pensaba que sus discursos ganaban
con repetirse.
No hace tampoco muchos años que oí a un sacerdote
repetir la misma plática dos domingos seguidos. Si hubiera sido de la misma
opinión del profesor mencionado, cuando este sacerdote subió al pulpito el
segundo domingo debería haber dado también un fuerte golpe sobre el pequeño
atril e iniciado la plática con las siguientes palabras: «¡Queridos
hermanos..., les repito lo mismo que el domingo anterior!» Pero no lo hizo, ni
tampoco se señaló con ningún otro detalle. No era, desde luego, de la misma
opinión que el profesor Ussing y, ¿quién sabe?, si el propio profesor no ha
cambiado de parecer para estas fechas y se ha arrepentido de haber repetido su
discurso de marras.
En otra ocasión, en una de las grandes fiestas de la
corte, contó la reina una historieta que hizo reír a todos los cortesanos y
demás invitados, incluso a un ministro sordo como una tapia. Cuando se
acallaron las risas, se levantó el buen ministro y les rogó a Sus Majestades la
gracia de poder contar también él una historia graciosísima..., y contó la
misma historia de la reina. ¡Pregunta! ¿Qué idea tenía este ministro del
significado de la repetición?
Y, finalmente, si un maestro de escuela le dice a
uno de sus discípulos: «¡Óyeme bien, Jespersen, es ya la segunda vez que tengo
que repetirte que te estés quieto!»; al mismo tiempo que le pone una mala nota
en su libro escolar al distraído Jespersen por sus repetidas distracciones,
entonces es evidente que el significado de la repetición es completamente
distinto.
Podría traer aquí otros muchos ejemplos como éstos y
explayarme en su explicación, pero prefiero decir unas palabras sobre el viaje
de descubrimiento que hice para comprobar la posibilidad y el significado
verdadero de la repetición. Sin que nadie se enterara, ni siquiera los amigos
más íntimos —con el fin de evitar toda clase de habladurías que pudieran
perturbarme al hacer el experimento y, por otro lado, quitarme posiblemente el
gusto y entusiasmo por la repetición—, tomé el vapor que hace la travesía desde
Copenhague a Stralsund y aquí reservé una plaza para la primera diligencia
hacia Berlín.
Los expertos suelen discutir mucho sobre cuál sea el
asiento más cómodo en las diligencias. Para mí, la verdad, todos son igualmente
detestables. En el viaje anterior había ocupado una plaza en uno de los ángulos
de la parte interior delantera de la diligencia, por cierto la que los
expertos, después de muchas discusiones, consideran con mucho como la mejor,
una verdadera suerte. Pero nada de eso, sino un auténtico martirio. Porque
cuando llegué a Hamburgo, molido por empellones de mis compañeros de viaje
durante nada menos que treinta y seis horas, no sólo había perdido la cabeza.,
sino que tampoco sabía dónde estaban mis piernas. Mis compañeros y yo, en
total seis personas, nos habíamos apelotonado y formado como un solo cuerpo en
el interior de la diligencia, rodando de un lado para otro como un escarabajo a
todo lo largo del trayecto, y durante ese día y medio. Entonces me pude hacer
una idea cabal de lo que se cuenta de los ins de la isla de Mols, que después
de haber estado sentados mucho tiempo en un apiñado grupo, no saben los pobres
qué piernas son las propias y se arman otro lío no menor buscándolas.
Esta segunda vez, con el fin de evitar al menos
llegar a sentirme un simple miembro de un pequeño cuerpo, elegí una de las
plazas de la parte exterior delantera de la diligencia, detrás del postillón.
La cosa, en principio, era bastante diferente, pero pronto volvió a repetirse
todo como la vez anterior. El postillón atronaba los aires con la corneta,
mientras yo cerraba los ojos, me sentía en brazos de la desesperación y pensaba
para mis adentros, como suelo hacerlo siempre que me encuentro en las mismas o
parecidas circunstancias apuradas: «Sólo Dios del cielo sabe si resistirás este
tormento y si podrás llegar hasta Berlín; y en caso de que llegues, sólo Él
sabe si podrás ser hombre de provecho en toda tu vida, convencido y libre en tu
calidad elemental de individuo único, o si no tendrás que conservar, por el
contrario, el recuerdo obsesivo de que no eres más que un simple miembro de un
cuerpo enorme».
Después de todas estas peripecias espantosas llegué,
sano y salvo, a Berlín. Inmediatamente me dirigí a mi antigua posada para
convencerme cuanto antes de la posibilidad y límites de la repetición. A mis
compadecidos y misericordiosos lectores les puedo asegurar que en mi primera
estancia en Berlín tuve la suerte de encontrar un alojamiento agradable y
magnífico. Esto lo puedo asegurar con tanta mayor razón cuanto en mi corta vida
he visto y padecido otros muchos detestables. Mi alojamiento berlinés, por otra
parte, estaba estupendamente situado. La Plaza de los Gendarmes es sin duda una
de las más bellas de la ciudad, con el gran teatro y las dos iglesias que
elevan sus esbeltas torres hacia lo infinito y forman con todo el conjunto un
cuadro maravilloso, especialmente cuando se lo contempla desde una ventana en
las noches claras de luna.[24]
Este último recuerdo fue una de las cosas que más me
animaron a hacer mis maletas y soportar las incomodidades de tan largo viaje.
La posada de que les hablo ocupaba un primer piso. Se subía por una gran
escalera iluminada con luz de gas, se abría una pequeña puerta y se entraba en
la salita o recibidor. A la izquierda una puerta de vidrio que daba al cuarto
de baño. De frente al final del pasillo, un salón más amplio por el que se
cruzaba a otras dos habitaciones totalmente idénticas y amobladas del mismo
modo, de suerte que una parecía el espejo de la otra o ésta vista en un espejo.
La única diferencia consistía en que la habitación del extremo se hallaba
iluminada con mucho gusto y profusión. Sobre la mesa de escritorio destacaba un
candelabro de airosos brazos y frente a la mesa un cómodo sillón de líneas muy
elegantes y guarnecido de terciopelo rojo. La habitación anterior, por el
contrario, no estaba nada iluminada artificialmente. En ella se mezclaban
fantasmagóricamente la pálida luz de la luna y la intensa y brillante que se
irradiaba desde la habitación contigua. Si uno tomaba una silla en esta
habitación medio a oscuras e iba a sentarse junto al alféizar de la ventana,
podía solazarse a maravilla contemplando en la gran plaza las sombras de los
transeúntes, que se proyectaban fugaces sobre uno de los muros fronteros, que
se convertía a aquellas horas primeras de la noche en el escenario de una
impresionante representación teatral. El alma entonces se sentía como
transportada a un mundo quimérico o de realidades soñadas y le entraban a uno
ganas de ponerse la capa y deslizarse furtivamente a lo largo del muro,
acechando con la mirada los rostros de los paseantes y escuchando cualquier
conversación intima. Realmente el espectador de la ventana, mientras se había
fumado un delicioso cigarro puro, no había hecho ninguna de estas cosas, pero
había experimentado una sensación de rejuvenecimiento al imaginárselas y le
parecía que había vivido de verdad la situación imaginada. Entonces se volvía a
la habitación de al lado y se ponía a trabajar con ahínco. Pasada la medianoche
apagaba la luz de gas y encendía una vela que había en la mesita de noche. La
luna lo inundaba todo con su luz pura y triunfante. La silueta del transeúnte
tardío se dibujaba limpiamente en el muro y el eco de sus pasos se perdía
lentamente en la lejanía de la ciudad solitaria. La bóveda del firmamento, sin
una nubecita siquiera, aparecía entristecida y ensoñada como si acabara de
acaecer el fin del mundo y el cielo ya no tuviera otra cosa de qué ocuparse
fuera de sí mismo. El huésped, entonces, volvía a atravesar el salón central y
la salita del recibidor, hasta el cuarto de baño. Y en seguida a dormir, si
tenía la suerte de pertenecer al número de los seres dichosos que fácilmente
concilian el sueño.
¡Ay!, pero apenas llegué a mi antiguo alojamiento me
di perfecta cuenta que aquí no era posible ninguna repetición. Mi posadero, que
además era el dueño de una droguería en el mismo edificio, había cambiado
muchísimo, es decir, «se había cambiado» en el sentido concreto en que los
alemanes emplean con frecuencia esta expresión, sentido que suele coincidir
plenamente con el que tiene la palabra «cambiarse» en los barrio de Copenhague.[25] En definitiva,
que mi posadero se había casado. Quise expresarle de viva voz mis más sinceras
felicitaciones, pero como no estoy muy fuerte en el idioma alemán y me cuesta
bastante encontrar en el momento los términos adecuados, ni tampoco me venían a
los labios las fórmulas habituales y corrientes en estas circunstancias, tuve
que contentarme con hacerle algunos gestos pantomímicos. Así que puse la manos
sobre el corazón y le miré con unos ojos enternecidos que le decían bien a las
claras lo mucho que me alegraba de que hubiera contraído matrimonio. El buen
hombre me apretó la mano con toda su fuerza, como dándome las gracias por mi
sentida y amical felicitación, y, sir decir palabra, se fue a su cuarto de
recién casado para probar la validez estética del matrimonio.[26] Sin duda que
realizaría la prueba de una manera extraordinaria, no menos perfecta que las
que me había dado la vez anterior en su calidad de empedernido y admirable
solterón. Porque sabrán ustedes que cuando hablo alemán soy el hombre más
campechano del mundo y se me confían los secretos más íntimos.
Mi antiguo posadero, por lo tanto, se sintió muy
contento con tenerme otra vez como huésped suyo. Esto era precisamente lo que
yo deseaba, poder ocupar de nuevo la habitación y la antecámara de la primera
vez. Pero cuando volví a mi cuarto aquella misma noche y, después de encender
las luces, me tumbé en el sillón de terciopelo rojo, se apoderaron de mi alma
los más sombríos pensamientos. ¿Qué tiene que ver todo esto, me decía a mí
mismo, con la dichosa repetición? ¡No, estoy convencido, no se da ninguna
repetición! Mi espíritu estaba mustio, muy en consonancia con la tristeza que
se respiraba aquel día en toda la ciudad. Porque el destino había querido que
llegara a Berlín exactamente en uno de los días dedicados por completo a la
oración y penitencia cuaresmales. Berlín, de hecho, se encontraba desolado,
como en ruinas. Es verdad que las gentes no se echaban ceniza a la cara con la
fórmula litúrgica del primer miércoles de la cuaresma: memento homo, quia
pulvis es et inpulverem reverteris; pero lo cierto es que toda la ciudad se
hallaba envuelta en una espesa capa de polvo y ceniza. Primeramente pensé que
se trataba de una orden general del gobierno o de las autoridades
eclesiásticas, pero pronto caí en la cuenta de que el causante de semejante
estrago era el viento despiadado que se había desencadenado sobre la ciudad y,
sin ningún cuidado por las personas, seguía en todas direcciones sus caprichos
y hábitos perversos. Pues en Berlín, como he podido comprobar ahora, siempre es
Miércoles de Ceniza cada dos días, si no más. Esto, sin embargo, no afectaba en
nada mis proyectos de viaje, pues tal descubrimiento no tenía en absoluto nada
que ver con la repetición. La primera vez que estuve en Berlín fue
durante el invierno y por ese motivo, indudablemente, el fenómeno descrito me
resultaba totalmente nuevo.
Cuando el viajero se ha instalado en un alojamiento
tan cómodo y confortable, experimenta la impresión agradabilísima de que posee
un trampolín admirable para lanzarse a la caza de acontecimientos importantes y
un estupendo escondrijo al que volver con el botín de sus presas y poderlas
devorar a solas en su seguro rincón, algo en lo que por cierto este viajero
encuentra uno de sus mayores gozos, ya que a él, como les sucede a algunos
animales de rapiña cuando devoran su presa, tampoco le gusta que le estén
mirando durante la faena. Esta creo yo que es la mejor manera de llegar a
conocer de veras las cosas más típicas de una gran ciudad. Los viajeros ex
professo, es decir, los turistas y otros hombres de negocios, no parece en
realidad que buscan otra cosa que ver, tocar y oler lo mismo que hicieron los
turistas que les precedieron, poniendo todo su interés en anotar con pelos y
señales todas las características y especialmente los nombres de los
principales monumentos visitados, sin olvidar nunca, como recompensa de su
meticuloso esfuerzo, estampar sus firmas en los álbumes de visita de los
reseñados monumentos. Para facilitar un poco el esfuerzo se ha contratado antes
un Lohndiener,[27] que es lo mismo
que comprarse das ganze Berlín por cuatro centavos. Este método
convierte al turista en un observador completamente imparcial, tan imparcial
que sus testimonios son dignos de toda fe en el caso de cualquier intervención
policial.
En cambio, cuando no se es un turista o un viajero
de profesión, se deja uno guiar gustoso por el azar y descubre con frecuencia
muchas cosas que los profesionales no han visto siquiera. Entonces se deja de
lado lo esencial, lo que todo el mundo se precia de haber visitado, y siguiendo
la aventura logra no pocas noticias y conocimientos de sabor personalísimo. Un
viajero así de despreocupado y arbitrario tiene, por lo general, muchas cosas
que contarles a los demás, pero si lo hace, corre fácilmente el peligro de
levantar no pocas sospechas sobre su conducta moral en los ánimos delicados de
sus intachables oyentes. Lo primero que piensan estas buenas personas es que
debe quedar excluido inmediatamente de la sociedad civilizada todo aquel que ha
salido al extranjero y no ha estrenado todavía el ferrocarril.[28] ¡Y no se diga
nada del que ha estado en Londres y no ha viajado por el túnel bajo el Támesis![29] ¡O del que
estuvo en Roma y se encariñó con pasarse las horas muertas en uno de sus
distritos recoletos, gozando lo indecible, aunque sin dignarse visitar antes de
su partida ni una sola de sus colosales maravillas arquitectónicas o museos!
Berlín tiene tres teatros. Todo el mundo dice que las óperas y los ballets que
se representan en el Teatro de la Ópera son algo verdaderamente grossartig. Las
obras que se ponen en escena en el Teatro Real son, según programa,
instructivas y formativas, «no sólo para deleite».[30] Yo,
personalmente, no puedo decir si esto es verdad o mentira, pues nunca he
asistido a tales representaciones. Conozco, en cambio, muy bien otro de los
teatros berlineses, el Konigstadter Theater. Los turistas no suelen
asistir a las representaciones que se dan en este teatro, aunque a decir verdad
—cosa que no carece de cierta importancia— lo visitan con más frecuencia que
otros dos establecimientos culinarios no muy alejados del teatro y en los que
un danés puede refrescar deliciosamente sus recuerdos en torno a Lars Mathiesen
y Kehlet.[31]
Cuando desembarqué en Stralsund leí en el periódico
que el Konigstadter tenía en cartel para toda la temporada EL
talismán.[32] Esta noticia me
causó una inmensa alegría y me hizo recordar particularmente las
representaciones que ya había visto en este teatro durante mi primera estancia
berlinesa. Todo esto suscitaba en mi alma los más profundos recuerdos de mi
pasada juventud. Porque sin duda no hay ningún joven, a no ser que carezca por
completo de fantasía, que no se haya sentido alguna vez cautivado por el
encanto fascinante del teatro y no haya deseado con ardor representar en las
tablas algún papel importante, con el fin de poder contemplarse a sí mismo,
como si fuera su propio doble, al encarnar la realidad soñada. Y no sólo
contemplarse, sino también oírse y verse multiplicado o dividido en un sinfín
de personajes distintos, aunque con todo, arraigados y dimanados de alguna
manera de lo más entrañable de su personalidad. Este gusto por el teatro suele
surgir, naturalmente, en los primeros años de la juventud, cuando todavía no se
ha empezado propiamente vivir y, en consecuencia, se desconoce la realidad de
la vida. En esa edad feliz sólo la fantasía ha despertado en su sueno típico de
la personalidad, mientras las demás facultades siguen durmiendo tranquilamente.
Y en semejante visión fantástica de uno mismo, el individuo no es aún una
figura real, sino una sombra o, mejor dicho, un haz de sombras. Pues la figura
real de uno mismo está ya presente de un modo invisible e impalpable, por lo
que el individuo no se contenta con proyectarse en una sola sombra, sino que
prefiere hacerlo en una variada multitud de sombras, si bien todas ellas son
imagen y semejanza suya y en los diferentes momentos vienen a expresar
legítimamente su propio ser. Todavía no se ha descubierto la personalidad y
solamente se barrunta la energía y el coraje de la misma en la pasión que
provoca la posibilidad. Se puede afirmar que en la vida espiritual acontece un
fenómeno que es típico en el desarrollo de algunas plantas, a saber, que lo
último que se forma es el cogollo.
A pesar de todo es muy conveniente y necesario que
esta existencia en forma de sombras alcance su desarrollo adecuado y plena
satisfacción. Para un hombre jamás será una ventaja el no haber tenido la
ocasión de vivir durante cierto tiempo esta forma de existencia. Claro que, por
el lado contrario, también resulta una cosa bastante trágica o cómica, según se
la mire, el que un hombre se equivoque lamentablemente y gaste toda su vida en
existir de esa forma. En este último caso la pretensión de que se es un hombre
real y se vive de verdad es tan discutible y poco fundada como la reclamación
de inmortalidad hecha por aquellos hombres que son del todo incapaces de
afrontar en persona el veredicto del juicio final y se creen que basta con que
los represente en tan solemne circunstancia una pequeña delegación de sus
buenas intenciones, sus estupendos propósitos de un día o sus planes de media
hora. Lo esencial en la vida consiste en que cada cosa suceda a su tiempo
debido. Todo tiene su tiempo en la juventud y se puede asegurar que lo que ha
encontrado su tiempo en la juventud, vuelve a aparecer más tarde en la madurez
de la vida. Al hombre maduro, desde luego, tan saludable le puede ser tener que
recordar algo en su pasado que le mueva a la risa, como algo que le haga
llorar.
Cuando en un paraje montañoso uno oye noche y día el
bramido imperturbable y monótono del viento, se siente quizá tentado por unos
instantes —sin caer en la cuenta de la imperfección de la metáfora— a
regocijarse sobremanera por haber encontrado un símbolo o imagen de la
consecuencia y seguridad con que se desenvuelve la libertad humana. No piensa,
probablemente, en que este mismo viento que ahora, después de tantos años y
años, tiene instalada su morada en altas montañas, no existía para nada y llegó
a ellas completamente como un desconocido, desatando de repente toda su furia
salvaje y su indómita fuerza por sus gargantas y desfiladeros, ora produciendo
silbidos impresionantes de los que él mismo se sobrecogía, ora un rugido
espantoso del que él mismo parecía huir amedrentado, ora un lamento quejumbroso
del que él mismo ignoraba el origen, ora un suspiro hondo como si hubiera
brotado de la angustia escondida del abismo, un suspiro tan hondo que al mismo
viento le entraba miedo y dudaba si seguir habitando en tales parajes
inhóspitos, ora exhalando el grito lírico de una repentina alegría desbordada,
hasta que al fin logró dominar y modular los tonos de su propio instrumento y
consiguió armonizarlos en esta melodía monótona e imperturbable que viene
ejecutando, día y noche, después de tantos siglos.
Así yerra la posibilidad del individuo entre sus
propias posibilidades, tan pronto descubriendo unas como otras. Pero la
posibilidad del individuo no es algo que solamente quiere ser oído, algo
que pasa y huye como el vendaval, sino algo que además configura y, en
consecuencia, quiere también ser visto y contemplado con los propios ojos. Por
eso mismo cada una de sus posibilidades es para el individuo como una sombra
sonora. El individuo escondido tiene tan poca fe en los grandes sentimientos y
emociones ruidosas como en los astutos y susurrantes murmullos de la maldad,
tan poca fe en el júbilo dichoso de la alegría como en los lamentos infinitos
de la pena. El individuo oculto no desea otra cosa sino contemplarse y oírse
patéticamente a sí mismo, sólo a sí mismo, pues todo lo demás le trae sin
cuidado. En otro sentido, sin embargo, no quiere realmente oírse a sí mismo, lo
que al fin de cuentas es una imposibilidad.
En ese mismo momento, cuando el individuo se
encontraba errante entre sus propias posibilidades, se oye el primer canto del
gallo, las figuras vaporosas del crepúsculo empiezan a desaparecer y todas las
voces de la noche guardan profundo silencio. Si no es así, si las formas
crepusculares y las voces nocturnas permanecen, entonces hemos entrado en un
dominio totalmente distinto, en el dominio en que todo acaece bajo la mirada
angustiosa y vigilante de la responsabilidad, en el dominio que podemos llamar
de lo demoníaco. Y entonces, para no tener que contemplar ni recibir la más
mínima impresión de su propio yo real, el individuo oculto elige y reclama un
contorno de circunstancias leves y efímeras como el de las imágenes y las
sombras que huyen fantasmales, como el de las palabras zumbantes y abigarradas
que suenan sin eco.
Un contorno tal es el escénico, que por eso
precisamente se adapta de maravilla al juego de sombras del individuo oculto.[33] Bajo una de las
sombras, en las cuales se descubre a sí mismo y cuya voz es la suya propia, hay
quizá un capitán de ladrones. Y tal individuo necesita reconocerse a sí mismo
bajo este disfraz, encarnando la figura valiente del ladrón, con su mirada
rápida y penetrante, con los rasgos de sus mismas pasiones reflejadas en el
rostro surcado de arrugas y con todas sus demás características, sin que falte
ni una sola. Y, como el mismo ladrón en persona, se pondrá al acecho en los
desfiladeros y pasos de montaña, espiando la llegada de–la diligencia y tocando
el silbato en cuanto la atisbe, para que toda su cuadrilla se reúna
inmediatamente en torno a él, como una jauría de perros bulliciosos y atentos a
la voz de su amo. Será cruel e implacable al desmantelar la diligencia, asesinará
sin piedad a todo viajero que ofrezca la menor resistencia y solamente se
mostrará cortés con la jovencita aterrorizada, a quien saludará
caballerosamente mientras se aleja impávido del lugar del crimen para ir a
esconderse en su guarida de la montaña y repartir el botín con su cuadrilla.
Otro de los lugares en que el ladrón suele
guarecerse a gusto es exactamente en el corazón del bosque sombrío y tenebroso.
El ladrón de verdad se encuentra aquí como en su propia casa. Pero yo creo que
nuestro individuo, nuestro héroe de la fantasía, iba a perder hasta el habla si
lo situáramos en medio de un gran bosque y le pidiéramos que permaneciese allí
tranquilo, sin expresar en modo alguno su colosal furia, mientras no nos
hubiéramos apartado una o dos millas del siniestro lugar. Le acontecería, poco
más o menos, lo que le aconteció hace unos cuantos años a un buen señor que
tuvo la humorada —¡y yo el honor!— de escogerme como confidente de sus
impresionantes proyectos literarios. Un buen día me vino a visitar, lamentándose
de que la superabundancia de ideas le desbordaba de tal forma que le era
completamente imposible consignar nada en el papel, por la sencilla razón de
que escribía demasiado despacio con relación a la velocidad de las caudalosas
ideas. Me rogó con el mayor encarecimiento que tuviese a bien ser su secretario
y escribiese todo lo que él me fuera dictando. Comprendía que era una gran
molestia para mí y que no me la pagaría con nada del mundo. Yo le tranquilicé
en seguida y le dije que no se preocupara lo más mínimo, pues precisamente una
de las cosas para las que me pintaba era ésa de escribir de prisa, tan de prisa
que, salvando la diferencia de la comparación, no tenía miedo que me ganase a
correr un caballo desbocado. Había adquirido en esto
tal facilidad que me bastaba escribir la primera
letra de cada palabra y podía leer después, sin el menor temor a equivocarme,
todo lo que había escrito, por muy profundo y extenso que fuera. El buen señor
se sintió muy complacido y yo servicial hasta más no poder. Ordené que trajeran
a mi escritorio inmediatamente una mesa más grande que la de mi trabajo
personal y mientras tanto fui numerando un montón de folios, que sólo serían
usados por una cara, con el fin de no perder el tiempo dándolos vuelta, y
recogiendo todos los lápices y plumas de mi ajuar en una caja a propósito. En
cuanto todo estuvo listo y yo pluma en ristre, el buen señor inició su discurso
de la siguiente manera: «¡Como podéis ver, honorables y dignísimos señores, lo
que yo propiamente quería decirles es que...!». Cuando el orador hubo terminado
su largo discurso, se lo volví a leer entero con una voz y énfasis no muy
distintos..., y desde aquel entonces no ha vuelto nunca más a rogarme que fuera
su secretario.
Una cosa parecida, según dije, le habría acontecido
a nuestro imaginario ladrón en cuanto lo hubiéramos dejado solo en medio del
espeso y sombrío bosque. Porque este escenario, probablemente, le parecería
demasiado grande, si bien en otro sentido demasiado pequeño. No, a nuestro
héroe no le va semejante escenario, le tienen que pintar una decoración de
bosque, desde luego, pero con un solo árbol. Frente a la decoración, cuelgan
una gran lámpara que la ilumine de una manera extraña y sugestiva. Y este
bosque pintado será para él mucho mayor que aquel bosque real, e incluso mayor
que las grandes selvas vírgenes de Norteamérica, y esto a pesar de que con su
voz puede llenar y hacer retumbar, sin ninguna necesidad de enronquecer, el
inmenso bosque en que se encuentra. He aquí unos de los peculiares placeres
sofísticos de la fantasía, que se imagina tener el mundo entero encerrado en
una cáscara de nuez e incluso algo aún mayor que el mundo entero y, sin
embargo, no tan grande que el individuo no pueda llenarlo por completo.
Semejante deseo de aparecer y expectorar como un
personaje teatral no indica en modo alguno que se tenga una vocación
para el arte escénico. Cuando de veras se da esta vocación, entonces el talento
se manifiesta en seguida como disposición y aptitud para determinados papeles
muy concretos. Ni siquiera en el talento más rico de promesas en este orden se
ha visto nunca el afán de querer representarlo todo. Semejante afán no es otra
cosa que la prueba evidente de la inmadurez de la fantasía. La cuestión es muy
diferente cuando el individuo siente afán de brillar y está plenamente
orientado hacia aquellas cosas que sólo sacian su vanidad. Porque en este caso
el principio que mueve al individuo no es otro que la vanidad misma, la cual,
por desgracia, puede destrozarlo no menos profundamente que cualquier otro
vicio.
Aunque este momento de la vida individual llega a
desaparecer con los años, vuelve a reproducirse con todo en un determinado
período de la edad madura, cuando el alma ya se ha concentrado en la seriedad y
tornado pensativa. Puede acontecer que el arte ya no represente entonces nada
serio para el individuo, pero esto no impide que sienta de vez en cuando el
deseo de retornar a aquella típica situación juvenil de que estamos hablando y
la descubra rediviva en muchas de sus emociones. Entonces vuelve a estar bajo
la influencia del teatro y se siente, personalmente, como un actor o autor
dentro del género cómico puramente bufo. Por eso no le pueden agradar, a causa
de su perfección y sublimidad, ni la tragedia, ni la comedia, ni siquiera la
farsa de altura, y se entrega con el mayor gusto a la pura farsa y al sainete.[34]
El mismo fenómeno se repite también en otras
esferas. Así, por ejemplo, podemos ver a veces cómo hombres bien formados y
nutridos con los alimentos sustanciosos de la realidad, son de todo punto
incapaces de experimentar la menor reacción positiva ante un cuadro de
impecable factura artística. En cambio, estos mismos individuos se emocionan
enormemente ante cualquiera de las figurillas de Nuremberg o uno de esos otros
cuadros sumamente mediocres que tienen ocasión de contemplar a diario en las
sesiones de la Bolsa y que suelen representar por lo común un paisaje rústico,
pero no éste o aquel concreto, sino un paisaje rústico en general, indefinido
e ilocalizable. De hecho, esto no es más que una abstracción imposible de ser
expresada artísticamente. Por eso la impresión cautivadora que reciben del
conjunto sólo puede ser conseguida en virtud del mismo contraste, es decir, en
virtud de una arbitraria concreción que ellos mismos le confieren al cuadro
mediante la evocación de un determinado período de su vida. Y, sin embargo, yo
les preguntaría a estos individuos si la impresión que reciben no es
propiamente la de un paisaje indefinido, un paisaje rústico en general, como
expresión vaga de una cierta categoría que ellos poseen estereotipada en su
mente desde los tiempos remotos de su infancia. Digo desde su infancia, pues en
aquellos años se suelen poseer normalmente tales categorías prodigiosas, tan
prodigiosas que cuando somos mayores casi nos entran vértigos recordándolas. En
aquellos años, en efecto, le basta a uno recortar en un trozo de papel las
figuras o siluetas de un hombre y una mujer para imaginar sin más que eran el
hombre y la mujer en general, en un sentido mucho más estricto que lo
fueron Adán y Eva.
Un paisajista que intente impresionar con la copia
fiel o la reproducción ideal de un determinado paisaje rústico es muy posible
que no lo consiga con esta clase de espectadores, los cuales se quedan
completamente fríos ante semejantes cuadros. Por el contrario, uno de los
cuadros mediocres de que hablábamos antes produce en ellos un efecto
indescriptible, porque en realidad no saben a qué carta quedarse, esto es, si
ponerse a reír como niños o a llorar a lágrima viva. En estos casos todo
depende, única y exclusivamente, del estado emocional en que se encuentren los
que contemplan el cuadro.
Porque no existe, desde luego, ningún ser humano que
no haya conocido un período en su vida en el que no notara con enorme impaciencia
que todos los recursos del lenguaje y todas las interjecciones de la pasión no
le bastaban para volcar en ellos lo que su fantasía era capaz de imaginar; un
período en el que no le satisfacía ni dejaba contento ninguna forma de
expresión o gesticulación; un período, finalmente, en el que lo único que lo
podía apaciguar era sencillamente dar brincos y volteretas en el aire. Quizá el
mismo individuo recibió entonces algunas lecciones de baile, quizá asistía con
cierta frecuencia a las representaciones del ballet y admiraba el arte y la
soltura de los bailarines, quizá llegó en una época posterior a perder del todo
su afición al ballet, pero en cualquier caso seguiría habiendo momentos en su
vida en los que lo único que deseaba era volver pronto a su casa, para allí, a
solas en su habitación, dejarse llevar completamente por sus impulsos, dándoles
rienda suelta y sintiendo un alivio indescriptible al mantenerse, por ejemplo,
firme sobre una sola de sus piernas, en una actitud por cierto muy pintoresca,
para en el momento siguiente vomitar truenos y relámpagos por la boca y querer
resolverlo todo con una cabriola impresionante o un simple paso de danza,
recordando sus buenos tiempos de bailarín y aficionado al ballet.
En el Konigstadter Theater se representan de
continuo farsas. Allí se reúne, naturalmente, el público más heterogéneo que
puede imaginarse. El que quiera estudiar los aspectos patológicos de la risa
dentro de las más diversas clases sociales y temperamentos, no debe en modo
alguno desperdiciar la ocasión pintiparada que le ofrecen para ello estas
representaciones de la farsa. El júbilo y las carcajadas estentóreas del
anfiteatro y de la galería son por completo diferentes de los aplausos críticos
del público educado y culto, que en este caso es el público propiamente tal;
pero, no obstante, ambas reacciones constituyen el acompañamiento necesario e
indispensable en la ejecución de la farsa. La acción de ésta se desenvuelve de
ordinario en el ambiente de las clases inferiores de la sociedad, y por eso
mismo se reconocen inmediatamente en ella los que ocupan los asientos del
anfiteatro y del gallinero. De ahí que sus exclamaciones y gritos frecuentes de
¡bravo!, ¡bravo!, no han de ser considerados como la manifestación de la
estimación artística del modo de actuar de éste o aquel actor, sino como la
pura explosión lírica de su contento y satisfacción íntimos. En realidad esta
gente no se considera a sí misma como público, como espectadores. Lo que ellos
querrían más bien es participar y moverse en la misma calle, habitación o
cualquier otro lugar en que se desarrolle la acción representada, mezclados con
los propios actores. Como esto no es realizable, puesto que hay que guardar las
distancias, ellos se sienten igual que los niños a los que sólo se les permite
ver desde una ventana la algarabía callejera.
Los que ocupan los palcos y las butacas del patio
también son sacudidos por la risa que les produce la contemplación de la farsa,
pero su risa es infinitamente distinta de aquella hilaridad desatada y
espontánea del gallinero o el mismo anfiteatro, que viene envuelta en gritos
populares de sabor cimbro–teutónico. Dentro de esta misma esfera es también la
risa infinitamente variada en sus matices, infinitud y variedad tan típicas que
ni siquiera la representación más excelente de la mejor comedia podría
recogerlas y darnos su auténtica réplica. Si esto es una perfección o
imperfección no me toca a mí decidirlo, cada uno puede pensar lo que quiera y
yo sólo me limito a constatar un hecho.
Todos los criterios estéticos generales están
condenados al fracaso cuando se trata de definir la farsa. El efecto que ésta
produce sobre el público más cultivado puede ser diversísimo, puesto que tal
efecto depende en gran parte de la propia actividad creadora del espectador.
Cada uno es muy libre en este sentido de reaccionar como le venga en gana,
dejándose llevar por el placer que le produce el espectáculo y emancipándose de
todas las prescripciones estéticas tradicionales sobre las formas canónicas de
la admiración, la risa, el llanto, etcétera. Contemplar una farsa es para el
entendido en cosas de arte algo así como jugar a la lotería, con la diferencia
de que no se expone uno al riesgo desagradable de ganar dinero. Claro que al
público asiduo del teatro no le gusta nada esta inseguridad característica de
la farsa y por eso la suele despreciar y mirar con malos ojos. ¡Peor para él!
Este público que frecuenta el teatro tiene de ordinario un concepto muy
limitado de la seriedad y por ello desea y hace todo lo posible por intentar
que el teatro lo ennoblezca y eduque. Al salir de la sesión teatral quiere o se
imagina que le puede decir a todos sus contertulios que ha gozado uno de los
mayores placeres artísticos de toda su vida. Y al entrar, tan pronto como ha
visto el cartel con detenimiento, pretende saber ala perfección cómo se
desarrollará la pieza anunciada.
Pero con la farsa son imposibles todas estas
convenciones y coincidencias favorabilísimas. Porque, como hemos dicho, la
farsa puede producir los más variados efectos e impresiones, hasta el punto de
que puede darse el caso de que el día que menos le ha gustado a uno sea
precisamente aquel en que mejor ha sido representada. Para saber si uno se
divierte o no con este género de representaciones es completamente inútil
recurrir a ver qué dicen los vecinos y los contertulios, o leer en la prensa
diaria lo que escriben los críticos teatrales. Este es un asunto que cada uno
ha de resolver consigo mismo. Hoy es el día en que aún ningún crítico ha sido
capaz de dictaminar cuál sea el ceremonial adecuado al que deban someterse
cuando asisten a una farsa los visitantes asiduos y entendidos del teatro. En
este aspecto es imposible establecer lo que entre las clases distinguidas se
denomina «el buen tono». En el espectáculo de la farsa queda abolida esa
deferencia y respeto recíprocos, por otra parte tan tranquilizadores y
cuidados, que se establece entre actores y público en los teatros de categoría.
En y con la farsa puede llegar uno a recibir la sensación más imprevista y, en
consecuencia, no saber a punto fijo si se ha conducido uno, mientras la
contemplaba, como un miembro digno de la alta sociedad a la que pertenece,
riendo y llorando cuando lo mandan los cánones. Tampoco puede el concienzudo
espectador admirar los caracteres finamente perfilados, cosa que tanto le
entusiasma cuando asiste a una representación dramática. Y no puede, porque los
personajes de la farsa están todos diseñados según la medida abstracta de lo general.
En la farsa todo se ajusta a esta norma, lo mismo las situaciones que la
acción y las réplicas. Por eso el espectador igualmente puede sentirse
conmovido hasta las lágrimas como desternillarse de risa.
Ninguno de los efectos de la farsa está calculado
según la ironía, pues todo se produce en ella con ingenuidad. De ahí que el
espectador tenga que tomar parte activa e interesarse en cuanto individuo
particular, no como miembro del público o de la sociedad a la que pertenece.
Porque la ingenuidad de la farsa es, a pesar de las apariencias, tan ilusoria que
al entendido y culto le resulta imposible comportarse ingenuamente y tiene que
hacerse violencia para incorporarse al espectáculo. Pero este esfuerzo de
participación activa y personalísima constituye para él, en gran parte, una
diversión estupenda, algo así como un fruto prohibido que se atreve a degustar
a escondidas, sin preocuparse para nada de lo que digan los vecinos, los
contertulios o los críticos teatrales. Para este hombre culto que, libre de
prejuicios, tiene la osadía de divertirse completamente a solas y la suficiente
confianza en sus propios juicios como para no necesitar que los demás le
garanticen si se ha divertido o no se ha divertido, es muy posible que la farsa
encierre para él, aparte del señalado, otro significado especialísimo, en la
medida en que aquélla es capaz de conmover su ánimo de las maneras más
variadas, ora suscitando ideas puramente abstractas, ora creando una realidad
tangible y concreta. Entonces nuestro hombre, como es lógico, ya no asistirá al
espectáculo de la farsa con una previa disposición emocional, a la que deban
someterse todas las demás impresiones posteriores, sino que asistirá con el
deseo expreso de perfeccionarse en su capacidad receptiva y mantenerse siempre
en un estado de ánimo que, en vez de ser exclusivo, fomente la posibilidad de
todos los estados emocionales.
En el Konigstadter Theater se representa,
pues, la farsa y, en mi opinión, de un modo magnífico. Mi opinión,
naturalmente, es muy personal y no se la impongo a nadie, como tampoco deseo
que nadie me venga imponiendo la suya. Para representar una farsa con éxito
completo es preciso que la compañía que la ejecuta esté formada de una manera
determinada. Deberá estar compuesta por dos o, a lo sumo, tres talentos
verdaderamente extraordinarios, de suerte que más que talentos sean genios
inventivos, hijos de la extravagancia y del capricho, ebrios de la risa y
funámbulos del humor. Plenamente idénticos a los demás hombres fuera de las
horas de actuación en las tablas, e incluso un minuto antes que el director de
escena dé la orden de que se toque la campanilla para levantar el telón. En ese
mismo instante se transformarán como por encanto, haciéndonos recordar con esta
su metamorfosis súbita a los nobles caballos árabes cuando comienzan a resoplar
y jadear anhelantes, mientras los orificios de las narices se les dilatan con
la impaciencia de emprender raudos la vertiginosa carrera. Más que artistas
reflexivos, que han estudiado a fondo todos los aspectos esenciales de la
hilaridad, han de ser unos genios líricos que se sientan como arrojados de
repente en los abismos de la risa y dejen que ésta, con su fuerza volcánica,
los vuelva a lanzar desde sus propias entrañas hasta el mismo escenario. Por
eso estos actores apenas piensan lo que van a ejecutar, confiados plenamente a
la inspiración del instante y a la fuerza natural de la risa. Poniendo toda su
fe en esta fuerza maravillosa, se atreven sin el menor reparo a hacer en
público aquellas cosas que los demás individuos únicamente osan hacer cuando
están a solas consigo mismos, o aquellas cosas que sólo los locos son capaces
de realizar en presencia de todo el mundo. En una palabra, que ellos hacen lo
que única y exclusivamente pueden ejecutar unos verdaderos genios, entregados
por completo al dominio mágico del genio, en su caso el genio de la misma risa.
Ellos saben que la expansiva alegría que los domina no conoce prácticamente
ningún límite y que sus recursos cómicos son inagotables. Tan ilimitada es su
alegría y tan inagotable su comicidad que a veces se quedan como sorprendidos
un instante en medio de la representación de la farsa. Pero, normalmente, saben
también que pueden hacer reír a los espectadores durante toda la tarde y noche,
sin que ello les cueste mayor esfuerzo que el que a mí me cuesta pergeñar en
estas cuartillas las características más sobresalientes de su genial arte.
Un teatro dedicado a la farsa no necesita más que
dos genios de esta altura. Tres sería el número máximo admisible para que
salieran bien las cosas, pues con más actores de este tipo quedaría debilitado
el efecto de la acción cómica, algo así como cuando un hombre se muere de
hiperestesia. El resto de los componentes de la compañía no tienen por qué ser
unos talentos, al revés, estropearían el efecto de la farsa, según acabamos de
decir, si lo fueran. Tampoco es necesario que se ajusten, en su aspecto físico,
a los cánones de la belleza, más bien han de parecer hechuras del azar tanto en
éste como en los demás sentidos, esto es, completamente arbitrarios y
disparatados, como el grupo que pintara Chodowiecki de los primeros habitantes
y fundadores de Roma.[35] Ni siquiera hay la menor
dificultad en que alguno de estos personajes secundarios sea cojo, tuerto o
sordomudo. Por el contrario, tal detalle fortuito podría producir un efecto excelente
y magnífico precisamente en la farsa. La gente suele reírse a placer cuando ve
actuar en escena, por ejemplo, a un patizambo o a cualquiera de los otros seres
deformes que hemos citado, y sin olvidarse de los gigantes, los cabezudos y los
enanos. Porque en la farsa, como quizá en todo lo demás, lo más próximo al
ideal es lo disparatado.
Un autor humorístico ha dicho que la humanidad
entera podía dividirse en tres grandes grupos: oficiales, maritormes y
deshollinadores. Esta ocurrencia no me parece a mí un puro chiste, sino que la
juzgo muy significativa y profunda, de suerte que se necesita un talento
especulativo muy grande para poder superar esa división con otra mejor. Porque
cuando una división o clasificación no agota idealmente su objeto, entonces lo
mejor es sustituirla por otra completamente arbitraria y accidental, pues ésta,
al menos, tiene la ventaja de poner la imaginación en movimiento. Una
clasificación aproximada no puede satisfacer a la razón y, por otra parte, no
le dice absolutamente nada a la fantasía. Por eso es preferible rechazarla de
plano y cuanto antes, a pesar de que en el uso corriente goce de la mayor
estima, gracias a la enorme necedad de los humanos y a su carencia casi
completa de imaginación.
Por tanto, si el teatro ha de ofrecernos una imagen
del hombre, es necesario exigir que los actores nos representen en su personaje
o una creación acabada en el sentido de la idealidad o un remedo completamente
arbitrario y casual. Los teatros que han sido fundados «no sólo para deleite» y
placer, deberían satisfacer la primera necesidad. El hecho, no obstante, suele
ser que en tales teatros los espectadores se dan por satisfechos con ver, por
ejemplo, que un actor es un buen mozo, desenvuelto, de facciones lo que se dice
teatrales y, por añadidura, una voz estupenda. Yo, personalmente, apenas nunca
me fijo en semejantes cosas, las cuales raramente me satisfacen. La razón es
sencilla. La actuación teatral despierta eo ipso la crítica, y una vez
que ésta está en marcha resulta difícil decidir cuáles sean las cualidades
requeridas para ser un hombre verdadero y mucho más difícil todavía cumplir las
exigencias que a cada uno de nosotros nos incumben en sentido tan decisivo. En
esto todos estarán de acuerdo conmigo, especialmente si piensan que el propio
Sócrates, bien impuesto por cierto en el conocimiento de sí mismo y de los
demás, «no sabía a punto fijo si era un hombre o un monstruo aún más variable
que Tifón».[36]
En la farsa, por el contrario, los personajes
secundarios impresionan al espectador con la categoría abstracta de lo general
o en general alcanzándola mediante una concreción casual y arbitraria.
Lo que quiere decir que no pasan los límites de la realidad, cosa que por otro
lado nunca deben hacer. Pero el espectador se consuela con el efecto cómico que
le produce el ver cómo esa arbitrariedad pretende pasar por idealidad desde el
momento en que se presenta en el mundo artístico de la escena.
Volviendo un poco a lo de la belleza física de los
actores secundarios de la farsa, diremos que si hubiera que hacer una
excepción, ésta sería a favor de la que encarna el papel de «La amante». No ha
de ser, propiamente, una actriz, ni muchísimo menos, pero al elegirla se habrá
de haber tenido muy en cuenta que fuera atractiva y que tuviera las demás
condiciones para moverse y afanarse en el escenario con todo su garbo y
simpatía, de suerte que sea una delicia verla y también, por así decirlo,
tenerla al lado.
La compañía del Konigstadter Theater está
compuesta casi exactamente a la medida de mis deseos. Si tuviera que hacer
alguna objeción, ésta recaería sobre los actores secundarios, pues contra
Beckmann y Grobecker no tengo ni una sola palabra que decir.[37] Beckmann, desde
luego, es un genio acabado, un puro lírico que maneja a la perfección todos los
resortes de lo cómico y que no se destaca tanto por la expresión enérgica del
carácter cuanto por la chispeante tensión de su emotividad. No es grande en lo
conmensurable artístico, pero es verdaderamente admirable en lo inconmensurable
de la personalidad. No necesita para nada apoyarse en la actuación de los demás
actores, en los detalles del escenario o en los efectos mágicos de la tramoya.
Su emotividad le basta y le sobra para lograr todo lo que quiera en las tablas.
Incluso en los momentos de más desatada comicidad, acierta plenamente a crear
el ambiente y la escena adecuados, mejor que lo pudieran hacer todos los
decoradores y tramoyistas juntos. Lo que Baggesen dice de Sara Nickels, que
entra en escena como un vendaval, arrastrando consigo un trozo de la campiña,[38] esto mismo se
puede afirmar también de Beckmann, con la sola diferencia que éste nunca entra
en escena como un viento, sino que entra caminando, con una inolvidable
parsimonia. En los teatros de prestigio pocas veces se ve a un actor que sea
realmente capaz de andar y estar plantado al mismo tiempo. Solamente he
conocido a uno, pero con todo no era de la categoría de Beckmann, en este
aspecto, se entiende. Lo que yo le he visto hacer a Beckmann nunca antes se lo
había visto hacer a nadie. Este actor no entra o se mueve en escena como los
demás actores, sino que lo hace precisamente caminando. Este moverse
como quien camina es algo único de Beckmann y con esta genialidad suya
improvisa además todo el ambiente escénico. Este artista no sólo es capaz de
representar a un artista ambulante, casi siempre de camino de pueblo en pueblo,
sino que aparece en escena como si fuera ese mismo artista en persona,
caminando exactamente como él, caminando por la misma carretera, de tal suerte
que a través del polvo de ésta contemplamos la sonriente aldea, oímos sus
ruidos apacibles y bucólicos, vemos el sendero que se precipita hasta la poza
de la fragua..., por el que desciende lentamente Beckmann, sereno e
infatigable, con su mochila a las espaldas y su bastón en la mano. Y lo mismo
puede aparecer en escena caminando al frente de un tropel de chiquilines
que le siguen curiosos, aunque a éstos no los llegamos a ver realmente. Se
puede afirmar, sin ningún temor a equivocarse, que ni el mismísimo doctor Ryge,
en El rey Salomón y Jorge el sombrero, era capaz de hacer semejantes
cosas y producir tal efecto.[39] Beckmann, en definitiva, le
ahorra mucho dinero al teatro, pues con él no se necesitan ni chiquilines ni
bastidores y decorados.
Sin embargo, ese artista ambulante tan al vivo
representado por nuestro actor con unos pocos rasgos magistrales, no es
precisamente la descripción de un carácter, sino el incógnito en que se esconde
el demonio frenético y alocado de la comicidad, que en un santiamén desplegará
sus alas y los arrastrará a todos en el vértigo sublime de la carcajada. Para
conseguir este efecto de forma incomparable, recurre Beckmann a la danza y a
las piruetas. En cuanto ha acabado de cantar un cuplé, se pone a bailar de una
manera despampanante, con una audacia tal que nos da la impresión de que va a
romperse la nuca de un momento a otro. Es evidente que no se contenta con
producir efecto solamente mediante la ejecución acompasada de los movimientos
propios de la danza. Entonces nos parece un lunático, totalmente fuera de sí y
como transportado a otro mundo. La locura de la risa le domina por completo y
ya no puede ser contenida dentro de los límites peculiares de la mímica y las
réplicas. Lo único que se le acomoda cuando está dominado por esa furia es
agarrarse por la nuca, como hacía el barón de Münchausen,[40] y dar jubiloso
las más espeluznantes cabriolas por el aire. El espectador, según dije, se ríe
a carcajada limpia contemplando estos saltos fabulosos, pero lo que parece
imposible de todo punto es que se puedan dar en medio de la escena. Para esto,
desde luego, es necesario ser y tener la autoridad de un genio, pues de lo
contrario resultaría la cosa más desagradable que se pueda imaginar.
Todo actor cómico bufo debe poseer una voz que el
espectador pueda reconocer aun antes de que aquél haya salido a escena; esto
es, una voz que le prepare la entrada y lo anuncie desde los bastidores.
Beckmann tiene una voz magnífica, cosa que por cierto no significa lo mismo que
tener unas cuerdas vocales poderosísimas. La voz de Grobecker es más bronca y
una sola palabra suya hace tanto ruido entre los bastidores como tres
clarinazos en el parque de Dyrehavsbakken, lo que equivale a una sonora
disposición para la risa. En este aspecto no cabe ninguna duda de que Grobecker
aventaja a Beckmann. El genio de éste reposa, en última instancia, en ese su
irrefrenable instinto para la risa que lo sitúa en los bordes de la insensatez
y de la locura. Grobecker bordea también a veces los confines de locura
desatada, pero a través de lo sentimental y lo convencional. A este propósito
recuerdo que en cierta ocasión le vi hacer el papel de administrador de una
mansión señorial en medio del campo. Este buen administrador, movido por la
enorme devoción que sentía por sus señores y por la fe ciega que tenía en el
resultado de los grandes preparativos para hacer agradable la vida de los
mismos señores, quienes le acababan de anunciar su próxima visita desde la
ciudad, les preparó a éstos una fiesta campera por todo lo alto. No faltaba ya
ni el más mínimo detalle para recibir a los señores, cuando Grobecker se puso
de repente a representar el papel de Mercurio. Sin quitarse el traje de
administrador, se colocó unas enormes alas sobre los pies y el consabido yelmo
a la cabeza, y se dispuso a dirigir el discurso de bienvenida a los señores
recién llegados, adoptando una actitud muy pintoresca sobre una sola de sus
piernas.
Grobecker, ciertamente, no es un lírico de la
categoría de Beckmann, aunque también posee un sentido lírico para la risa. Se
advierte en él una marcada inclinación a lo correcto y, en este aspecto, su
actuación es con frecuencia magistral, especialmente cuando se trata de la
comicidad a secas. Con todo no es, como Beckmann, una fuerza de fermentación y
levadura que se mantiene en plena forma durante el desarrollo de la farsa.
Pero, al fin de cuentas, es también un genio, un genio precisamente de la
farsa.
Ya es hora de entrar en el Konigstadter. Se
toma asiento en uno de los palcos de la parte de atrás, que de ordinario suelen
estar casi vacíos, en comparación con las demás localidades. El que asiste a la
farsa debe estar cómodamente instalado y sin preocuparse para nada de la
importancia solemne del arte, que trae mareados a la mayor parte de los
espectadores, como si de ello dependiera la salvación eterna de sus almas. El
aire de este teatro, por otra parte, es bastante puro, quiero decir que no está
enrarecido e infectado con el sudor o las emanaciones de un público entusiasta
del arte y muy entendido en la materia. En los palcos de la parte de atrás,
según he dicho, se puede estar casi seguro de encontrar alguno completamente
vacío, en el que poder instalarse uno solo a sus anchas, sin nadie que le
distraiga o estorbe. De no estar libre ninguno de estos palcos, me permito
recomendar a mi lector, con el fin de que pueda sacar algo en limpio de la
lectura de este libro, al menos en lo que concierne al tema de la farsa, que se
vaya a instalar en el palco número 5 o número 6 de la izquierda. Al fondo de
ambos palcos suele haber siempre un asiento macanudo para una sola persona y
desde él se puede seguir admirablemente bien el espectáculo de la farsa.
Uno ha logrado al fin instalarse a solas en su palco
y experimenta la sensación de que el teatro se halla vacío. La orquesta ataca
el tema de la obertura y sus sones rebotan misteriosa y extrañamente contra la
bóveda del teatro desierto. Porque, la verdad, este espectador no ha ido al
teatro como un turista más de los que acaban de llegar a la gran ciudad
impresionante, ni tampoco lo hace en calidad de esteta o de crítico, sino más
bien como quien de suyo no es nada y sólo desea estar cómoda y tranquilamente
sentado, casi lo mismo que si estuviera en su propia casa y habitación. La
orquesta ha terminado con la obertura y empieza lentamente a levantarse el
telón. En este preciso instante inicia también su algarabía aquella otra
orquesta que no obedece a la batuta de ningún director y sólo sigue el impulso
y la pauta de sus propios instintos. Me refiero a aquella otra orquesta de ruidos
naturales y espontáneos, la del gallinero y el anfiteatro, que acaban de
barruntar la presencia de Beckmann entre los bastidores. Como yo, de ordinario,
permanezco sentado al fondo de mi palco, no puedo ver el anfiteatro y el
gallinero, que como la sombra de una visera inmensa se proyecta pesadamente
sobre mi cabeza. Por eso sus ruidos imponentes me impresionan de una manera
doblemente extraña y misteriosa. En todo lo que alcanza mi vista no veo apenas
otra cosa que el vacío. La inmensidad del teatro se me convierte así en el
vientre del cetáceo que se tragó al profeta Jonás, mientras el ruido de la
galería semeja un movimiento oscuro en las vísceras del mismo monstruo marino.
Desde el momento en que la galería inicia su música ya no son necesarios otros
acompañamientos. Beckmann, en efecto, se basta y sobra para animar el bullicio
del coro popular, que a su vez anima e inspira a Beckmann incesantemente.
¡Oh tú, mi inolvidable compañera de la infancia, mi
ninfa fugitiva que habitabas en aquel arroyuelo que discurría susurrante a la
vera de mi casa paterna! ¡Oh tú, mi ninfa inolvidable, que a pesar de llevar
siempre una vida escondida y lejana dentro de la corriente de aquel arroyuelo,
nunca dejaste de participar complaciente y protectora en mis juegos de niño!
¡Tú, consuelo fiel de mi alma y que has guardado intacta a lo largo de tantos
años tu pureza virginal, manteniéndote así siempre joven e inocente, mientras
yo, miserable de mí, me fui haciendo viejo! ¡Tú, mi ninfa serena y callada, en
la que yo siempre buscaba refugio cuando me sentía cansado de los hombres y
cansado de mí mismo, tan cansado que se necesitarla toda una eternidad para
poder descansar, y tan triste que sería necesaria toda una eternidad para poder
olvidarlo! ¡Tú no me has negado nunca esta paz y seguridad que los hombres
quisieron quitarme, tratando de hacer que la eternidad fuera una cosa tan
ajetreada e incluso más terrible de soportar que el mismo tiempo en que
vivimos![41] Y cuando iba a
refugiarme en ti, ¡oh ninfa de mi infancia!, me tumbaba gozoso a tu lado,
desaparecía ante mi propia conciencia como perdido en la contemplación del
cielo inmenso que nos cobijaba y me olvidaba por completo de mí mismo en tu
adormecedor murmullo incesante. ¡Oh tú, mi ninfa inolvidable, mi mejor y más
feliz yo, vida fugaz y escondida que habitas en aquel arroyuelo que discurre
susurrante a la vera de mi casa paterna y en cuya superficie veo ahora flotar
mi propia imagen alargada como un bastón arrojado por un caminante que pasó! ¡
Ah, pero con tu murmullo melancólico me siento liberado y salvado!
Así estaba yo tumbado en el fondo de mi palco,
arrojado como la vestimenta del bañista que ha ido a sumergirse en el río de la
risa, el humor y el júbilo. No podía ver otra cosa que el inmenso espacio vacío
del teatro, ni oír otra cosa fuera de aquel enorme griterío en que flotaba.
Solamente de vez en cuando me incorporaba un poco para ver a Beckmann y,
viéndole, me reía tanto que en seguida notaba el cansancio típico de la risa y
volvía a caer como un trapo a la orilla del río bullicioso. Esto constituía una
verdadera delicia, pero con todo echaba de menos algo. Entonces, en medio de
aquel desierto que me rodeaba por todas las partes adonde dirigía la mirada,
mis ojos descubrieron una figura cuya visión me causó mayor gozo y alegría que
la que sintiera Robinson al encontrarse con Friday. En uno de los palcos frente
al mío y en la segunda fila estaba sentada una jovencita, medio oculta tras un
señor mayor y una dama que ocupaban los asientos de la primera fila. La muchacha
seguramente no había venido al teatro para que la vieran, cosa que por cierto
no suelen hacer tampoco ninguna de las otras bellezas que asisten a las
representaciones de este teatro, en el que de ordinario estamos libres de
semejantes exhibiciones femeninas, realmente repugnantes. Estaba sentada en
segunda fila, su atuendo era sencillo y modesto, casi el mismo de andar por
casa. No estaba cubierta, como suele decirse de las elegantes de hoy, de marta
y cebellina, sino envuelta en un gran chal, del que a veces sacaba humildemente
la cabeza, como la flor del manojo de lirios saca la suya de entre las hojas.
Mirar a esta muchacha se convirtió para mí en parte
del espectáculo, en aquel algo que había echado antes de menos en medio de la
farsa. Y así, cuando había contemplado un buen rato a Beckmann y sacudido por
la risa me había abandonado del todo a aquella corriente estrepitosa del júbilo
y de la carcajada, cuando salía cansado de aquel baño de placer y retornaba
otra vez a mí mismo en el rincón del palco, mis ojos la buscaban de nuevo y su
visión inundaba de gozo todo mi ser y me serenaba con la amigable dulzura que
irradiaba su rostro. Otras veces, cuando el tono de la farsa se hacía patético,
la volvía a mirar y el recato de sus ademanes era para mí una constante
invitación, pues siempre mantenía el mismo recogimiento y sonreía tranquila
como una niña, admirando solamente lo que ocurría en la escena.
La muchacha, lo mismo que yo, asistía todas las
tardes a estas representaciones del Kónigstadter. Con frecuencia me
preguntaba a mí mismo qué podía ser lo que tanto la atraía en el espectáculo de
la farsa. Pero estas preguntas apenas me las formulaba, porque en seguida me
sentía completamente dominado por la emoción íntima que me producía su
presencia. De pronto me parecía que tenía que ser una muchacha que había
sufrido mucho en la vida y ahora se recogía ceñidamente en su chal para no
tener nada que ver con el mundo y sus vanidades. Entonces sus mismos ademanes
me convencían de todo lo contrario, esto es, de que la muchacha era una
criatura plenamente feliz y dichosa, que se recogía tanto en su chal
precisamente para regodearse de lo lindo y a sus anchas. No sospechaba lo más
mínimo que la estuvieran viendo y, menos aún, que mis ojos escrutaran todos y
cada uno de sus movimientos y reacciones. Claro que yo me cuidaba muy bien de
no levantar ninguna sospecha en este aspecto, pues esto habría sido como
cometer un pecado contra ella y, lo que es mucho peor, contra mí mismo. Porque
existe sin duda una forma de inocencia e ingenuidad que puede ser destruida
incluso por el pensamiento más puro. Esta inocencia, naturalmente, no se
descubre por sí misma, sino que tiene que ser la suerte o el buen duende de
cada uno quien nos revele dónde se esconde ese tesoro maravilloso. Y una vez
descubierto, tenemos que poner todo nuestro empeño en no profanarlo y
entristecer así al buen duende que nos lo reveló. Bastaría que la joven hubiera
presentido solamente mi muda y semienamorada alegría al contemplarla para que
con ello se hubiera echado a perder todo el encanto, que por cierto ya no
podría recuperarse nunca jamás, ni siquiera con todo el amor de la joven
volcado hacia nosotros.
Yo sé donde habita, a pocas millas de Copenhague,
una muchacha en flor. Conozco el gran jardín que los árboles y los arbustos
cubren de espesas sombras. También sé que a poca distancia de este jardín hay
una pequeña loma cubierta de matorrales y maleza, desde la cual, oculto entre
los matorrales, uno puede contemplar a placer lo que acontece en el jardín. A
nadie le he dicho ni una palabra sobre este rincón único. Incluso mi cochero lo
desconoce, porque le engaño bajándome del coche un poco antes de llegar al
lugar y siguiendo luego el camino hacia la derecha, en vez de hacerlo hacia la
izquierda, que es donde está situado mi rincón favorito. Cuando mi alma no
encuentra reposo en el dulce sueño y la vista de mi propio lecho me atormenta
más que una máquina de torturas o que el mismo quirófano al enfermo que van a
operar inmediatamente, entonces me levanto, ordeno a mi cochero que enganche
los caballos y viajo durante toda la noche. El amanecer me sorprende en la
pequeña loma, apostado entre los matorrales. Es la mejor hora del día, cuando
la vida entera empieza a desperezarse, y el sol abre sus grandes ojos luminosos,
los pájaros sacuden sus alas, la zorra sale furtivamente de su madriguera, el
labrador se planta a la puerta de su cabaña y otea todo el horizonte de la
campiña, la lechera baja por el sendero con su olla a la cabeza, y el segador
afila la guadaña y se alboroza con este preludio que será el estribillo del día
y sus faenas.
Entonces sale también la muchacha al jardín.
¡Dichoso el que pudo dormir ligeramente, tan ligeramente que el sueño no se le
convirtió en una carga más pesada que la del día! ¡Dichoso el que pudo
levantarse de su propio lecho como si no hubiera dormido en él y diera gusto
ver las sábanas limpias y tersas invitando al reposo! ¡Dichoso el que pudo
morirse de tal modo que su propio lecho de muerte, en el momento mismo en que
era arrinconado en el desván de los trastos inservibles, presentara un aspecto
más sugestivo que la cuna que una amorosa madre acaba de airear y mullir para
que a tierno infante duerma placenteramente!
Entonces, a esa primera hora de la mañana, sale la
muchacha a su jardín y llena de admiración lo va recorriendo de una parte para
otra. ¿Quién, sin embargo, se admira más, la muchacha o los árboles que la ven
pasar con su calma y belleza? Ahora se agacha y recoge las frutas caídas en el
suelo. Ahora avanza unos pasos más y de pronto se queda plantada y pensativa.
¿Qué enorme fuerza de persuasión no encierran para mí todos sus movimientos? Mi
alma, al fin, encuentra el reposo apetecido. ¡Oh muchacha feliz y encantadora!
¡Quiera Dios que si algún hombre llega a conquistar un día tu corazón, lo
puedas hacer tan dichoso, siéndolo todo para él, como me has hecho a mí dichoso
sin ser ni hacer nada por mí!
El talismán, pues, estaba en el cartel del
Kónigstadter Theater. Los recuerdos se agolpaban en mi alma y eran tan
vivos como si acabara de salir del teatro y contemplar una de las
representaciones a que asistí durante mi primera estancia en Berlín. Empujado
por todos estos recuerdos me apresuré hacia el teatro con el fin de encontrar
una de mis plazas predilectas. Pero ya no había un solo palco vacío, ni
siquiera aquel asiento que estaba siempre libre en el palco número 5 o en el
número 6 de la izquierda. No tuve otro remedio que dirigirme a toda prisa hacia
la parte derecha. Allí me acomodé entre un grupo de gentes que no sabían a
ciencia cierta si habían venido al teatro para divertirse o para aburrirse como
ostras. El resultado en estos casos no puede ser otro que el de aburrimiento,
sobre todo para el que tiene que contemplar de cerca semejantes reacciones. En
esta parte de la derecha había muy contados palcos vacíos. Me fue imposible
descubrir a la jovencita de la vez anterior. Quizá estuviera en el teatro, pero
tan acompañada que ya no había manera de reconocerla. Ni siquiera Beckmann, con
toda su vis cómica, fue capaz de hacerme reír esta vez.
Así, aburrido y desesperado, pasé como una media
hora, hasta que ya no pude aguantar más y abandoné el teatro. Mi idea fija en
estos angustiosos momentos era la de que no se da en absoluto ninguna
repetición. Me parecía como si acabara de recibir un duro golpe, del que no me
resarciría jamás en toda mi vida. Mis años mozos ya pasaron y, en compensación,
mi experiencia de la vida ha ido creciendo bastante. Mucho antes de mi primer
viaje a Berlín había yo perdido la costumbre de contar con lo que es inseguro e
incierto. Creía, no obstante, que el placer que había experimentado en este
teatro berlinés sería de una especie más duradera. Y esto cabalmente porque uno
ha aprendido con los años a someterse y doblegarse de mil maneras a las exigencias
de la vida y hasta cierto punto a sentirse satisfechos de la misma mucho antes
de conocer de veras su sentido. Al fin de cuentas si la vida nos da tan poco,
cabría esperar alcanzarlo con toda seguridad. ¿O es que quizá la vida sea más
fraudulenta y engañosa que un comerciante en quiebra? Éste, al menos, suele
pagar a sus acreedores la mitad o el treinta por ciento de lo que les ha
estafado. Algo es algo. De la vida, en el peor de los casos, cabría esperar la
parte de lo cómico, ya que esto es lo menos que se le puede exigir. ¿Ni
siquiera esto podrá repetirse o recuperarse?
Ocupado y preocupado por tales pensamientos me
dirigí a mi posada. La mesa de trabajo había sido colocada más afuera en mi
habitación. El sillón de terciopelo rojo estaba todavía allí, en su sitio de
siempre, pero cuando lo vi se me subió la sangre a la cabeza y me dieron ganas
de hacerlo añicos, tanto más porque en la casa todos estaban ya acostados y,
naturalmente, no había ni uno solo dispuesto a retirarlo donde mis ojos no lo volvieran
a ver nunca. ¿De qué le sirve a uno, me decía, un sillón tan elegante y tan
cómodo si no concuerda en nada con las demás de su contorno? Es algo así como
un hombre que caminara desnudo en plena calle y con un sombrero de tres picos a
la cabeza. Ya me había metido en la cama, sin haber tenido ni un solo
pensamiento sensato, cuando de repente vi luz en una de las habitaciones
contiguas. Esto hizo que tardara todavía más en conciliar el sueño, que en
realidad no llegué a conciliarlo en toda la noche, pues tan pronto me
despertaba como dormía, siempre con la obsesión del sillón que tenía delante. A
la mañana siguiente me levanté muy temprano y con el serio propósito de poner
en práctica lo que había decidido durante la desvelada noche, esto es, hacer que
llevasen cuanto antes el dichoso sillón adonde no lo vieran más mis desdichados
ojos.
La posada se me hacía insoportable, precisamente
porque era una repetición equivocada y al revés. Mi pensamiento permanecía
estéril y mi preocupada imaginación me transformaba incesantemente en placeres
de Tántalo todos los recuerdos de las caudalosas y brillantes ideas con que se
había enriquecido mi mente durante la primera estancia en esta misma ciudad. Y
esta cizaña de los recuerdos ahogaba las nuevas ideas en el momento en que
nacían.
Salí a la calle y me dirigí derecho a la cafetería
que solía visitar todas las tardes cuando estuve la primera vez en la ciudad.
Traté de saborear esa bebida que, según la receta del poeta, es «pura,
caliente, fuerte y sana, no abusando de ella», y que se puede comparar
admirablemente, como hace el mismo poeta, con la amistad.[42] La verdad es
que una de las pocas cosas que me gustan en el mundo es el café. Pero esta
tarde no me sabía a nada, aunque probablemente el café que me sirvieron era tan
bueno como el de la otra vez. El sol brillaba ardiente contra los cristales del
escaparate, el ambiente del local era asfixiante y como para cocerse, igual que
el aire encerrado en un puchero sobre la lumbre. En esto una corriente de aire,
penetrante como un pequeño ciclón, atravesó todo el salón y me impidió pensar
en la repetición, cortando en seco todas las posibles oportunidades que quizá
me brindara la antigua cafetería.
Por la noche fui al restaurante en que siempre solía
cenar durante la estancia anterior en Berlín. No sé si fue por la fuerza de la
costumbre o por otra cosa, lo cierto es que llegué a sentirme en él a las mil
maravillas. Como iba allí todas las tardes, conocía a la perfección a los
clientes y demás detalles, sin que ninguno se me escapara. Sabía cuándo se
marchaban los comensales que habían venido primero, cómo saludaban a sus
camaradas que seguían cenando o bebiendo, al tiempo que inclinaban la cabeza o
alzaban la mano para corresponder al saludo de despedida de los primeros; sabía
cuándo éstos se ponían el sombrero, si al abandonar el piso alto o en el mismo
bajo, o quizá en el momento de abrir la puerta de la calle o cuando ya estaban
fuera. Nadie, según he dicho, escapaba a mi atención y, como Proserpina,[43] arrancaba un
cabello de cada cabeza, incluso de la de los calvos. Todo era completamente
idéntico; los mismos chistes, las mismas cortesías, la misma camaradería y el
mismísimo local. Nada, absolutamente nada, había cambiado. Salomón dice que las
disputas de las mujeres son como las goteras de la lluvia.[44] ¿Qué habría
pensado Salomón si hubiera contemplado esta «naturaleza muerta»?[45] Aquí, desde
luego, era bien posible la repetición. ¡Sólo el pensarlo me llena de
escalofríos!
La tarde siguiente volví otra vez al Kónigstadter.
Lo único que se repitió fue la imposibilidad de la repetición. En la
avenida Unter den Linden el polvo era insoportable. Cualquier intento
que hacía por mezclarme entre la multitud y así tomarme un baño humano me
resultaba desagradable y descorazonador en grado sumo. Por todas las partes
encontraba desilusión y vaciedad, y todos mis giros e idas y venidas eran
baldíos. La pequeña bailarina, que la vez anterior me había encantado con aquel
garbo suyo y recién estrenado, estaba lo que se dice pasada de moda. Mi viejo
arpista ciego de la Puerta de Brandemburgo —digo «mío» porque yo era el único
que se preocupaba de él y de su música— vestía ahora un gabán grisoscuro en
lugar del verde claro de la primera vez, aquel color que me hacía soñar y era
como el eco de la nostalgia de mi melancolía. Ahora, en cambio, me parecía en
su gabán triste como un sauce llorón, y lo que había perdido a mis ojos, lo
había ganado sin duda a los ojos de la compasiva multitud. La admirable nariz
roja del conserje había palidecido tanto que daba pena verla. Y el profesor
X.X. había heredado un par de calzones que le daban un cierto aire militar...
Cuando todas estas cosas desagradables se repitieron
unos días más, me sentí tan amargado y aburrido de la repetición que decidí
volverme cuanto antes a mi casa. Mi descubrimiento no había sido ciertamente
sensacional, pero no por eso su importancia y significación eran menores. Al
fin y al cabo había descubierto que no era posible en absoluto la repetición, y
me había convencido de ello abandonándome justamente a toda clase de
repeticiones posibles.
Todas mis esperanzas, por lo tanto, estaban puestas
en mi propio hogar, allá en la patria lejana. Justino Kerner[46] cuenta en
alguna parte que un hombre se aburrió de su hogar y un buen día, sin decir nada
a nadie, ensilló su cabalgadura y se dispuso a recorrer el ancho mundo. Pero
hete aquí que cuando apenas había recorrido una milla, el caballo pegó un
brinco brusco y lo lanzó de golpe al suelo. Este brinco fue decisivo para
nuestro hombre, pues en el momento en que se recuperó del golpe y se disponía a
montar de nuevo en su caballo para seguir adelante, volvió a ver una vez más,
allá a lo lejos, el hogar que abandonaba y sus ojos se inundaron de lágrimas de
alegría al ver que era tan bello y hermoso. El pobre hombre, tan emocionado,
tiró inmediatamente de las bridas y retornó al galope a su hogar.
En mi casa, al menos, esperaba ya con la mayor
seguridad encontrar todas las cosas listas para la repetición. Siempre he
sentido una gran repugnancia por cualquier clase de cambios, hasta el punto de
que una de las cosas que más me irritan en este mundo son las limpiezas
generales y, especialmente, las caseras. Por esta razón, antes de mi partida
hacia Berlín, le había dado a mi criado las más estrictas órdenes para que
respetara a rajatabla durante mi ausencia mis inamovibles principios
conservadores. Pero, desgraciadamente mi fidelísimo criado era de una opinión
muy distinta. Con toda su buena fe creyó que comenzando el zafarrancho en el
mismo momento de mi partida, todo volvería a estar en su sitio y en perfecto
orden —cosa para la que por cierto se las pintaba— antes de mi vuelta.
Así que, con tan buenas esperanzas, retorno al fin a
mi casa, llamo a la puerta y el fiel criado sale a abrirme. No se pueden ni figurar
la gravedad y el apuro de este instante. Mi fiel criado se quedó pálido como un
cadáver. A través de la puerta entreabierta puede ver el enorme zafarrancho que
reinaba en las habitaciones, con todos los muebles patas arriba. Me quedé como
petrificado. El criado no sabía qué hacer en medio de la sorpresa y confusión
del momento. Sin duda que sintió un miedo espantoso por haber desobedecido mis
órdenes estrictas de no mover absolutamente nada. El caso fue que, aturdido, no
encontró mejor solución para salir del apuro que cerrar otra vez la puerta de
golpe y porrazo, dándome con ella en las narices. Esto ya era demasiado. Mi
desdicha no podía ser mayor y todos mis principios se tambaleaban. Incluso
llegué a temer que me tomaran y trataran como a un fantasma, según hicieron con
aquel pobre consejero de la Cámara de Comercio llamado Gronmeyer.[47] De esta manera,
por cierto bien palpable, volví a comprobar que no se da ninguna repetición. Y
con ello mi primitiva concepción de la vida salía triunfante.
Esto hizo que me sintiera muy avergonzado por haber
dado consejos tan seguros a mi joven amigo, el enamorado melancólico de que
hablé al principio. De hecho me encontraba en la misma situación de perplejidad
en que él se encontraba entonces, de tal suerte que me parecía que yo era aquel
mismo joven y que las solemnes palabras con que le aconsejé en aquella ocasión
—palabras que por nada del mundo le repetiría a nadie una segunda vez— eran
solamente un sueño y una pesadilla, de los cuales me despertaba ahora para dejar
que la vida, de un modo incesante y despiadado, siga tomando de nuevo todo
lo que nos ha dado antes, sin que por eso nos conceda nunca una repetición.[48]
¿Acaso no es esto en definitiva lo que acontece con
la vida? Cuanto más viejo se es, más y más engañosa se nos muestra la vida. Y
cuanto más prudentes somos y más tratamos de superar los reveses de la vida,
menos conseguimos y mayores son nuestros sufrimientos. Los niños, en cambio,
incapaces de prever y menos de superar por sí mismos los peligros en que se
meten, siempre salen ilesos y airosos. Recuerdo a este respecto haber visto una
vez a una nodriza o niñera que portaba un cochecito con dos criaturas dentro.
De vez en cuando empujaba fuerte el cochecito y lo dejaba solo un buen trecho.
Una de las criaturas era un niño de apenas un año, el cual se había dormido
profundamente e iba en el coche como una cosa muerta. La otra era una niña
pequeña, aproximadamente como de unos dos años, regordeta y mofletuda, con los
brazos desnudos y como una miniatura de toda una señora mayor. La niñita
ocupaba toda la parte delantera del coche y más de la mitad del resto, de
suerte que su hermanito parecía a su lado un simple bolso que la señora habla
tomado consigo para dar un paseo. Su egoísmo era tan admirable que no se
preocupaba para nada de los transeúntes o de cualquier otro asunto humano, sino
sólo de sí misma y de ocupar lo más posible en el cochecito. Entonces apareció
de repente por la esquina un carruaje con el tiro desbocado. El cochecito
corría un peligro evidente. Las gentes gritaban y corrían hacia el lugar,
mientras la nodriza de un tirón brusco logró poner a salvo al coche y a los
niños en uno de los portales inmediatos. Todos los circunstantes, yo entre
ellos, estábamos como aterrados. Pero la señora en miniatura seguía tan
tranquila, hurgando en las narices y sin inmutarse lo más mínimo. Es probable
que pensara: ¡Qué me importa a mí todo esto; allá la niñera! Semejante temple
heroico se buscaría en vano en una persona mayor.
El hombre se sentirá tanto menos contento y
satisfecho cuanto más viejo sea, cuanto mayor sea su conocimiento de la vida,
su gusto por lo agradable y su afán de delicadezas y exquisiteces. Es decir,
cuanto más competente, tanto más descontento. Contento, lo que se dice plena,
absoluta e infinitamente contento no lo estará el hombre jamás, mientras viva.
Y estar contento a medias, contento de una manera muy particular, es algo que
no merece la pena. En este caso es preferible estar completamente descontento.
Todo el que haya meditado a fondo en este asunto
estará de acuerdo conmigo cuando afirmo que a un hombre no se le concede jamás,
ni siquiera media hora en toda su vida, una satisfacción y bienestar completos
y plenarios desde todos los puntos de vista. No necesito añadir, naturalmente,
que para ser feliz de esa forma perfecta hay que contar con algo más que los
alimentos y la vestimenta. Yo estuve una vez muy cerca de esa felicidad. Me
había levantado de la cama muy temprano y me encontraba extraordinariamente
bien. Esta sensación de bienestar fue creciendo a medida que avanzaba la mañana
y alcanzó su punto máximo un poco después del mediodía, exactamente a la una de
la tarde. Era una sensación maravillosa y casi me parecía que iba a agarrar el
sol y las estrellas con la mano. Una sensación tan maravillosa que no hay
termómetros que la puedan registrar en su escala, ni siquiera los termómetros
poéticos. Mi cuerpo se había hecho ligero, como si ya no existieran las leyes
de la gravedad terrestre. Me pareció incluso que no tenía cuerpo, precisamente
porque todas sus funciones estaban admirablemente satisfechas y todas las
células se nutrían de gozo por sí mismas y por el organismo entero. Los latidos
inquietos de la sangre en las venas no hacían más que recordarme y acrecentar
la delicia de aquel instante sublime y glorioso. Mi caminar tremolaba, no como
el ave que corta el aire con sus alas y huye veloz de la tierra, sino como el
oleaje del viento sobre sus sembrados, como el nostálgico mecerse de las olas
en el mar, o como el ensoñado deslizarse de las nubes sobre el cielo. Todo mi
ser era transparente, como las claras profundidades del océano, como el limpio
silencio de la noche, o como el monólogo pausado del mediodía. Todas las
emociones más hondas resonaban en mi alma con su eco melódico. Todos los
pensamientos se ofrecían a mi mente con un aire festivo de dicha, tanto la
ocurrencia más insignificante como la idea más rica y fecunda. Cualquier
sentimiento era presentido previamente y brotaba así de mis mismas raíces
interiores. Todas las cosas estaban como enamoradas de mí y se estremecían en
un contacto íntimo con mi propio ser, lleno de presagios. La existencia entera
se esclarecía misteriosamente dentro de mi microscópica felicidad, tan
abundante y caudalosa que lo explicaba todo sin salir de sus límites, incluso
las cosas desagradables, las insinuaciones aburridas, los hechos repugnantes y
los choques fatales.
Era la una de la tarde, como he dicho, cuando
alcancé el punto máximo en esta sensación de bienestar que me hizo presentir la
felicidad suprema, creyendo que la tenía casi entre las manos. Pero, ¡ay!, de
repente empezó a picarme en uno de mis ojos, precisamente el bueno, no sé qué
cosa, quizá un pelillo de las cejas, un pelo de la cabeza o simplemente un
grano de polvo, lo único que sé es que en ese mismo instante me sentí casi
hundido en el abismo de la desesperación más espantosa. Este brusco cambio
emocional lo podrán comprender fácilmente todos aquellos que hayan
experimentado sensaciones tan sublimes como la descrita y, al experimentarlas,
se hayan planteado además el problema fundamental de hasta qué punto, en
general, es asequible una satisfacción y bienestar completos y plenarios.
Desde aquel infausto día abandoné toda esperanza de
poder llegar alguna vez a sentirme completa y absolutamente feliz en esta vida,
no sólo durante un largo período de la misma, como lo había esperado con tanta
fuerza en mis sueños juveniles, pero ni siquiera durante algunos breves
instantes, aunque éstos fueran tan raros y aislados que, según la expresión de
Shakespeare, «bastaría la aritmética de un embotellador de cerveza para
contarlos».[49]
A este punto había llegado yo en mi concepción de la
felicidad que puede depararnos esta vida cuando no conocía aún a mi joven
amigo, el enamorado melancólico. Siempre que otros o yo mismo me planteaba la
cuestión de un bienestar y contento perfectos en este mundo, aunque sólo fuera
por media hora, mi respuesta indefectiblemente era un renuncio.[50] En una época
posterior cambié de parecer a este respecto y experimenté un entusiasmo enorme
con la idea de la repetición. Fue cabalmente la época en que trabé conocimiento
con el joven enamorado, época que se cerró con mi viaje a Berlín. Otra vez
volví entonces a ser víctima de mi propio celo por los principios. Porque estoy
totalmente seguro de que si no hubiera hecho el segundo viaje a Berlín con el
propósito de comprobar personalmente la posibilidad de la repetición, me habría
divertido de lo lindo con las mismas cosas que me hicieron feliz la primera
vez. ¡Qué desgracia más grande que yo no pueda nunca mantenerme dentro de los
moldes habituales de la gente y siempre desee tener principios! ¡Qué desgracia
que no pueda ir calzado como los demás hombres y necesite siempre botas altas y
bien ajustadas al pie! Por lo demás, ¿no están acaso de acuerdo todos los
oradores, tanto los sagrados como los profanos, todos los poetas y prosistas,
los capitanes de barco y los empresarios de pompas fúnebres, los héroes y los
villanos y cobardes, no están todos de acuerdo en afirmar que la vida es como
un río que pasa?
Por eso me pregunto con frecuencia cómo pudo venir a
mi mente una idea tan estúpida como la de la repetición. Y, lo que es más
estúpido todavía, cómo pude pretender convertir esa idea en principio. Sin duda
que mi joven amigo, cuando desapareció de repente, pensó que yo estaba loco
cuando le propuse el plan aludido. Lo mejor que hizo, desde luego, fue
marcharse y no empezar con la repetición que perseguía mi plan. Porque de lo
contrario habría conseguido seguramente recuperar a su amada, pero convertida
en una monja con la cabellera cortada y los labios mustios, como le sucedió a
aquel amador del que nos cuenta la canción popular que iba buscando la
repetición y al encontrarla, ésta lo mató:
«Das Nonnlein kam gegangen In einem
schneeweissen Kleid;
Ihr Hurí
war abgeschnitten, Ihr rother Mund war bleich.
Der Knab, er setzt sich nieder,
Er sass
auf einem Stein;
Er weint
die hellen Tránen,
Brach ihm
sein Herz entzwei».[51]
I Viva la corneta del postillón! Este es mi
instrumento favorito.[52] Por muchas
razones, pero especialmente porque con este instrumento no se puede estar nunca
seguro de lograr dos veces seguidas el mismo sonido. Sus posibilidades son
infinitas y quien lo sopla, por mucho que sea el arte que ponga en ello, no
incurrirá jamás en una repetición. Por eso el que, en lugar de aconsejar y
responder a las preguntas de un amigo perplejo, le ofrece una corneta de
postillón para que la toque a su gusto, no le dice nada, absolutamente nada,
pero se lo explica todo.
¡Viva la corneta del postillón! Este es mi símbolo.
De la misma manera que los antiguos ascetas tenían siempre una calavera sobre
la desnuda mesa de su celda y la contemplación permanente de la calavera era su
misma concepción de la vida, así yo también tendré colocada siempre sobre mi
mesa de trabajo una corneta de postillón, que me recuerde sin cesar cuál es el
sentido de la vida.
¡Viva la corneta del postillón! Ella me representa
la fugacidad de la vida sin ninguna necesidad de molestarme viajando por esos
caminos de Dios. Porque realmente no es necesario moverse del sitio para
comprobar que no se da ninguna repetición. Al revés, cuando todo es vanidad[53] y pasa como el
humo, lo mejor es estarse sentado en la propia habitación y así, perfectamente
inmóviles, sentimos la impresión de que viajamos más de prisa que si lo
hiciéramos en un vagón del ferrocarril. De mí puedo decir que para que todo, a
la par que la corneta del postillón, me recuerde que estoy siempre de viaje en
la vida, he ordenado a mi criado que siempre que vaya vestido como los que
corren la posta y yo mismo, para dar ejemplo, cuando tengo que salir de casa,
aunque sólo sea para asistir a una cena entre amigos en un restaurante
céntrico, siempre hago mis desplazamientos en una diligencia especial, muy parecida
a las de la posta.
¡Adiós, pues, esperanzas floridas de la juventud!
¿Por qué huyen tan rápidas si ustedes mismas y lo que andan buscando no existe
en ninguna parte? ¡Adiós energía viril de la edad madura! ¿Por qué pisas tan
fuerte si aquello en que te apoyas no es más que una ilusión? ¡Adiós alegría
triunfante de los buenos propósitos, que sin duda alcanzarán la meta en
solitario, puesto que para hacerlo con las obras tendrían que volver hacia
atrás, cosa que no pueden en absoluto! ¡Adiós belleza de los bosques, que
cuando quise contemplarte ya te habías marchitado! ¡Adiós río que corres y
avanzas sin cesar por tu cauce adelante! ¡Tú eres el único que sabes con
certeza lo que quieres, pues no tienes otro afán que pasar e ir a perderte en
el inmenso océano, tan inmenso que no se llena nunca!
¡Oh soberbio teatro del mundo, continúa tus
representaciones, a las que nadie suele llamar comedias o tragedias, porque
ninguno ha visto todavía el final! ¡Oh teatro de la existencia, prosigue tu
espectáculo incesante, en el que a nadie se le devolverá nunca la vida, del
mismo modo que no se devuelve el dinero! ¿Por qué no volvió ninguno jamás de
entre los muertos? Porque la vida no sabe cautivar como lo hace la muerte, ni
tiene la persuasión de la muerte. La muerte, si le dejamos la palabra y no la
contradecimos, nos persuade a maravilla y de una manera completamente
repentina, sin que a nadie se le haya ocurrido en ese momento solemne una
palabra en contra, ni añorar o echar de menos para nada la elocuencia de la vida.
¡Oh muerte, grande es tu persuasión! ¡Y ninguno
fuera de tí misma puede hablar de un modo tan bello como lo hizo aquel hombre
cuya elocuencia le valió el sobrenombre de peisitanatos[54]; cabalmente
porque supo hablar de tí con toda la fuerza de la persuasión!.
continúa....
continúa....